Por un momento creyó que caía, pero entonces cogió a Brotter por el cuello con la mano izquierda y se agarró al borde del tejado con la mano derecha, con fuerza.
El dolor en su brazo roto lo dejó sin aliento.
Soltó el cuello de Brotter, armó el puño y lo descargó.
Le dio a Brotter en la sien.
Le soltó otro puñetazo.
Seguidamente, las fuerzas empezaron a abandonar a Brotter.
La luz del atardecer incendió su abrigo.
Brotter intentó agarrarlo por el cuello de la camisa y arrastrarlo con él, pero Trojan le apartó las manos y le pegó una última patada.
Por un momento fue como si Brotter estuviera suspendido en el aire.
Y en ese momento cayó con un grito de horror.
Luchando contra su propio vértigo, Trojan lo vio caer.
El abrigo ondeó al viento y, por un instante, Brotter pareció un pájaro enorme que se precipitara hacia el Spree.
Trojan se tendió de espaldas.
El cielo giró sobre su cabeza.
Oyó voces, alguien hablaba con él. A su alrededor reinaba una gran agitación. Él habría querido alejarse, encontrar un rincón apartado, para él solo. Intentó estirar las extremidades pero no lo logró. De pronto algo le tocó la cara. Quiso apartarlo, pero no podía mover la mano. ¿Qué sucedía? Se sentía como si tuviera la mano aprisionada en un tornillo de banco.
Inspiró profundamente.
Abrió los ojos.
Había alguien inclinado sobre él. Un mechón de pelo le hizo cosquillas en la mejilla.
Trojan se encogió.
—Señor Trojan, ¿no dijo que quería irse a casa?
Se quedó mirando a la enfermera. El ambiente olía a desinfectante y a vendas esterilizadas.
Echó un vistazo a su alrededor. Estaba en el pasillo del ambulatorio.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Las ocho y media.
—¿De la tarde?
La enfermera esbozó una sonrisa amistosa.
—De la mañana.
Un paciente cruzó el pasillo en silla de ruedas.
—¿De qué día? —preguntó Trojan.
La enfermera volvió a sonreír.
—Del lunes veinticuatro de mayo. Fuera hace un tiempo fantástico.
De pronto las imágenes volvieron a su mente y vio la mueca de Brotter. Trojan le apartó la mano de un golpe y vio cómo caía.
—¿No se encuentra bien? —preguntó la enfermera. Trojan frunció el ceño—. ¿Tiene dolores?
Echó un vistazo a su brazo derecho. Lo llevaba enyesado. En algún momento de la noche debía de haberse quedado dormido en aquella silla de puro cansancio. Guardaba apenas un vago recuerdo de cómo después de que le curaran el brazo roto había querido irse a su casa.
—No, estoy bien —murmuró.
Le dedicó una inclinación de cabeza a la enfermera, se levantó y se dirigió a la salida.
Miró a través de la puerta de cristal. La enfermera tenía razón, fuera brillaba el sol. «Quién pudiera salir y pasárselo bien —pensó—. Olvidarse de todo al aire libre».
Entonces fue hasta la vitrina de cristal de información y acercó la cabeza al intercomunicador.
—Jana Michels. ¿En qué planta se encuentra, por favor?
El conserje tecleó algo en su ordenador.
—Medicina interna, planta siete. Utilice el ascensor de la izquierda.
Trojan le dio las gracias y se dirigió hacia el ascensor.
Al llegar al séptimo piso tuvo que sobreponerse a una leve náusea. ¿Cuándo había comido por última vez? Ni se acordaba.
Le pidió el número de habitación a una enfermera y ésta se lo dio.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Trojan.
La enfermera le dirigió una mirada grave.
—Se ha negado a que le administrásemos un sedante, pero por lo demás, y teniendo en cuenta las circunstancias, está bien.
Trojan asintió con la cabeza.
Respiró hondo varias veces. Acto seguido hizo girar el pomo y entró en la habitación.
La encontró junto a la ventana.
Tenía los ojos cerrados. Su pelo había perdido el brillo habitual y Trojan vio las partes chamuscadas. Se dio cuenta de que llevaba una gasa en la cara.
Cogió una silla, la acercó sin hacer ruido y se sentó junto a la cama.
Al cabo de un rato ella abrió los ojos y lo miró.
Trojan le dirigió una sonrisa vacilante.
—¿Cómo tienes el brazo? —le preguntó ella.
Él dio unos golpecitos en el yeso.
—Pronto volverá a estar como nuevo.
—¿Has podido dormir?
—Me he quedado roque en el ambulatorio. ¿Y tú?
Jana soltó un suspiro apenas audible.
Pasaron mucho rato en silencio.
—Todo ha terminado, ¿verdad? —preguntó ella por fin.
Trojan asintió.
Entonces vio como Jana se tensaba y fruncía el ceño. Finalmente hizo una mueca, como si le doliera algo.
—¿Lo han…?
Pero él le puso un dedo sobre los labios.
—Chsss, no hables —le dijo. Ella tenía los ojos vidriosos—. Estás a salvo, Jana.
—El abrigo… el pelo…
—No pienses en eso ahora.
—Y estaba…
—Todo se arreglará —susurró Trojan.
Jana volvió la cabeza hacia la ventana.
Él siguió su mirada. A través de los listones de la persiana se colaba la luz del sol de la mañana. A lo lejos se veían la Hauptbahnhof y el Spree. El Spree. Trojan sintió como el abismo volvía a abrirse bajo sus pies.
Cerró los ojos un momento.
Jana se volvió hacia él y acercó una mano por debajo de la colcha. Él se la cogió y se la apretó.
—Todo ha terminado —dijo él.
—Sí, ha terminado —repitió Jana, pero entonces las lágrimas asomaron a sus ojos y lloró en silencio.
Él le acarició la mano.
Estaba fría. Trojan pensó en lo mucho que había deseado poder cogerla de la mano y en que había muchas situaciones mucho más agradables que aquélla para hacerlo.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste vacaciones, Jana?
—No lo sé.
—¿Adónde te gustaría ir?
Ella intentó contener las lágrimas, se secó los ojos con la punta del camisón y lo miró en silencio.
—Yo hace mucho que no voy a ninguna parte —añadió Trojan—. No me apetecía viajar solo.
—En una sesión me contaste que habías hecho un viaje con Emily. Describiste con gran precisión el lugar al que habíais ido.
—Sí, estuvo muy bien.
—Me contaste todos los detalles, me hablaste mucho de tu hija. Aún es como si os viera a los dos ante mí, claramente.
Jana intentó sonreír.
—Me has ayudado mucho, Jana.
—Aún eres mi paciente, Nils.
—No, ya no lo soy.
Una vez más, Jana intentó sonreír, pero a media sonrisa se le heló el gesto. Entonces, con voz ahogada, dijo:
—¿Pero ha…? ¿Está…?
No pudo seguir.
Trojan tragó saliva.
—Lo tenemos —dijo—. Lo hemos pillado. No va a hacerle nada a nadie más.
—¿Está muerto?
Trojan asintió con la cabeza, con un gesto apenas perceptible.
Pasó un rato hasta que Jana pudo volver a hablar.
—Estaba en la sala contigua, cada vez que venías a una sesión él estaba allí.
Trojan cerró los ojos. No quería ni imaginárselo: Brotter en su consulta, con una sonrisa hipócrita en los labios. Todos los pacientes que confiaron en él.
Cuando volvió a abrir los ojos, ella lo miraba fijamente. Trojan le acarició suavemente la mejilla.
—Ahora descansa —le dijo—. Intenta dormir un poco. Por la tarde pasaré a verte otra vez, ¿vale?
Ella lo miró sin decir nada.
Trojan estuvo un rato más sentado junto a ella, en silencio. Finalmente se levantó, se despidió con una inclinación de cabeza y salió de la habitación.
Ante la puerta de la Charité encendió el teléfono.
Pulsó una tecla de acceso rápido y al momento tenía a Landsberg al aparato.
—¿Novedades?
—Todo sigue igual.
—¿Y los buzos?
—Han encontrado el abrigo.
—¿Sólo el abrigo?
—Están trabajando sin pausa. Lo estamos buscando también por la orilla, por todas partes —aseguró Landsberg con un suspiro—. No dejaremos piedra sobre piedra.
Trojan se frotó la frente con la mano sana.
—Lo vamos a encontrar, Nils. Encontraremos el cadáver.
Trojan no dijo nada.
—¿Tú estás bien? —preguntó Landsberg.
Trojan observó los gorriones que revoloteaban delante de la entrada. Se alejaban un momento, pero pronto regresaban; cada vez eran más, una bandada entera.
—¿Sigues ahí?
—Sí. Por ahora estoy bien.
—Oye, nadie sobrevive a una caída como ésa. Además, en ese punto el Spree no es muy profundo y…
—Ya lo sé.
Trojan oyó la respiración de Landsberg al otro lado de la línea.
—Y otra cosa: he hablado con el fiscal. Está dispuesto a archivar el caso por el suicidio de Moll durante el interrogatorio cuanto antes mejor.
—De acuerdo.
—Has hecho un buen trabajo, Nils.
—Gracias.
—Y en cuanto a Brotter, te tendré al corriente.
—Vale.
Colgaron.
Trojan paró un taxi.
Unos veinte minutos más tarde se detuvo delante de su casa de la Forsterstrasse. Pagó y salió del coche. Abrió el buzón y cogió los folletos publicitarios. Subió hasta la cuarta planta y entró en su piso.
Habría querido ducharse con abundante agua caliente, sacudirse las últimas cuarenta y ocho horas de encima. Sin embargo, aún se sentía torpe con el brazo enyesado, de modo que se limitó a colocar la cabeza bajo el grifo y a cepillarse los dientes.
A continuación se hizo un café.
Sacó un yogur de la nevera y empezó a comérselo, absorto.
Entonces, a través de la puerta abierta, vio el contestador automático. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que tenía un mensaje.
Trojan se levantó, fue hasta el pasillo y pulsó la tecla correspondiente.
«Tiene un mensaje», dijo el contestador.
A continuación se hizo el silencio.
Sólo se oía el leve zumbido del procesador.
Luego colgaron.
Trojan se quedó mirando la luz parpadeante.
Le temblaba la mano.
«Tranquilo —se dijo—. Los buzos van a encontrar el cadáver».
Se echó en la cama e intentó respirar normalmente. El corazón le latía con fuerza. Volvió a ver la mueca de Brotter, se vio a sí mismo luchando con él, en el tejado, y lo vio caer al vacío como en un bucle temporal, una y otra vez.
—Van a encontrar el cadáver —dijo en voz alta.
Inspiró y espiró, cada vez más profundamente.
Cerró los ojos.
Al cabo de un rato notó como sus músculos se relajaban.
«Lo hemos conseguido», pensó.
Aquella tarde, en cuanto saliera del colegio, llamaría a Emily. Tenían que volver a salir en barca, aunque no necesariamente por el Spree. Tal vez podían ir a Schlachtensee, o mejor aún a algún lago de fuera de la ciudad. Seguro que a Emily no le importaba encargarse de los remos, pues él no lo tendría fácil con el brazo enyesado.
También iría a visitar a Lene en el orfanato, pensó. Esperaba que la institución estuviera bien y que la pequeña se hiciera pronto amiga de otros niños.
Entonces vio la cara de Jana ante sus ojos. Estaba junto a su cama, se inclinó sobre él y le acarició la frente con la mano.
«Duérmete, Nils —le susurró—, todo irá bien».
Soñó que se dormían abrazados.
MAX BENTOW, es el pseudónimo de un autor berlinés nacido en 1966 que ha desarrollado una larga carrera como actor teatral y dramaturgo, una faceta por la que ha recibido numerosos premios.
La huella del pájaro
, su primera novela, que ha permanecido semanas en la lista de los diez libros más vendidos de
Spiegel
, inaugura la serie protagonizada por el comisario Nils Trojan.