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Authors: Max Bentow

Tags: #Policíaco

La huella del pájaro (27 page)

BOOK: La huella del pájaro
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Desde luego le parecía mucho más útil que quedarse de brazos cruzados en el coche.

Iba ya a salir cuando sonó el móvil.

Era Stefanie.

—No me preguntes cómo lo he logrado tan rápido, pero los de web.de han sido muy cooperativos; tengo a un conocido que trabaja allí. En cualquier caso, tengo acceso a los e-mails de Leber.

—¿Y bien? —preguntó Trojan con voz temblorosa—. ¿Has encontrado algo relevante?

—Hay mucha correspondencia de negocios, pero he descubierto que se enviaba e-mails a otra dirección registrada también a su nombre.

—¿Qué tipo de e-mails?

—Parecen copias de seguridad.

—¿Copias de qué?

—No lo sé muy bien, pero parecen notas personales.

—Stefanie, ¿me puedes enviar los e-mails al móvil? ¿Se puede hacer eso?

—Espera. —La oyó teclear frenéticamente—. Ya está —dijo al fin—, en tres minutos tendrías que haberlo recibido todo. No cuelgues.

Trojan empezó a sudar.

Contó mentalmente los segundos para no perder la calma.

Por fin los e-mails aparecieron en la pantalla de su móvil.

Habían sido enviados desde [email protected] y [email protected].

—Desván del miedo —murmuró Trojan.

Entonces empezó a leer.

Los mensajes eran en su mayoría frases cortas.

5.4.09

Cornelia no puede saber nada.

28.4.09

Tengo miedo.

17.5.09

A veces, la necesidad se hace insoportable, pero al final logro controlarme.

3.6.09

Quiero hablar, sólo hablar. Pero no puedo contárselo a Cornelia, eso es evidente.

29.6.09

Hoy ha ido mejor. He estado con ÉL. Desprende una luz que me tranquiliza mucho. La primera media hora ha sido muy útil. Luego ha sido todo agotamiento, lágrimas.

6.8.09

He hablado con ÉL sobre mi experiencia con la prostituta. De repente lo he visto todo bajo otra luz, como si fuera algo casi natural. Asombro.

La siguiente entrada llevaba fecha de casi medio año más tarde:

8.2.10

Hoy Cornelia ha querido acostarse conmigo. Me he inventado excusas. Demasiado trabajo, el zumbido en los oídos. Siempre el zumbido en los oídos. Cornelia es tan comprensiva. He sentido vergüenza de mí mismo, maldita sea, tanta vergüenza.

19.2.10

ÉL dice que es normal, que tengo que ceder a mis necesidades.

23.2.10

Esta noche he soñado con ÉL. Me acariciaba la mejilla, era muy tierno conmigo. He despertado del susto.

24.2.10

Estoy destrozado. He hablado con el doctor B. He llorado mucho.

25.2.10

El doctor B. es mi salvación. Llevo varias noches sin dormir. Cornelia también pasa las noches en vela.

1.3.10

ÉL me ha hecho una propuesta. Yo ya no logro pensar con claridad. Hay que confiar en los demás, hay que confiar.

4.3.10

Cuando estoy con ÉL es un breve respiro. Pero al mismo tiempo siento que cada vez tiene más poder sobre mí. ÉL dice que es completamente normal.

5.3.10

¿Qué es la normalidad?

6.3.10

El doctor B. dice que me sentiré aliviado. El Dr. B. dice que tengo que coger las llaves.

6.3.10

¡Que las tire desde el puente! Otra vez he llorado mucho.

Trojan se acercó el móvil al oído.

—¿Éste es el último e-mail? —le preguntó a Stefanie—. ¿«Que las tire desde el puente»?

—Sí.

—¿A qué se refería?

—Imagino que a las llaves.

—Tres días antes de su muerte —murmuró Trojan—. Gracias Stefanie, vuelvo a llamarte enseguida.

Pulsó la tecla roja, salió del coche, se acercó al edificio de enfrente y llamó al timbre de Cornelia Leber.

Al llegar al tercer piso, encontró a la mujer esperándolo en la puerta.

—Señora Leber —le dijo sin rodeos—, ¿le dice algo el nombre doctor B.?

—¿Doctor B.? ¿Quién es?

—¿Siguió su marido algún tipo de tratamiento? ¿Con algún médico o algo así?

—No.

—¿Está segura?

Hubo una larga pausa. Trojan intentó mantener la compostura.

«Tranquilo —pensó—, tranquilo, que se tome su tiempo».

Finalmente, en tono vacilante, la mujer dijo:

—No sé si es relevante, pero desde hacía tres meses iba una vez por semana a unas sesiones de
coaching
profesional.

—¿De
coaching
?

—Sí, por lo menos así es como las llamaba él. Eran siempre los jueves por la tarde. Cuando volvía estaba siempre destrozado, creo que lo sometían a mucha presión.

Trojan resolló.

—Un momento, por favor —le dijo a la mujer; entonces llamó a Gerber—: Ronnie, ¿estáis aún en las oficinas de la inmobiliaria?

—Sí —respondió Gerber.

—¿Está Redzkow por ahí?

—Sí, lo tengo aquí.

—Pregúntale si últimamente mandó a sus empleados a sesiones de
coaching
.

—Vale, un momento.

La señora Leber se lo quedó mirando.

—¿No me cree?

Trojan le dirigió un gesto tranquilizador y entonces volvió a oír la voz de Gerber al teléfono.

—Redzkow asegura que no sabe nada de ningún
coaching
.

—Vale, gracias.

Trojan colgó y se volvió de nuevo hacia la mujer.

—¿Puedo pasar?

Cornelia Leber asintió y lo acompañó de nuevo a la sala.

—Señora Leber, por favor, intente concentrarse. ¿Tiene alguna idea de dónde podía ir su marido los jueves?

La mujer tenía los ojos enrojecidos. Se pasó la mano por la frente.

—Una vez me topé con él por casualidad, un jueves por la tarde —dijo en voz baja.

—¿Dónde fue eso?

—Cerca de la estación de metro de Kleistpark.

—¿En Schöneberg?

La mujer asintió con la cabeza.

—Se comportó de forma muy extraña conmigo, estaba como ausente y frío.

Trojan se la quedó mirando fijamente.

—Doctor B. —murmuró—, en Schöneberg.

De pronto se le heló la sangre en las venas.

La estupefacción lo atenazó durante unos segundos.

Y a continuación se marchó corriendo del piso, sin decir palabra.

VEINTINUEVE

Jana abrió los ojos y se encogió al instante: temía aquel aleteo, aquel revoloteo febril.

Pero no había nada.

El pájaro había desaparecido.

Sólo había silencio.

Y el zumbido en sus oídos.

Experimentó un intenso mareo, la habitación empezó a girar a su alrededor, cada vez más rápido.

Cerró los ojos con fuerza. Cuando los volvió a abrir la situación se había calmado.

Jana miró a su alrededor.

Había alguien sentado junto a la cama.

Su cara se volvió primero borrosa, luego más nítida, y finalmente borrosa de nuevo.

—¿Dónde estoy? —preguntó Jana.

El hombre de la silla sonrió.

Entonces alargó la mano hacia ella y le acarició la frente. A Jana le faltó el aire.

—Tranquila, Jana, cálmate —dijo el hombre, y apartó la mano.

La habitación volvió a dar vueltas a su alrededor.

Era una habitación de techos altos. Hacía frío.

Se estremeció.

Jana conocía a aquel hombre, estaba confusa.

—Estás sobreexcitada, Jana. ¿Qué te pasó?

Jana movió primero las manos y luego los pies. No halló resistencia alguna, no se oyó ningún chirrido metálico. Pero se sentía débil, sumamente débil, notaba un vacío en la cabeza.

—¿Dónde estoy? —volvió a preguntar.

El hombre sonrió.

—En mi casa —dijo.

Tenía las manos encima del regazo. Jana le buscó el rostro.

—Gerd —dijo entonces en voz baja.

Gerd Brotter sonrió.

—Pobre Jana. Tuve que darte un calmante.

Un torbellino de imágenes se arremolinó dentro de su cabeza, Jana vio la sangre y la cabeza sin pelo.

Vio los ojos apuñalados.

Se le aceleró el pulso.

—El pájaro —dijo.

Brotter enarcó las cejas.

—¿Qué pájaro?

Se le agarrotó la nuca. Quería levantar la cabeza, incorporarse, pero estaba demasiado débil.

—Jana, has estado soñando. Has tenido unas pesadillas horribles.

Lentamente, Jana se llevó la mano a la cara. Notó los cortes de la mejilla y los labios hinchados; notó el latido del corazón en las heridas. No, no había soñado.

Intentó incorporarse de nuevo.

Brotter le acarició el brazo.

—Quédate echada, intenta calmarte.

Su voz era afable y autoritaria al mismo tiempo.

Jana notó como el pánico le oprimía la garganta.

—Tengo que llamar a Trojan —balbució.

Si no se sintiera tan débil…

—¿Trojan? —preguntó Brotter—. ¿No te referirás al poli ese? Es paciente tuyo, Jana —añadió, con voz más grave—, no lo olvides.

Jana gimió, en voz baja.

Él se inclinó hacia delante. Jana notó su respiración sobre la cara; le resultó desagradable.

—¿Qué quieres de él? ¿Qué quieres de ese tal Trojan, eh?

Acercó aún más la cara a la de ella.

Jana estaba hecha un lío. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Cómo era posible que de repente estuviera con su compañero de despacho?

Tenía todo el cuerpo atenazado por el miedo.

Y lo sabía, sabía que todo aquello no era una pesadilla, sino la realidad.

—¿Qué significa para ti? ¿Sientes algo por él?

Jana respiró pesadamente.

—Ten cuidado, Jana, no cometas un error. Debemos mantener la distancia con nuestros pacientes.

Jana jadeó, no le salía la voz.

Él se reclinó en la silla.

—¿Quieres que lo llame? ¿Le digo que ya te encuentras mejor?

Ella miró a su alrededor. No conocía aquella habitación de techos altos.

¿Dónde estaba? ¿Y de dónde había salido Brotter?

Quiso levantarse. Hizo acopio de fuerzas, pero entonces vio la jeringuilla en la mano de su colega.

—Estás aún demasiado agitada, Jana. No eres capaz de pensar con claridad.

Vio como de la jeringuilla salía un líquido incoloro. Brotter le cogió el brazo.

—Esto te vendrá bien, Jana.

—No —balbució ella, y meneó la cabeza.

—Pero Jana —dijo él, clavándole los dedos en la piel—, sé razonable.

Logró resistirse un momento, pero finalmente él se inclinó sobre ella y le clavó la aguja en el cuello.

—No, por favor, no —gimió Jana.

Inmediatamente se le nubló el campo de visión.

Pero no se desmayó y siguió oyéndolo hablar.

—Sólo quiero ayudarte, Jana. Viniste a verme, estabas confundida. ¿Qué te pasó?

Volvió a ver la imagen de Franka, con la cabeza sin pelo y los ojos vacíos.

Pronunció su nombre, balbuciendo.

Brotter ladeó la cabeza.

—¿Franka Wiese? —preguntó—. ¿Y ésa quién es?

Jana intentó responder, pero le pesaba mucho la lengua.

—Una paciente mía —dijo, arrastrando las palabras. Respiró hondo—. La han asesinado. Yo lo vi, lo vi todo.

Brotter apoyó los codos sobre las rodillas y la barbilla sobre las manos.

—¿Qué viste? —preguntó. Le hablaba con voz sosegada, como si fuera una de sus pacientes.

Jana sintió como se le aceleraba el pulso.

—Al asesino —susurró.

Brotter hizo una mueca.

—¿Y qué aspecto tenía?

—Llevaba una máscara de pájaro. Y un cuchillo. El cuchillo era el pico.

Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Brotter se rió.

—¿Una máscara? —dijo—. ¿Y un pico? Qué grotesco.

—Tengo que llamar a Trojan.

—Y dale con el policía, ¡menuda fijación, Jana!

—Deja que me vaya —gimió—, por favor.

Él abrió los brazos, con un suspiro.

—Vete —dijo—, si no quieres que te ayude, levántate, adelante.

Jana intentó concentrarse. Debía pasar primero una pierna por encima del borde de la cama, luego la otra, y al mismo tiempo ponerse de lado. Tenía el brazo derecho como entumecido, era incapaz de moverlo.

Miró hacia el suelo, que empezó a girar.

Tuvo la sensación de que iba a caerse de la cama.

Entonces vio las manchas de sangre sobre su vestido. Se volvió a echar, consternada.

Se dio cuenta de que de repente él tenía la cara muy cerca de la suya.

—Ay, Jana, ¿de verdad no me reconoces?

Ella buscó desesperadamente sus ojos.

—¿Cuántos años hace que trabajamos puerta con puerta? —le preguntó.

Sus labios se movieron, pero tuvo que concentrarse mucho antes de poder hablar.

—Dos años —susurró.

—Dos y medio —la corrigió él. Entonces cruzó los brazos sobre el pecho y le dirigió una oscura mirada—. ¿Por qué has sido siempre tan distante conmigo, Jana?

Por un momento, Jana tuvo la sensación de que iba a desmayarse de nuevo.

A lo mejor sería un alivio.

Derrumbarse.

Dejarse arrastrar, lejos de allí.

Pero cuando volvió a abrir los ojos él seguía ahí, junto a la cama.

Y entonces oyó el aleteo.

Tenía algo escondido bajo la chaqueta.

Algo aleteaba bajo la tela.

Él sonrió.

Se desabrochó un botón y metió la mano bajo la solapa.

Volvió a sacarla: en la mano había un pajarillo.

Lo estrujó con placer evidente.

Jana oyó el chasquido con el que aplastó el pájaro ante sus ojos.

La sangre corrió por la mano del psicólogo.

Una mueca le deformaba la cara, le centellearon los dientes.

Finalmente abrió la mano y empezó a arrancarle las plumas al pájaro.

Dejó caer algunas encima de la cama.

—Jana —dijo en voz baja—, ¿ves ahora mi verdadero rostro?

TREINTA

En la Langenscheidtstrasse, Trojan giró y tomó la Crellstrasse. Los hombres del grupo de operaciones especiales habían llegado antes que él. Trojan aparcó con una rueda encima de la acera, salió volando del coche y entró precipitadamente en el edificio.

En el tercer piso, encima de la consulta, había un operario con casco y chaleco antibalas arrodillado ante la puerta, taladrando el cerrojo.

El taladro emitía un zumbido apenas audible.

Landsberg, Gerber y Kolpert, apostados detrás de los hombres armados con metralleta, saludaron a Trojan con la cabeza.

Éste contuvo el aliento.

En la escalera reinaba el silencio.

El agente del casco levantó tres dedos.

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