Se sintió aliviado de oír su voz. Le dio un vuelco el corazón.
—¿Cómo te va, Em?
—La mar de bien, papá, ¿por qué lo preguntas?
Trojan tragó saliva y no contestó.
—¿Y tú qué tal? —preguntó Emily.
—Bien, bien, sólo quería… —Ni él sabía qué quería—. Oír tu voz. Es que verás…
—Sigues persiguiendo al asesino ese, ¿verdad?
—Sí.
—Lo vas a pillar, papi. Yo creo en ti.
—Gracias, Emily. ¿Qué haces? ¿Tienes planes para esta noche?
—Bueno, pues… —dijo su hija, y la oyó respirar al otro lado de la línea—. Leo se va a pasar por casa.
Trojan imaginó la sonrisa de su hija.
—¿Leo? Me alegro por ti.
—Queremos ir al cine.
—Escucha, Emily, tal vez sería mejor que esta noche te quedaras en casa. Podéis alquilar un DVD.
—¿Y eso?
Su mirada vagó involuntariamente hacia las fotografías de los crímenes que tenía colgadas en la pared.
—Emily, prométeme que te vas a andar siempre con ojo, ¿vale?
—Papi, ¿a qué viene todo esto? Ya no soy una niña, ¿sabes?
—Sí, ya lo sé, es sólo que…
—¿Qué?
Trojan no supo qué decir.
—Ay, nada.
Se quedaron un rato en silencio.
—¿En serio que estás bien? —preguntó al fin Emily, en tono cauteloso.
—Sí, sí, claro.
—Mucho trabajo, ¿no?
—Psé, últimamente bastante.
—Aguanta, papi. Lo pescarás pronto y entonces todo habrá pasado.
«Pero ¿cuántos muertos más va a haber?», se preguntó Trojan, que respiró hondo.
—Te quiero, Em.
—Yo también te quiero, papá.
Colgaron. Durante unos segundos Trojan fue incapaz de moverse y su cabeza se llenó de imágenes: imágenes de Emily de niña, cuando se lanzaba hacia él, corriendo. Él la cogía en brazos y la hacía girar por los aires. Ella se reía, extasiada, y el mundo se arremolinaba a su alrededor.
Finalmente se secó las malditas lágrimas con el dorso de la mano y cerró la ventana.
«No te dejes apabullar —se dijo—. Sigue trabajando».
El ruido era ensordecedor.
Alrededor de Hermannplatz rugía el tráfico de última hora de la tarde y los vendedores ambulantes turcos y árabes del mercado vendían sus productos a gritos.
Había un pitbull atado a un poste. Ladraba sin parar, escupiendo babas.
A su paciente se la veía incómoda entre aquel gentío, estaba pálida y tenía los hombros encogidos.
Una ambulancia de emergencias pasó junto a la joven, que se sobresaltó por el alarido de la sirena.
Entonces levantó los ojos, la reconoció y se acercó a ella.
Jana Michels la saludó y la cogió de la mano; estaba fría y sudorosa.
—Venga, ya verá como no pasa nada.
En la escalera del metro se había reunido un grupo de yonquis. Sus perros no ladraban, pero ocupaban el paso y tuvieron que esquivarlos.
Jana percibió que su paciente se ponía tensa e intentó tranquilizarla.
—¿Cómo se siente?
Pero Franka Wiese no respondió.
—No puede pasarle nada, créame.
Ante la máquina expendedora de billetes se les abalanzaron varios vendedores ilegales.
—¿Billetes? ¿Quieres un billete? —susurraron.
Jana Michels negó con la cabeza y metió las monedas en la máquina.
Sacó el billete y se dirigió con su paciente hacia el andén.
—Ojalá nos toque uno de los trenes nuevos.
—¿Cuál es la diferencia?
—Los nuevos son más amplios, uno tiene más espacio.
—Tranquila, me tiene a su lado.
El metro entró traqueteando en la estación y las puertas se abrieron. Jana Michels entró con su paciente.
Era uno de los trenes antiguos. Franka Wiese se encogió, acongojada. Tuvieron que quedarse de pie, pues no había sitios libres.
—¿Adónde vamos? —le preguntó la paciente.
—Hasta Alexanderplatz. Allí bajaremos del tren, subiremos a la plaza y luego volveremos aquí, ¿vale?
Franka Wiese se limitó a mirarla.
Jana Michels se dio cuenta de que le brillaban los ojos y le estrujó la mano.
Las puertas se cerraron y el metro arrancó.
—¿Cómo le va?
La paciente abrió la boca, pero volvió a cerrarla al momento, sin decir nada.
—Hable, eso la ayudará.
—El corazón me va a cien por hora.
—No puede pasar nada.
La mujer estaba temblando.
Al cabo de un momento llegaron a la estación de Schönleinstrasse.
—Respire hondo, ya verá cómo se siente mejor.
Franka Wiese jadeó.
El tren volvió a arrancar.
—¿Qué teme que pueda pasar? El metro es un medio de transporte seguro, mucho más seguro que el coche. Usted tiene permiso de conducir, ¿verdad?
Su paciente asintió con la cabeza.
—¿Y cuando va en coche piensa también que va a tener un accidente?
—Es que no pienso en que vaya a tener un accidente, lo que pasa es que hay demasiada gente.
Jana Michels miró a su alrededor. Los pasajeros iban apretujados como sardinas en lata. Alguien les estaba dirigiendo una mirada furtiva, pero fue tan sólo un instante. Jana Michels no logró distinguir los ojos entre la multitud.
Entonces se volvió hacia su paciente.
—Nadie le va a hacer nada. No corremos ningún peligro.
El tren se detuvo en Kottbusser Tor y quedaron libres varios asientos.
—¿Quiere que nos sentemos?
Su paciente estaba pálida y temblaba como una hoja.
—Tengo que quedarme de pie.
—¿Por qué?
—Junto a la puerta hay más aire.
—Hay el mismo aire en todas partes.
—No. Por favor.
—Vale, vale.
Una estación tras otra, el pánico de la paciente no hacía más que aumentar. Jana Michels tuvo que admitir que era incapaz de calmarla. «Pero ¿qué me ocurre? —pensó—. No estoy centrada. Tiene miedo y debo ayudarla. Para eso estoy aquí».
Pero lo único que podía hacer era cogerle la mano.
Finalmente llegaron a la estación de Alexanderplatz y se apearon. La paciente tan sólo se calmó un poco cuando abandonaron la galería comercial subterránea y empezaron a subir la escalera que las devolvería a la luz del día.
La torre de Alexanderplatz las saludó afable, la esfera del restaurante giratorio brillaba bajo la luz del atardecer.
—¿Y bien? ¿Qué tal le ha ido?
Franka Wiese esbozó una sonrisa inquieta.
—Con usted me ha resultado un poco más fácil, gracias.
Jana Michels se oyó a sí misma decir:
—Nuestros miedos nos pueden dominar y determinar nuestra conducta, pero debemos plantarles cara. Sólo así lograremos recuperar el control.
Soltó un suspiro.
«¿Me creo mis propias palabras? —se preguntó—. ¿En serio creo que es tan fácil?»
Aunque no quería admitirlo abiertamente, también ella se había sentido un poco insegura durante todo el trayecto.
Aun en aquel momento experimentaba una ligera angustia, como si se sintiera observada por alguien en todo momento.
Miró a su alrededor, pero no había nadie.
«Tonterías —pensó—. Estoy cansada de tanto trabajar, nada más».
—¿Volvemos? —preguntó.
Tras hacer acopio de valor, Franka Wiese asintió.
Jana la cogió de la mano. Aún la tenía fría y sudorosa.
Bajaron por la escalera. Él las siguió con la mirada. La luz del sol iluminó sus cabelleras rubias.
Parecían dos hermanas.
Dos preciosas hermanas rubias.
Sonrió.
Estaba encantado de estar tan cerca de ellas sin que sospecharan nada.
Y estaba encantado de imaginar lo que les iba a suceder.
Entonces respiró hondo y salió tras ellas.
Jana Michels despertó. Aún recordaba lo que había soñado. Se trataba de un sueño confuso, en el que una figura le había gritado algo, una advertencia formada por una sola palabra.
Pero había olvidado qué palabra era.
Se frotó los ojos.
«Trojan», pensó. Se le había aparecido en sueños.
Salió de la cama y abrió las cortinas. La luz del sol le iluminó la cara y la obligó a parpadear.
Bajo la ducha pasó un rato más pensando en aquel sueño. Entonces se vistió, se hizo un café y comió algo de fruta para desayunar.
Después de limpiar la casa encendió el móvil.
Al momento sonó un pitido: tenía un mensaje nuevo.
Llamó al buzón de voz y oyó el mensaje de Trojan.
Tuvo que reconocer que había pasado el día anterior esperando su llamada.
«No seas idiota —se maldijo mentalmente—, es tu paciente. Ni siquiera debería tener tu número de móvil».
Entonces escuchó el mensaje dos veces seguidas.
Trojan se disculpaba por su brusca partida del jueves, estaba ocupado con otro asesinato. Tenía la impresión, aseguraba, de que la cosa iba a ir a peor, pero la llamaría en cuanto pudiera.
No decía nada de concertar una nueva cita.
Jana frunció el ceño.
Aquella serie de asesinatos de mujeres eran el tema central de la prensa amarilla. Pensó en bajar a la tienda de la esquina a comprar el periódico.
Finalmente descartó la idea.
Cerró el móvil y entonces volvió a abrirlo. Buscó el número de Trojan en la agenda y lo estuvo mirando un buen rato: 01723394850.
Era fácil de recordar, pensó. Treinta y tres era el año en que había nacido su padre y el 9 del 4 ella celebraba su cumpleaños.
En lugar de llamarlo a él llamó a una amiga y quedó con ella en Winterfeldtplatz.
Pasearon por el mercado, compraron cuatro cosas, se tomaron un café, comieron en el Berio y luego estuvieron un buen rato charlando.
Cuando a última hora de la tarde volvió a casa, se echó en el sofá y cayó de inmediato en un profundo sueño.
La despertó el timbre del teléfono.
Echó un vistazo al reloj y le costó creer que fuera tan tarde.
Era el teléfono fijo. Enseguida pensó en Trojan, pero seguramente éste la habría intentado localizar en el móvil.
¿Qué hacía pensando otra vez en él?
Al fin se levantó y descolgó.
Respondió dando su nombre y esperó.
Al otro lado de la línea se oyó tan sólo una respiración profunda.
—¿Diga? —preguntó Jana Michels, impaciente.
Estuvo a punto de colgar, pues creía que se trataba de uno de esos pesados que llaman a una mujer sólo para importunarla con sus jadeos.
Pero entonces una angustiada voz de mujer dijo:
—¿Señora Michels?
—Sí, diga.
Una vez más se oyó tan sólo una respiración pesada y entonces aquella voz dijo:
—Soy yo, Franka Wiese.
Jana estaba confusa. Ya no estaba en la consulta, la semana laboral había terminado. ¿No podían dejarla en paz?
Automáticamente adoptó un tono profesional.
—¿Qué sucede, señora Wiese? ¿No se encuentra bien?
—No. No me encuentro nada bien.
—¿Qué ha pasado?
Al otro lado de la línea, la mujer tragó saliva.
—Tengo mucho miedo.
Jana Michels contuvo el aliento. Era imprescindible que se distanciara, los pacientes no podían inmiscuirse en su vida privada, aunque lógicamente tenía cierta responsabilidad con ellos.
—¿Se trata de un ataque de pánico, señora Wiese?
—Sí.
—¿Dónde se encuentra?
—En mi casa.
La mujer volvió a tragar saliva.
Entonces Jana Michels reparó en algo que la dejó confundida.
—¿De dónde ha sacado mi número privado?
Hubo una breve pausa, como si la mujer dudara.
—De la guía telefónica —respondió finalmente Franka Wiese.
Era posible. Hacía tiempo que había decidido eliminar su número privado de la lista, pero nunca había encontrado el momento de hacerlo.
—Tengo miedo de morir —dijo entonces Franka Wiese.
—Respire hondo. Forme un embudo con las manos, tal como practicamos en la consulta.
Pero la mujer parecía incapaz de dejar de jadear. Una vez más, repitió:
—Tengo miedo de morir.
Jana Michels soltó un suspiro.
—Pero no va a morir.
—Tengo miedo, mucho miedo.
Debía conservar la paciencia.
—¿Qué ha pasado, señora Wiese? ¿A qué viene ese miedo repentino? ¿Qué ha…?
Pero Franka Wiese la interrumpió, sus voces se solaparon.
—Tiene que venir, por favor.
—Señora Wiese, es sábado por la noche y yo tengo una vida privada, tiene que aceptarlo.
—Por favor, se lo suplico. Venga o será aún peor.
—Tiene que…
—No me haga más preguntas y venga, por favor.
—¿Me está diciendo que sólo logrará calmarse si está con alguien?
—Sí.
—Señora Wiese, lo siento pero las cosas no funcionan así, no puede…
—Pero tiene que venir. Por favor.
Había algo que la irritaba.
Su miedo parecía indomable.
¿Qué habría pasado?
Durante un momento imaginó a su paciente frente a una ventana abierta, preparada para saltar en cualquier momento.
¿O se trataba tan sólo de sus propias proyecciones?
No podía dejarse influir.
—Señora Michels —volvió a decir su paciente con voz suplicante—, venga a mi casa. Por favor, venga, por favor.
Jana Michels decidió quitarse de encima a su paciente con un par de frases.
Por eso la sorprendió oírse a sí misma decir:
—De acuerdo, pasaré un momento. ¿Dónde vive?
—En la Mainzer Strasse 13. Primer piso.
—De acuerdo, pero estaré ahí sólo diez minutos.
—Gracias —balbució Franka Wiese, y colgó.
Jana Michels aún se quedó un rato frente al teléfono, pensando.
«¿Por qué lo hago?», se preguntó.
«¿Por qué me cuesta tanto decir que no?»
«Alguien está en un apuro —pensó—, y he de ayudarlo».
Entonces se puso la chaqueta y salió de casa.
En las paredes de la sala de reuniones había varias fotos de los cadáveres. Hasta el momento había habido cinco víctimas, cuatro mujeres y un hombre.
Landsberg había pedido refuerzos; en la reunión participaban varios colegas de la sección cuarta de homicidios. Anteriormente éste los había informado ya del estado de las investigaciones.
Llevaban dos horas discutiendo cómo debían proceder. Stefanie Dachs había propuesto proporcionar a la prensa alguna información acerca de los pájaros, para poner sobre aviso a hipotéticas víctimas futuras. Al fin y al cabo, no era descabellado pensar que el asesino seguiría anunciando sus acciones soltando uno de sus frailecillos.