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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (22 page)

BOOK: La huella del pájaro
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A continuación debatieron a fondo cómo debían gestionar la información de que disponían sobre el asesino. Cuantos más detalles hicieran públicos, más difícil les resultaría distinguir el verdadero asesino de posibles aprovechados en busca de un minuto de gloria.

Finalmente, sin embargo, acordaron que en aquel caso la protección de los ciudadanos era prioritaria, de modo que elaboraron una declaración para la prensa.

Trojan echó un vistazo al reloj. De pronto tuvo la sensación de que no hacían más que dar vueltas sobre lo mismo y que estaban perdiendo un tiempo precioso.

Aprovechando una breve pausa, salió al pasillo y llamó al móvil de Jana Michels.

Tuvo suerte y ésta descolgó tras el segundo tono.

—Hola, soy Nils Trojan.

—Hola, señor Trojan.

Parecía que se alegraba de oírlo. Trojan respiró.

—Espero no molestarla llamándola un sábado por la tarde.

—No, qué va —respondió ella, que se rió—. Los sábados por la tarde ya no son lo que eran: voy a visitar a una paciente.

—Eso no es muy habitual en fin de semana, ¿no?

—No, pero… En fin, parecía una emergencia. La mujer parecía muy confusa cuando me ha llamado.

Trojan no dijo nada.

—¿Y a usted qué tal le va? —preguntó Jana Michels—. ¿Trabajando, también?

—Sí, y también confuso. No logramos avanzar y yo…

Se quedó callado. Cómo le gustaría verla aquella noche. Entonces dijo:

—Siento mucho haber desaparecido de su consulta el otro día sin ni siquiera saludarla.

—En fin, supongo que es lo que tiene su trabajo.

«Quiero quedar contigo. Esta noche». Qué ganas tenía de decirle aquellas palabras.

Sin embargo se limitaron a intercambiar unas frases de cortesía, concertaron una cita para la semana siguiente y Jana Michels colgó.

Trojan pasó un buen rato mirando el teléfono que tenía en la mano.

Al fin, a regañadientes, volvió a entrar en la sala de reuniones.

La casa de la Mainzer Strasse era un edificio antiguo cubierto de hiedra. Jana Michels estudió la fachada. Entonces se acercó a los timbres y buscó el nombre «Wiese».

Pulsó el botón correspondiente y la puerta se abrió enseguida. Subió por la escalera hasta el primer piso y llamó varias veces al timbre.

Una vez más se preguntó por qué era tan bonachona. Ya de niña había sido siempre complaciente y sumisa.

La puerta se abrió, aunque sólo un resquicio.

Jana esperó a que Franka Wiese saliera a recibirla.

Pero no pasó nada.

Empujó la puerta con gesto levemente irritado y entró.

El pasillo estaba a oscuras. Su paciente parecía haber corrido las cortinas de todas las habitaciones contiguas.

—¿Señora Wiese? —preguntó en voz baja.

No obtuvo respuesta.

Avanzó unos pasos por el pasillo.

Entonces pisó algo blando.

Había algo en el suelo, ante ella.

En un primer momento no logró identificar de qué se trataba.

Se agachó.

Y entonces lo vio.

Era un pájaro muerto. Estaba desplumado y mutilado, con las alas extendidas, torcidas y rotas.

Donde había habido el vientre del animal había tan sólo un amasijo de intestinos.

Jana Michels retrocedió, asustada.

Sus ojos habían empezado ya a habituarse a la oscuridad.

Entonces vio algo más.

Se quedó sin aliento.

Había muchísimos pájaros.

Estaban esparcidos por todo el pasillo.

Muertos, desplumados, desgarrados.

Jana Michels soltó un grito ahogado.

La puerta se cerró a sus espaldas.

CUARTA PARTE
VEINTITRÉS

—Bienvenida —dijo una voz.

Sonaba distorsionada, como si hablara desde muy lejos.

La figura estaba muy cerca de ella, ante la puerta cerrada.

Su rostro no era humano. Algo le sobresalía de la cara, algo largo y puntiagudo.

Jana se percató de que estaba cubierto de sangre.

La figura se le acercó.

Jana intentó concentrarse en sus ojos. Si lograba establecer contacto visual con aquella figura a lo mejor conseguiría dominar su miedo.

Pero no lograba identificarlos, pues estaban ocultos tras unas gafas de sol.

—Bienvenida —repitió aquella voz metálica, inquietante.

Jana Michels retrocedió un paso.

Quiso gritar, pero no le salió la voz.

La figura llevaba un casco de un material sólido. El resto del cuerpo estaba oculto bajo un traje oscuro.

Jana volvió a retroceder y notó que pisaba otro pájaro. Le resbaló el pie.

Le dio un vuelco el corazón.

El sudor le manaba de todos los poros.

«No te ofusques, Jana —se dijo mentalmente—. Busca una salida. Tienes que largarte de aquí ahora mismo».

Pero la figura se acercó aún más.

Estiró los brazos hacia ella. Jana vio los guantes. Los dedos tenían unas uñas afiladas, como si en realidad las manos fueran garras.

Sin embargo, al fijarse mejor se dio cuenta de que eran cuchillas de afeitar.

La figura dio dos pasos más. De repente, Jana se encontró con la espalda pegada a la pared.

«Tengo que salir de aquí», pensó.

Se echó a temblar. Empezó por las manos, luego le temblaron los brazos. A continuación se le agarrotó el cuello y finalmente notó como le cedían las piernas.

«No —pensó—, no».

No podía perder el sentido.

La figura se acercó aún más.

Entonces Jana se dio cuenta de que aquella cosa larga que le sobresalía del casco era un cuchillo. Donde deberían estar los pómulos y el puente de la nariz había una especie de armazón, como una abrazadera que le rodeaba toda la cabeza.

Jana Michels reconoció cinta adhesiva y unos tornillos.

Y en el centro, encajado, el mango del cuchillo. La hoja sobresalía, prominente y manchada de sangre.

Parecía un pico gigante.

Un pico gigante y ensangrentado.

En aquel momento oyó un leve gemido procedente del extremo más alejado del piso. «Franka —se dijo Jana—. Tengo que ayudarla».

Intentó orientarse.

Su paciente debía de estar en una de las habitaciones adyacentes, aunque no se atrevió a imaginar qué le habría pasado.

¿Qué tenía que hacer?

La figura se acercó un paso más hacia ella.

Entonces Jana tuvo una inspiración.

Si no cometía ningún error podía funcionar.

Lentamente, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Palpó hasta encontrar el móvil. Abrió lentamente la tapa, sin sacarlo del bolsillo.

No podía buscar en la agenda, de modo que iba a tener que introducir el número cifra por cifra.

Empezó a pensar, febrilmente.

«0172», se dijo. Ése era el prefijo.

La figura se encontraba apenas a dos pasos de ella.

Era grande, mucho mayor que ella.

«Habla —se dijo—. Tienes que distraer al agresor. Habla con él, intenta ganar algo de tiempo».

—¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa.

Recorrió el teclado con el pulgar. El cero estaba abajo del todo, el uno arriba a la izquierda, pero el siete y el dos la hicieron dudar. Buscó la siguiente tecla: un tres. ¿Era correcto? Sí, tenía que serlo.

—Conteste, ¿qué quiere de mí?

La figura soltó un suspiro, pero éste sonó también vacío y distorsionado.

«Es una máscara —se dijo—, sólo una máscara».

Y posiblemente debajo de la máscara había un pequeño micrófono con un distorsionador de voz. O el hombre que se ocultaba bajo la máscara no tenía laringe.

«Exprésalo en palabras —pensó—, defiéndete mediante la razón, no permitas que el miedo te supere. Se trata tan sólo de un hombre oculto tras una máscara. Quiere que te entre el miedo, pero no puedes hacerle ese favor».

—Conteste, ¿qué quiere?

Un tres y otro tres: 33, el año de nacimiento de su padre, así era como había memorizado el número. Intentó imaginar el teclado de su móvil. Si no se equivocaba, el tres estaba arriba a la derecha. No podía cometer ningún error.

—Aquí vive Franka Wiese, ¿verdad? —dijo con la voz más calmada de la que fue capaz—. Tengo que hablar urgentemente con ella. Dígame, ¿dónde puedo encontrarla?

«Eso es, sigue así —se dijo—, a ver si lo desconciertas».

Vio como la figura se encogía de hombros.

Siguió pulsando las teclas a ciegas. Después venía un nueve, supuso que dos teclas más abajo del tres.

—Jana —dijo la figura de repente.

Jana Michels se quedó sin aliento.

—Cómo me alegro de que hayas venido.

—¿Sabe cómo me llamo?

—Claro que lo sé. Sé bastantes cosas de ti.

La siguiente cifra era el cuatro, nueve del cuatro, su cumpleaños. Por el amor de Dios, no podía equivocarse, debía pulsar el cuatro. ¿Dónde estaba el cuatro? Debajo del uno. Su dedo acarició las teclas, dentro del bolsillo.

—Te he estado esperando, Jana.

Ya estaba: 0172 33 94. ¿Y luego? Intentó concentrarse.

—Y finalmente has llegado. Tengo una sorpresa para ti.

Le faltaban tres cifras. ¿La primera era un ocho?

La figura se acercó a ella. La punta del cuchillo que asomaba de la máscara estaba a apenas a unos pocos centímetros de su cara.

No le quedaba demasiado tiempo.

Un cinco y un cero.

¿Era eso? ¿Ocho, cinco, cero?

En cualquier caso tenía que intentarlo.

El cinco estaba en el centro de la segunda hilera, justo encima del ocho.

El cero estaba abajo del todo, debía andarse con tiento.

Hecho. Ya sólo quedaba pulsar la tecla verde. La buscó con la yema del dedo.

Arriba a la izquierda, sí, la tecla verde estaba arriba a la izquierda.

La pulsó.

Entonces notó un dolor. La figura acercó la mano a su mejilla y Jana notó como las cuchillas de afeitar se le hundían en la piel. Empezó a sangrar.

Soltó un grito.

Quiso retroceder pero se golpeó con la cabeza en la pared.

Entonces lo oyó: era el contestador automático.

Se oía claramente, procedente del bolsillo de su chaqueta.

—«Buenos días, éste es el contestador automático de…»

Y a continuación se oyó la voz grabada de Trojan, alta, demasiado alta. Trojan dijo su nombre.

La figura se detuvo, sorprendida.

Jana se hizo a un lado, pero era demasiado tarde: el otro lo había oído ya.

—«Por favor, deje su mensaje después de la señal» —dijo una voz de mujer.

—¡Un pájaro! —gritó Jana.

La figura se abalanzó contra ella. Jana notó las cuchillas en el pecho y en el cuello. El otro forcejeó con su chaqueta y sacó el móvil del bolsillo.

Lo dejó caer al suelo.

Lo pisó.

Llevaba unas botas pesadas.

Se oyó un crujido bajo la suela. A continuación le acercó los fragmentos de móvil con la punta de la bota.

Jana clavó la mirada en el suelo.

—Nils Trojan, ¿no? Eso ha sido un error —dijo la figura con su voz de robot.

Jana notó cómo volvían los temblores y tragó saliva.

Había desperdiciado su última oportunidad.

—Pórtate bien, Jana, no seas mala.

Una vez más, la figura la agarró con fuerza y las cuchillas se le clavaron en la piel.

Jana gritó. La figura intentó cubrirle los labios, que empezaron a sangrar.

—Ven, la sorpresa te está esperando. —Le pegó un empujón y la obligó a adentrarse en el pasillo—. Vamos.

Pisó varios pájaros muertos. Notó aquella sensación blanda y resbaladiza bajo los zapatos. Cada paso provocaba un chasquido.

Entonces él le pegó otro empujón y la obligó a entrar en el dormitorio. Las cortinas estaban cerradas. La lámpara de la mesita de noche estaba vuelta hacia la cama.

Ahí había una mujer.

Estaba desnuda y cubierta de sangre.

La mujer gimió.

Y Jana reconoció quién era.

Tenía la cabeza casi calva, tan sólo le quedaban un puñado de cabellos rubios.

Jana buscó su mirada pero no la encontró.

Le habían sacado los ojos.

La mujer volvió a gemir y un leve temblor le recorrió el cuerpo.

—No —dijo Jana, con un susurro quejumbroso—, no, no.

Gritó su nombre. Le pareció que Franka intentaba volver la cabeza hacia ella, pero no lo logró.

Él no la soltaba.

—Mira —le dijo—, fíjate bien.

Jana oyó un ruido áspero mientras las cuchillas rasgaban la tela de su chaqueta.

—Franka —dijo Jana con voz sofocada—, oh, Dios mío, Franka.

Oyó la risa distorsionada bajo la máscara.

Debía ir a buscar ayuda.

No podía dejar que aquello sucediera.

No lo podía permitir.

La figura le pegó un empujón y la obligó a sentarse en una silla.

—Presta atención, Jana. Mira lo que va a pasar.

Vio como la figura sacaba un cuchillo. Era largo. Vio las tijeras en la otra mano. Miró el pelo de Franka y los cortes de su cabeza, y la oyó gemir, la sangre manaba de sus heridas.

«Primer piso —pensó Jana—. La cortina y detrás la ventana. Tengo que atreverme a hacerlo».

«Me tengo que tirar».

La figura cogió el cuchillo y las tijeras y subió encima de la cama.

Jana se levantó de un salto.

Pero el otro se le echó inmediatamente encima. Notó el cuchillo en la garganta.

—No, Jana —dijo—, esto no va así. Tienes que quedarte quieta, ¿me oyes? No quiero que te muevas.

Se apartó un momento y soltó el cuchillo y las tijeras. Se agachó sobre una mochila y sacó algo.

Jana tragó saliva.

Vio que la figura llevaba una jeringuilla en la mano.

Jana se volvió de nuevo hacia la ventana y se agarró a la cortina.

Pero entonces notó de nuevo aquel dolor, las cuchillas se le clavaron en la espalda y el otro la obligó a volverse hacia él. El cuchillo que asomaba de la máscara le golpeó en la cara.

Jana se encogió y soltó un grito.

Notó como la figura le clavaba la jeringuilla en el cuello.

—No —gimió Jana—, no.

Al instante fue como si todo a su alrededor se cubriera con un velo. Las extremidades le pesaban horrores.

La figura la acercó a la silla y ella se dejó caer.

Todo le daba vueltas.

Pero no perdió la conciencia.

No le quedó más remedio que mirar lo que sucedía ante sus ojos.

La figura regresó a la cama.

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