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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La horda amarilla (9 page)

BOOK: La horda amarilla
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—No podremos derribarlos a todos en tan poco tiempo —murmuró inclinado sobre la mesa—. Deben de volar a la misma velocidad que nosotros. Esto equivale a decir que nos acercamos unos a otros a razón de ocho millas por segundo. Les tenemos ya a sólo trescientas millas de distancia.

Los aviones astáticos eran tantos que parecían tocarse unos a otros. La formación se clareó bastante, pero cuando Miguel Ángel enfocó el teleobjetivo hacia la derecha comprendió que hubieran hecho falta cien veces el número de destructores propios para contener aquella monstruosa ola de aviones. Estaban limpiando de enemigos un espacio de cincuenta millas de anchura, pero por ambos lados la formación amarilla continuaba adelante, intacta, con ímpetu arrollador.

—Es como si estuviéramos dentro de un tanque disparando cañonazos contra una manada de búfalos en estampida —rugió Ángel—. Abrimos una brecha y nos incrustamos por ella, pero las bestias nos rebasan por ambos lados y acabarán por dejarnos atrás.

En un indicador iluminado iban pasando con rapidez las cifras que marcaban la distancia que les separaba del enemigo.

Trescientas millas… doscientas cincuenta… doscientas…

Del horizonte continuaban afluyendo aviones y más aviones.

—¡Comandante a cañonero! —bramó Miguel Ángel por el micrófono—. ¡Dispara una andanada de cohetes!

El marcador de distancias señaló el ciento cincuenta. Los aparatos amarillos y los norteamericanos acababan de entrar en el alcance de sus respectivos cañones «Z». También los cañones «Z» de las «zapatillas volantes» alcanzaban ya al enemigo, y su contribución se dejó sentir instantáneamente. La mesa, campo de batalla por reflexión, se vio totalmente desembarazada de enemigos. Ángel hizo girar el objetivo del telescopio hacia la derecha. Dentro del campo visual del telescopio entraron los proyectiles cohete disparados por el robot cañonero. Vieron las rayas de gases que dejaban tras de sí y los vieron hacer explosión entre los aviones amarillos como un rosario de llamaradas verdes. Quizás un centenar de aviones asiáticos cayeron envueltos en llamas. Pero ya no se podía repetir el tiro. Estaban sólo a cien millas de distancia unos de otros y dentro de unos segundos se produciría la colisión.

Un timbre sonó con furia. Ángel alzó los ojos y vio parpadear una luz roja. Alguien tenía enfocado sobre ellos un proyector de rayos «Z». Si el destructor España hubiera sido como los norteamericanos, ya estaría convertido en astillas.

—Almirante a comandantes de navío y jefes de caza —chilló el español en Saissai por el micrófono—. ¡Estamos bajo el fuego enemigo! ¡Romped la formación y pelead cada uno por su cuenta!

Al mismo tiempo que hablaba Miguel Ángel corría hacia el cuadro de instrumentos y bajaba un interruptor diciendo:

¡Comandante a artilleros Apuntad por los teleobjetivos individuales!

Las dos gigantescas formaciones acababan de entrar en contacto.

Capítulo 7.
¡Victoria!

S
olamente diecisiete segundos habían transcurrido desde que los dos bandos entraron en el alcance de sus respectivos cañones «Z». En este breve espacio de tiempo habrían sido derribados unos cinco mil aviones por bando, de modo que se encontraron sobre el cielo de la antigua provincia canadiense de Ontario unos treinta mil aviones. El caso, ahora, era esquivar con rapidez el fulminante rayo del enemigo y procurar colocar uno de los propios en el contrincante.

La batalla aérea quedaba reducida así a un encuentro parecido al de las escuadrillas del siglo XX, solamente que ahora se apreciaba de más espacio para evolucionar a la fantástica velocidad de cuatro millas por segundo. El choque fue espantoso. Centenares de aviones entraron en colisión estallando al mismo tiempo en el vacío. La formación en rueda de los aparatos del auto planeta se había roto y cada destructor andaba revuelto con un centenar de aviones americanos y más de cien aeronaves asiáticas.

Miguel Ángel contemplaba aquel apocalíptico encuentro con los ojos desmesuradamente abiertos de espanto. No tenía nada que hacer. Hasta sus oídos llegaba el repiqueteo del Morse y las exclamaciones de los aviadores norteamericanos, el incansable zumbido de los cañones «Z» y el intermitente repiquetear del timbre.

Ina Peattie se agarraba con fuerza a la mesa, pero su movimiento de precaución era inútil. Aunque el España volara en posición invertida, ella y Miguel Ángel seguían con los pies pegados al suelo y la sangre afluyendo por sus venas con absoluta normalidad. Esto ocurría así porque el centro de gravedad del España lo fabricaba el destructor para su propio uso, sin tener en cuenta para nada la fuerza de atracción de la Tierra.

Las «zapatillas volantes» del auto planeta estaban portándose maravillosamente en aquella colosal batalla. Parecían estar en todas partes, lo estaban en realidad, y se las veía subir y bajar, virar y brincar en el aire como seres vivos. Tras ellas dejaban un rastro de explosiones azules indicando el aniquilamiento de otros tantos aviones enemigos. Era maravillosa la habilidad de sus pilotos electrónicos. Enfilaban recto contra el enemigo, sin vacilación ni pérdida de tiempo, lo derribaban y se lanzaban sobre otro con la velocidad del rayo. Apenas si se las veía. Las más próximas pasaban junto al destructor España como una ráfaga de luz plateada, y sólo las más lejanas podían ser seguidas a simple vista.

Los aviones norteamericanos y los asiáticos eran derribados a tal velocidad que el cielo estaba siempre cubierto de explosiones, como si volaran entre el fuego, concentrado de mil piezas de artillería antiaérea. Estas explosiones conmocionaban al España, haciendo vacilar a sus tripulantes humanos por unos segundos.

En cuanto al España, seguía funcionando con la precisión y velocidad de una máquina bien construida. No había allí ningún resorte que fallara, ni tampoco ninguna voluntad que flaqueara o se aturdiera en el fragor del combate. Ni los pilotos ni los artilleros electrónicos vacilaban. Mataban con indiferencia de máquina, guiaban con precisión de máquina y morirían, si llegaba el caso, con indiferencia de máquina. El destructor era a modo de un meteoro siguiendo una órbita de precisión matemática.

No había miedo de que chocara con ningún avión amigo o enemigo, pero sí lo había de que los amigos y enemigos chocaran con ellos. La inteligencia humana, sometida a la dura prueba de este torbellino, flaqueaba donde la exactitud electrónica se mostraba insensible e infatigable. Miguel Ángel pudo ver por sus propios ojos cómo un caza norteamericano se estrellaba contra un destructor. El caza estalló en mil pedazos, pero el durísimo casco del destructor salió indemne de la colisión. La confusión, tremenda en un principio, fue aclarándose al cabo de quince minutos de combate. Los combatientes llenaban todo el espacio visible, de Norte a Sur y de Este a Oeste, pero su número se había clareado considerablemente. No era posible calcular a simple vista quién ganaba ni quién perdía. Los aviones más próximos volaban demasiado aprisa para poder ser identificados, y los más lejanos se movían con tanta rapidez que tan pronto se presentaba a la mirada del observador un casco verde como uno azul celeste.

Al cabo de media hora de combate todo quedó súbitamente en paz. Como cuatro millares de aviones evolucionaban desperdigados por el espacio. Parecían errabundos y vacilantes, cansados y nerviosos. La radio, que en el último cuarto de hora había quedado casi completamente silenciosa, empezó a llenarse con la llamada de los comandantes de las flotas.

Miguel Ángel se pasó una mano ante los ojos y dejó escapar un suspiro.

—Bueno —murmuró—. Parece que la batalla se terminó a nuestro favor. Realmente, ha sido terrible. Los aviadores como usted deben de tener unos nervios de acero.

—Ha sido un combate maravilloso —suspiró a su vez la muchacha—. Sobre todo porque podemos contarlo. Sus aparatos son invencibles, míster Aznar. ¡Mire, ya vuelven!

En efecto, diez destructores y medio centenar de «zapatillas volantes» se acercaban por la derecha a poca velocidad. Ángel miró a su alrededor y vio que por la parte opuesta todavía lejanos, pero acercándose a gran velocidad, asomaban otros doce destructores rodeados por un enjambre de «zapatillas volantes».

Para que los restos desperdigados de la flota pudieran localizarles, Miguel Ángel puso en marcha el aparato automático de señales, quien se encargó de lanzar al éter los pitidos de contraseña.

Pronto empezaron a dejarse oír las voces sonoras y tranquilas de los comandantes saissais y las alborozadas de George Paiton y Thomas Dyer.

—¡Ha sido un combate estupendo! —proclamó Georgia—. Aunque por nada del mundo intervendría en uno así si tuviera que ser yo quien pilotara un avión. ¡Caramba!

Un momento después estaban reunidos todos los aparatos. Con gran sorpresa por parte de la coronela Ina Peattie y satisfacción de Miguel Ángel Aznar no se había producido una sola pérdida. Esto sólo podía atribuirse a las magníficas cualidades del material de que estaban construidos los aparatos del auto planeta.

La escuadra, en formación de cuña, reemprendió el regreso hacia el auto planeta dejando a sus espaldas a los aviones norteamericanos, que esperaban la llegada de otros tantos aviones más para aprovechar la derrota infligida al Imperio Asiático, avanzando hacia el Norte.

Media hora más tarde el destructor España rodaba sobre el pulimentado piso del auto planeta y Bárbara Watt suspiraba al ver apearse a su marido seguido de la esbelta coronela Ina Peattie.

Mientras comían, sentados alrededor de la larguísima mesa del comedor comunal y con la asistencia de todos los hombres azules, los que habían tomado parte en la batalla aérea de la tarde relataron sus aventuras a los que se quedaron en el auto planeta. Cuando apuraban sus tazas de café y chupaban de sus aromáticos cigarrillos sonó el zumbador del televisor y se iluminó la pequeña pantalla encuadrando la cabeza de Thomas Dyer, quien había quedado de guardia en la sala de control.

—Un cierto general Duxon, acompañado por medio centenar de giróscopos, solicita ser recibido en el auto planeta y hablar con su comandante —anunció Thomas con su voz de trueno—. ¿Qué contesto?

—Manda acá su imagen para que le veamos la cara, Thomas —repuso Miguel Ángel poniéndose en pie y acercándose al televisor.

El rostro de Thomas fue sustituido por otro enjuto, de finos labios, prominente nariz y ojos verdes.

—Es el general Duxon, no cabe duda —aseguró Ina Peattie—. El general Duxon es el jefe supremo de las fuerzas de Tierra y Aire.

—Perfectamente, Thomas —dijo el español—. Recibe al general con los honores debidos… pero sólo al aparato del general.

La pantalla quedó a oscuras coincidiendo con un gruñido de Thomas.

—¿Qué puede querernos el general Duxon? —murmuró Ángel.

—Algo muy importante será cuando se decide a venir por sí mismo en vez de mandarnos llamar —aseguró Ina Peattie—. ¿No piensa salir a recibirle?

—Vaya usted a buscarle y tráigale aquí, ¿nos hace el favor?

Ina salió del comedor. Volvió unos minutos más tarde acompañada de tres militares. Uno de ellos era el general Duxon, y los otros dos un general de dos estrellas y un mariscal del Aire. El general pasó su mirada sobre la numerosa concurrencia y preguntó:

—¿Quién de ustedes es el comandante de este aparato? —No hay jefe supremo a bordo del Rayo, general. —anunció Ángel poniéndose en pie.

—¿Quién Comandaba entonces los aviones que esta tarde tomaron parte en la batalla aérea de Ontario?

—Yo era el comandante.

—Permítame entonces que le estreche la mano, caballero —dijo Duxon ofreciendo la suya—. Se ha portado usted como un verdadero héroe. La estrepitosa derrota infligida a la aviación del Imperio Asiático resuena a estas horas por todos los ámbitos del globo. He querido venir personalmente a felicitarle y a charlar un momento con ustedes de paso que me traslado al Sur. Si pudiéramos contar con unos millares de aparatos como los de ustedes, la victoria sería nuestra sin duda alguna. Dígame, míster Aznar, ¿cuántos aviones tienen ustedes? ¿Son muchos?

—Solamente medio centenar de destructores y doscientas «zapatillas volantes».

—¡Oh, qué lástima… qué lástima…! —lamentóse el general dejándose caer en un sillón—. Naturalmente, poseen ustedes una fuerza de inmejorable calidad, pero muy escasa en número. Así y todo, si ustedes pusieran su diminuta, pero invencible potencialidad bajo el mando del Estado Mayor General norteamericano, todavía podríamos lograr alguna superioridad de peso contra el Imperio Asiático.

—No podemos comprometernos a tal cosa, general. —aseguró von Eicken —. Necesitamos tener las manos libres por la siguiente razón: Si el Imperio Asiático derrota a los Estados Unidos y a la Federación Ibérica, nos proponemos escapar de la hecatombe con nuestro auto planeta llevándonos algunos millares de jóvenes para perpetuar nuestra civilización en otro mundo lejano.

—Antes, no obstante —añadió Miguel Ángel—, estamos dispuestos a pelear al lado de la raza blanca hasta el último momento. Aunque pocos en número, somos más fuertes de lo que usted cree. Este mismo auto planeta es, en realidad, una fortaleza casi inexpugnable. Podemos llevarlo a cualquier parte, defendernos con nuestros proyectores de rayos «Z» o formar a nuestro alrededor una coraza eléctrica de alta potencia contra la que se estrellen todos los proyectiles enemigos.

Podemos, por último, pasar al ataque con los cañones «2» del auto planeta y los que van montados a bordo de los destructores y «zapatillas», arrasar una provincia con nuestros proyectiles teledirigidos y hasta hacer saltar a Nueva York con nuestros torpedos terrestres. El resultado de la batalla de esta tarde hubiera sido el mismo si en vez de llevar nuestras escuadrillas contra los aviones amarillos hubiéramos llevado a nuestro auto planeta. Desde estos sillones, sin movernos, hubiéramos presenciado una hecatombe de aparatos asiáticos como jamás se ha visto hasta ahora.

—He presenciado la batalla aérea de esta tarde por televisión, míster Aznar —respondió el general Duxon—. Creo a pies juntillas que sean ustedes capaces de hacer lo que dice, pero la efectividad de sus elementos sería mucho mayor si coordinara sus operaciones con las del Estado Mayor. El control de nuestro Estado Mayor, sobre todas las fuerzas, es indispensable para conseguir que la victoria se incline a favor de las armas norteamericanas. No quiero ocultarle que he venido aquí, entre otras cosas, para ver de convencerles a ustedes de que deben entrar en combate cuándo y dónde el Estado Mayor General juzgue oportuno.

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