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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (30 page)

BOOK: La huella del pájaro
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—Perdona, Dennis, pero esto no nos lleva a ninguna parte. Si Brotter hubiera alquilado una segunda casa a la que se hubiese llevado a Jana Michels, dudo que fuera tan burro como para pagar el alquiler desde su cuenta corriente.

Vio como Holbrecht se ruborizaba.

—Trojan tiene razón —murmuró Landsberg—. ¿Qué más? ¿Alguien tiene algo relevante?

Trojan se levantó y fue hacia la puerta.

—¿Adónde vas, Nils?

—No hacemos más que hablar y hablar —dijo entre dientes—, pero no avanzamos.

Oyó que Landsberg gritaba algo a sus espaldas, pero Trojan ya estaba en el rellano. Bajó corriendo por la escalera, salió de la comisaría y montó en su coche.

«Si yo fuera Brotter —pensó—, ¿qué haría? ¿Adónde iría?

»Tengo que ir a dar una vuelta.

»Brotter tiene un paciente que se ha encargado de alquilar los pisos de Coralie Schendel, Melanie Halldörfer y Michaela Reiter.

»El paciente muere en extrañas circunstancias».

Arrancó. Recorrió la Skalitzer Strasse y giró por la Schlesische Strasse, que terminaba en la Puschkin Allee. Al cabo de un momento llegó a la Elsenstrasse.

Detuvo el vehículo en el puente que cruzaba el Spree. Salió del coche y bajó por la escalera hasta la orilla del río. Vio las Treptowers y la escultura de los tres gigantes. Se acordó de la salida en barca con Emily y del ataque de la gaviota. Por un momento, le faltó el aire. Se subió el cuello de la chaqueta; bajo el puente soplaba un viento frío. Pasó por debajo de los dos puentes, el de los coches y el del metro y llegó a una curva. En aquel punto el Spree se ensanchaba y en el horizonte se insinuaba la enorme noria inmóvil del parque de atracciones abandonado. Una densa columna de humo se elevaba de la cementera. En la otra orilla podía ver las elegantes casas de Stralau, donde también residía Redzkow.

Trojan cruzó por el puente para peatones. A su lado pasó traqueteando un metro.

Se detuvo y echó un vistazo al Spree.

No podía inclinarse demasiado, la barandilla era excesivamente baja.

En ese momento cogió el móvil y llamó a la comisaría.

Fue Stefanie quien se puso al teléfono.

—Nils, ¿dónde te has metido? Landsberg está cabreado contigo.

—Me da igual —gruñó—. ¿Tienes la documentación del caso Matthias Leber por ahí?

—¿Para qué…?

—No me hagas preguntas ahora, por favor.

—Un momento. —Una vez más la oyó teclear—. Vale, tengo su expediente delante.

—¿En qué lugar exacto se produjo su muerte?

—Espera —respondió Stefanie, que estuvo un momento buscando—. Su cuerpo fue recuperado del río en el embarcadero para barcos de vapor de Treptower Park, pero murió al golpearse con la cabeza en una de las vigas metálicas del puente para peatones que conecta con Stralau. Encontraron sangre y restos de su cerebro en la viga.

Trojan vio las tres vigas que partían de la orilla del río y sustentaban el puente.

Caminó unos pasos hasta encontrarse justo encima de ellas.

«Me encuentro en el punto exacto en el que murió Matthias Leber —pensó—, y Brotter lo acompañaba, estoy seguro».

—¿Sigues ahí, Nils?

—Sí.

Se sentía ligeramente mareado. Clavó la mirada en las profundas aguas del río.

«Brotter debió de pegarle un empujón —se dijo—, exactamente aquí».

—Si no tienes más preguntas —dijo Stefanie—, tengo que colgar. Estamos recibiendo un aluvión de informaciones de la población que debo comprobar. Como no me dé prisa estaré pronto con el agua al cuello.

—Vale —dijo Trojan, y colgó.

Y en ese instante sintió como si lo atravesara un rayo.

¿Qué acababa de decir Stefanie?

¿Con el agua al cuello?

«Ya sé que estás con el agua al cuello, ambiciosa J. Mira, me solidarizaré contigo y bajaré a darme un chapuzón cerca del Badeschiff», había escrito Brotter en uno de sus e-mails. En su momento, aquello de «bajaré» le había parecido una forma de hablar.

Pero ¿y si hablaba literalmente?

El Badeschiff, la piscina flotante instalada en el Spree.

Se quedó helado durante unos segundos.

Y entonces echó a correr.

Era consciente de que se estaba agarrando a un clavo ardiendo, pero a lo mejor su instinto terminaba dándole la razón.

Volvió hacia atrás por el puente de peatones y se precipitó a todo correr por la orilla del Spree. Dejó atrás las Treptowers y las esculturas de los tres gigantes, y cinco minutos más tarde llegó con la lengua fuera a la zona del Badeschiff.

Entonces se detuvo y se concentró.

En el supuesto de que estuviera en lo cierto, ¿desde dónde podía haberle escrito Brotter aquel e-mail a Jana?

¿Qué había por ahí cerca?

El Arena, el Glashaus y…

¿Cómo se llamaba el edificio que había justo enfrente del Badeschiff?

Resolló y echó a correr de nuevo.

Pasó por entre los almacenes abandonados hasta llegar al Flutgraben, el canal secundario del Landwehrkanal que desembocaba en el Spree en aquel punto.

Allí había una vieja fábrica cuya fachada daba directamente al agua.

Si recordaba correctamente, en tiempos de la RDA aquello había sido un taller de reparación de camiones, reconvertido ahora en estudios de artistas.

Trojan tiró con fuerza de la puerta de hierro.

Estaba cerrada.

TREINTA Y TRES

La explanada de entrada al edificio terminaba bruscamente en la verja, atornillada a la fachada. Al otro lado, unos metros más abajo, el Flutgraben. Trojan trepó a lo alto de la verja y se agarró con fuerza a la fachada. Se dio impulso, alargó el brazo e intentó doblar la esquina del edificio. Clavó los dedos con fuerza en un hueco que quedaba entre dos ladrillos, mientras sus pies buscaban desesperadamente un punto de apoyo.

Trojan tomó conciencia del abismo sobre el que pendía y le entró miedo. Sin embargo, en aquel preciso instante logró apoyar los pies en un clavo que sobresalía de la fachada. Miró hacia arriba: el salidizo de la ventana del primer piso se encontraba aproximadamente un metro por encima de su cabeza. Apuntaló el pie derecho en el clavo más cercano y alargó la mano hacia el salidizo. Logró agarrarse, pero de repente le resbaló el pie y se quedó colgando, agarrado al muro con una sola mano. Notó una abrasadora explosión de dolor en la punta de los dedos y le temblaron los músculos. Entonces apoyó el otro pie en la pared y se agarró al salidizo también con la mano izquierda.

Se dio impulso con pies y manos.

Los pies le resbalaron de nuevo, pero por fin encontraron otro clavo en el que apoyarse.

Se impulsó con los brazos y colocó primero una rodilla encima del saledizo y luego la otra.

Finalmente estuvo frente a la ventana y acercó la cara al cristal.

Vio a una persona vestida con un peto, acuclillado delante de un lienzo en blanco en el que tan sólo podía verse un pequeño punto rojo.

Trojan golpeó el cristal.

No pareció que el hombre del peto lo oyera.

El tipo se levantó, se acercó al cuadro y volvió a alejarse.

Trojan volvió a golpear el cristal, ahora más fuerte.

Por fin, el otro tipo reaccionó: dio media vuelta y se quedó mirándolo, atónito.

Trojan le hizo un gesto para que abriera la ventana.

Desconcertado, el tipo dijo que no con la cabeza.

Por lo tanto, Trojan empezó a golpear el cristal con el codo derecho, con intención evidente de romperlo, mientras con la mano libre se agarraba al ángulo de la pared.

Sin embargo, antes de que pudiera romper el cristal, el tipo del peto se acercó a la ventana y la entreabrió.

Trojan empujó desde fuera, abrió la ventana y se metió en el estudio de un salto.

—¿Pero… esto qué es?

Trojan le mostró la placa.

—¿Le dice algo el nombre de Gerd Brotter?

El otro negó con la cabeza.

—¿Ha visto por aquí hace poco a un tipo con el pelo rubio claro, de metro ochenta, posiblemente acompañado por una mujer rubia con cortes en la cara?

El otro volvió a negar en silencio a modo de respuesta.

Trojan se frotó los dedos doloridos.

—¿Cuántos artistas trabajan aquí?

Finalmente el otro tipo abrió la boca.

—Depende del día y de la época. Muchos de los estudios están subalquilados y los domingos no hay mucho movimiento.

—¿Tiene conserje el edificio?

—Sí, pero los fines de semana no está.

Trojan resolló. Echó un vistazo a su alrededor, se acercó al portón de entrada del estudio y salió al pasillo. Fue corriendo a la siguiente puerta, pero estaba cerrada.

Entonces regresó al estudio y preguntó:

—¿Tiene la llave de la escalera?

—Sí.

—Démela.

El artista se quedó inmóvil.

—Rápido, joder, ¡hay una vida en juego!

—Pero es que la necesito.

—¡Que me dé la llave! —repitió Trojan entre dientes.

De mala gana, el tipo se sacó un manojo de llaves del bolsillo del peto y se lo lanzó.

—Es la de la anilla roja —dijo—. Sirve para abrir las puertas del pasillo y la de la escalera; las de los estudios no, claro.

Trojan salió corriendo.

—Me las va a devolver, ¿no? —gritó el otro a sus espaldas.

Trojan abrió la puerta y se encontró en una galería. Por una ventana se veía el Flutgraben y más lejos el Spree. Cruzó la galería y llegó a otra puerta; la abrió y salió a una amplia escalera.

Iba a tener que buscar piso por piso.

Abrió otra puerta, tras la cual se extendía un largo vestíbulo con puertas a ambos lados. En algunas de las puertas había un letrero con el nombre del artista que alquilaba el estudio, en otras había símbolos. Tiró de una maneta, en vano, y lo intentó con la llave, pero era cierto, no encajaba. Volvió a salir a la escalera y subió al siguiente piso. También allí encontró un vestíbulo alargado con puertas.

Todas las puertas estaban cerradas.

Reinaba un silencio absoluto.

Pensó un momento, pero finalmente volvió a salir a la escalera.

En el vestíbulo del siguiente piso había un ventanal que daba a la parte trasera del edificio. Trojan echó un vistazo a los techos de los viejos almacenes e intentó formarse una imagen mental de la planta del edificio. Si no se equivocaba, detrás de la puerta del otro extremo del vestíbulo debía de haber una escalera que comunicaba con la siguiente sección del edificio.

Ya casi había llegado a la puerta cuando un sonido lo detuvo en seco.

Dio media vuelta.

Retrocedió lentamente por el vestíbulo. Se quedó quieto y aguzó el oído.

Durante un instante sólo hubo silencio, pero de repente volvió a oír aquel ruido. Parecía algo blando golpeando contra una madera.

Vio que en un rincón había una puertecita y se acercó a ella. Estaba cerrada. Volvió a probar la llave, pero tampoco encajaba.

Sin embargo, y a diferencia del resto de las puertas, ésta no era de metal, sino de madera. Y estaba medio podrida. Trojan empezó a pegarle patadas.

Pronto logró romper una de las tablas de madera. Metió la mano por la grieta y palpó hasta encontrar el cerrojo.

Abrió la puerta y dio un paso hacia atrás.

Lo envolvió un súbito revoloteo.

Todo se llenó de plumas.

Los frailecillos se arremolinaron por todo el vestíbulo, batiendo las alas y piando como locos.

Había muchos, una bandada entera.

Trojan se cubrió la cabeza con los brazos.

Respiró hondo. «Concéntrate —se dijo—, estás cerca de tu objetivo».

Se acercó a la puerta metálica que daba a la siguiente sala e hizo girar la maneta con cuidado, pero también estaba cerrada. Pegó el oído a la puerta.

Tan sólo oyó el latido de su corazón desbocado.

Inspeccionó la cerradura.

Se hizo a un lado, desenfundó la pistola y apuntó.

Apretó el gatillo.

La bala salió rebotada y cruzó todo el vestíbulo.

Los pájaros batieron las alas aún más frenéticamente y chocaron contra ventanas y paredes. Algunos cayeron al suelo.

Trojan apretó el gatillo otra vez, y otra más.

Finalmente la cerradura cedió.

Metió un nuevo cargador en la recámara, el último que le quedaba.

Abrió la puerta y se encontró en un diminuto vestíbulo. Del techo colgaban innumerables cortinas y trapos, que chocaban contra su cara. Tuvo que abrirse paso palpando con manos y pies.

Al fin llegó a una sala con los techos altos, sumida en una luz crepuscular; todas las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas. En una pared había una cama individual, un catre, en realidad. Las sábanas estaban manchadas de sangre.

Trojan levantó el arma y abrió la siguiente puerta.

Lo que vio detrás de ésta lo dejó sin aliento.

Había unos zancos gigantescos. Y encima de éstos había una persona, abierta de piernas.

Era Jana.

Trojan se fijó en su pelo.

Lo llevaba recogido en un sinfín de coletas.

Las coletas apuntaban hacia el techo.

Allí había un riel y, montado encima de éste, un armazón con ruedas del que colgaba un gancho industrial. Las coletas de Jana estaban unidas a ese gancho con una cadena.

Debajo de ella, en el suelo, justo entre sus piernas, había una máscara de pájaro. El pico era un largo cuchillo, unido a una abrazadera metálica. La abrazadera estaba atornillada al suelo.

Jana se balanceó, manteniendo a duras penas el equilibrio sobre los zancos.

Si dejaba caer los zancos, quedaría colgando tan sólo por el pelo. En cuanto se le rompieran las coletas, se precipitaría directamente encima del cuchillo.

Trojan no se atrevió a susurrar su nombre.

Pero ella ya lo había visto.

Los ojos de Jana se volvieron lentamente hacia él.

Pero entonces los zancos empezaron a balancearse.

Trojan apartó la mirada y estudió lo que había a su alrededor.

Se fijó en las fotos de las paredes.

Se trataba de una serie que documentaba la pérdida del pelo de las víctimas y su progresivo tormento.

En un rincón había dos maniquís desnudos.

Trojan barrió el estudio con el arma.

Dio un paso hacia delante, sin apartar el dedo del gatillo.

Intentó respirar sin hacer ruido.

En una pared había una estantería industrial que llegaba hasta el techo. Estaba llena de utensilios para pintar, bobinas de papel y montones de lienzos, y cajas de cartón de varias medidas.

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