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Authors: Oscar Wilde

Tags: #Humor, teatro

La importancia de llamarse Ernesto (4 page)

BOOK: La importancia de llamarse Ernesto
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JACK.—¡Oh! Esa opinión es una estupidez.

ALGERNON.—¿Y qué le has comentado de tu hermano? Del derrochador de Ernesto

JACK.—¡Oh! Antes de que termine la semana me habré desembarazado de él. Diré que una apoplejía acabó con su vida en París. Muchísimas personas mueren súbitamente de esa enfermedad, ¿acaso no es verdad?

ALGERNON.—Es verdad; sin embargo, ese padecimiento es hereditario, mi preciado amigo. Es uno de los males que vienen de familia. Es mejor que digas que falleció de un grave resfriado.

JACK.—¿Tienes la certeza de que un grave resfriado no es hereditario, ni nada por el estilo?

ALGERNON.—¡Por supuesto que no lo es!

JACK.—En tal caso, está bien. Mi infeliz hermano Ernesto murió en París de un grave resfriado. Ya me he deshecho de él.

ALGERNON.—No obstante, ¿creí que me dijiste que… la señorita Cardew estaba muy interesada en tu desdichado hermano Ernesto…? ¿No i sufrirá ella mucho con la muerte de tu hermano?

JACK.—¡Oh! La cosa ira bien. Cecilia no es una muchacha torpe, romántica. Tiene buen apetito, da largos paseos y no presta ninguna atención a sus clases.

ALGERNON.—Me encantaría realmente conocer a Cecilia.

JACK.—Me cuidaré mucho de impedírtelo. Es sumamente hermosa, y tiene dieciocho años recién cumplidos.

ALGERNON.—¿Y le has comentado a Gwendolen que tienes una pupila exageradamente hermosa y de sólo dieciocho años?

JACK.—Uno no puede hablar súbitamente de estas cosas a la gente. Talgo la certeza de que Gwendolen y Cecilia acabaran siendo íntimas amigas. Te apuesto lo que quieras a que después de media hora de conocerse se estarán llamando recíprocamente hermanas.

ALGERNON.—Las mujeres únicamente hacen eso luego de que se han llamado un montón de cosas primero. Ahora, mí estimado amigo, si queremos tener una buena mesa en Wíllis, tenemos que ir a cambiarnos inmediatamente. ¿Sabes que son cerca de las siete?

JACK.—
(con enfado)
¡Oh! Siempre son cerca de las siete.

ALGERNON.—Bueno, pero yo tengo hambre.

JACK.—No sería la primera vez que lo supiese.

ALGERNON.—¿Luego de cenar, a dónde iremos? ¿Al teatro?

JACK.—¡Oh, no! Me resulta enfadoso escuchar.

ALGERNON.—Está bien, iremos al club.

JACK.—Tampoco estoy de acuerdo; odio hablar.

ALGERNON.—Entonces podríamos dar una vuelta por el Empire a las diez.

JACK.—¡Oh, no! Me resulta intolerable mirar ciertas cosas. ¡Es tan insulso!

ALGERNON.—Bueno, entonces ¿qué propones hacer?

JACK.—Disfrutar del ocio.

ALGERNON.—Es sumamente fastidioso estar inactivos. De cualquier modo, no estoy dispuesto a ese penoso trabajo si no tiene algún propósito.

Entra Lane.

LANE.—¡La señorita Fairfax!

Entra Gwendolen, se retira Lane.

ALGERNON.—¡Gwendolen, a fé mía!

GWENDOLEN.—Algy, por favor vuélvete de espaldas. Quiero decirle algo muy personal al señor Worthing.

ALGERNON.—En verdad, Gwendolen, dudo mucho que pueda aceptar lo que me pides.

GWENDOLEN.—Algy, con frecuencia asumes una actitud rigurosamente inmoral con la vida. No eres aún lo suficientemente viejo para impedírmelo.

Algernon se retira hacia la chimenea.

JACK.—¡Amada mía!

GWENDOLEN.—Ernesto, tal vez nunca nos casemos. Por la expresión que he visto en el rostro de mi madre, temo mucho que así sea. En la actualidad muy pocos padres hacen caso de lo que dicen los hijos. El antiguo respeto que se tenía a los hijos se está disipando rápidamente. Si alguna vez tuve cierta influencia en mamá, la perdí cuando yo tenía tres años de edad. Sin embargo, aunque pueda yo casarme con otro y casarme muchas veces, nada de lo que ella pueda hacer podrá cambiar el inquebrantable amor que te profeso.

JACK.—¡Amada Gwendolen!

GWENDOLEN.—La historia de tu romántico origen, tal como me la ha narrado mi madre, prescindiendo de los desagradables comentarios, ha sacudido, como es natural, las fibras más recónditas de mi alma. Tu nombre tiene un encanto irresistible. La sencillez de tu carácter te hace exquisitamente incomprensible para mí. Ya cuento con tu dirección en la ciudad de Albany. ¿Cuál es tu dirección en el campo?

JACK.—Casa solariega de Manor, en Woolton, condado de Herdfort.

Algernon, que ha estado escuchando con mucha atención, sonríe para sí mismo y anota la dirección en el puño de su camisa. Después toma la guía de trenes.

GWENDOLEN.—Supongo que habrá un buen servicio postal. Puede ser necesario que tome una decisión desesperada. Eso, claro está, requiere de una seria reflexión. Te enviaré cartas todos los días.

JACK.—¡Mi único amor!

Gwendolen.—¿Hasta cuándo permanecerás en Londres?

JACK.—Hasta el lunes.

GWENDOLEN.—¡Bien! Algy, ya puedes volverte.

ALGERNON.—Gracias, ya me había vuelto.

GWENDOLEN.—También puedes llamar al timbre.

JACK.—¿Me permites acompañarte hasta tu coche, amada mía?

GWENDOLEN.—Sí.

JACK.—
(a Lane, que entra)
Yo acompañaré a la señorita Fairfax.

LANE.—Como usted ordene, señor.

Salen Jack y Gwendolen. Lane presenta a Algernon varias cartas en una bandeja. Puede presumirse que son facturas, pues Algernon, luego de observar los sobres, las hace pedazos.

ALGERNON.—Sírvame una copa de jerez, Lane.

LANE.—Sí, señor.

ALGERNON.—Lane, mañana voy a bunburizar.

LANE.—Está bien, señor.

ALGERNON.—Es probable que vuelva hasta el lunes. Prepáreme mis trajes, la chaqueta del esmoquin y el vestuario completo de Bunbury.

LANE.—Inmediatamente, señor.

Deja el jerez encima de la mesa.

ALGERNON.—Ojalá que mañana haga buen día, Lane.

LANE.—Es muy raro que haga buen día, señor.

ALGERNON.—Es usted demasiado pesimista.

LANE.—Hago lo que puedo por agradarle, señor.

Entra Jack. Se retira Lane.

JACK.—¡Qué múchacha tan juiciosa, tan perspicaz! La única muchacha que me ha interesado en mi vida.
(Algernon ríe insolentemente.)
¿Qué dije que te causó tanta gracia?

ALGERNON.—¡Oh! Sólo estoy un poco preocupado por ese desdichado de Bunbury.

JACK.—Si no eres prudente, tu querido amigo Bunbury te meterá en un serio lío un día de éstos.

ALGERNON.—Me agradan los líos. Son las únicas cosas que jamás han sido serias.

JACK.—¡Oh! ¡Esas son estupideces! ¡Sólo dices estupideces!

Jack le observa enfadado y se retira del salón. Algernon enciende un cigarro, lee lo que ha escrito en el puño de su camisa y sonríe.

ACTO SEGUNDO

Jardín en la residencia solariega de Manor. Una escalinata de piedra gris lleva a la casa. El jardín, a la antigua, está repleto de rosas. Época, mes de julio. Sillas de mimbre y una mesa atiborrada de libros se encuentran bajo un enorme tejado.

La señorita Prism aparece sentada a la mesa. Al fondo, Cecilia regando las flores.

SEÑORITA PRISM.—
(llamando)
¡Cecilia! ¡Cecilia! Indiscutiblemente, una tarea tan utilitaria como la de regar las flores es más bien un deber de Moulton que tuya. Principalmente en este momento en que le aguardan los placeres intelectuales. Su gramática alemana está encima de la mesa. Te suplico que la abras por la página quince. Repasaremos la lección de ayer.

CECILIA.—
(aproximándose muy despacio)
Pero a mí no me agrada el alemán. Es un idioma que no sienta absolutamente nada bien. Sé perfectamente que parezco feísima después de mi lección en ese idioma.

SEÑORITA PRISM.—Niña, sabes perfectamente que tu tutor está muy ansioso de que mejores en todos los aspectos. Ayer, cuando salió hacia Londres, hizo particular hincapié en tu alemán. En realidad, insiste siempre sobre el alemán cuando se va a Londres.

CECILIA.—¡Es tan serio mi querido tío Jack, que a veces pienso si no se encontrará del todo bien!

SEÑORITA PRISM.—
(levantándose)
Tu tutor goza de una inmejorable salud, y su sensata conducta es muy loable en alguien tan joven como lo es él. No conozco a nadie que tenga un sentido tan alto del deber y de la responsabilidad.

CECILIA.—Me imagino que ésa debe ser la causa de que parezca tan aburrido cuando estamos los tres juntos.

SEÑORITA PRISM.—¡Cecilia! Me sorprendes. El señor Worthing ha tenido muchas tribulaciones así su vida. La indolencia, la diversión y la ordinariez no tienen cabida en su conversación. Debes recordar la inquietud constante en que le tiene su hermano, ese infeliz joven.

CECILIA.—Me agradaría que el tío Jack permitiese a ese infeliz joven que viniese por aquí alguna vez. Podríamos ejercer una influencia en él, señorita Prism. Tengo la certeza de que usted lo haría. Usted sabe alemán y geología, y cosas por el estilo que influyen considerablemente en un hombre.

Cecilia comienza a escribir en su diario.

SEÑORITA PRISM.—
(moviendo delicadamente la cabeza para demostrar su desaprobación)
Dudo que pudiera producir el menor efecto en un carácter, de acuerdo con lo admitido por su propio hermano, irremediablemente débil y vacilante. En verdad, no tengo la certeza de que quisiera yo reformarle. No estoy a favor de esta manía moderna de transformar gente mala en gente buena en un santiamén. Que cada cual recoja lo que sembró. Debes cerrar tu diario, Cecilia. No veo ninguna razón por la que debas anotar en él.

CECILIA.—Lo llevo para anotar los secretos maravillosos de mi vida. Si no los apuntase, probablemente los olvidaría por completo.

SEÑORITA PRISM.—La memoria, mi querida Cecilia, es el diario que todos llevamos con nosotros.

CECILIA.—Sí; pero, generalmente, sólo registra las cosas que no han sucedido ni podrían suceder. Creo que la memoria es responsable de casi todas las novelas de tres tomos que Mundi nos remite.Señorita

SEÑORITA PRISM.—No hables con desprecio de las novelas entres tomos, Cecilia. Yo también escribí una en mis años juveniles.

CECILIA.—¿Es verdad, señorita Prism? ¡Qué maravillosamente perspicaz es usted!… ¿Me figuro que no acabaría bien? No me agradan las novelas con finales felices. Me deprimen muchísimo.

SEÑORITA PRISM.—Los buenos terminan felizmente, y los malos acaban mal. Esto es el significado de la ficción.

CECILIA.—Me lo imagino. Sin embargo, parece demasiado injusto. ¿Y publicaron su novela?

SEÑORITA PRISM.—¡Ay, no! Por desgracia abandoné el manuscrito.
(Cecilia se estremece.)
Quiero decir que lo extravié. Pero estas consideraciones son totalmente innecesarias para tus trabajos.

CECILIA.—
(sonriendo)
Pero aquí veo a nuestro apreciado doctor Chasuble, que viene por el jardín.

SEÑORITA PRISM.—
(levantándosey aproximándose)
¡Doctor Chasuble! ¡Es para mí una verdadera satisfacción!

Entra el canónigo Chasuble.

CHASUBLE.—¿Cómo amaneció, señorita Prism?, supongo que estará bien.

CECILIA.—Hace unos momentos la señorita Prism se quejaba de un leve dolor de cabeza. Creo que le sentaría bien dar un breve paseo con usted por el parque.

SEÑORITA PRISM.—Cecilia, en ningún momento te he dicho que me doliera la cabeza.

CECILIA.—No, estimada señorita Prism, lo sé; sin embargo, he advertido instintivamente que tenía usted jaqueca. Ciertamente, en eso estaba yo pensando, y no en mi lección de alemán, cuando el doctor entró.

CHASUBLE.—Espero, Cecilia, que no sea distraída.

CECILIA.—¡Oh! Temo serlo.

CHASUBLE.—Es muy raro. Si yo tuviera el privilegio de ser pupilo de la señorita Prism, me quedaría pendiente de sus labios.
(La señorita Prism abre exageradamente sus ojos.)
Hablo metafóricamente. Mi metáfora la tomé de las abejas. ¡Ejem! ¿El señor Worthing no ha vuelto aún de Londres…?

CECILIA.—Nos indicó que le esperáramos hasta el lunes por la tarde.

CHASUBLE.—¡Ah, sí! Acostumbra pasar el domingo en Londres. No es de las personas que piensan solamente en divertirse, como parece el caso de ese infeliz joven hermano suyo. Sin embargo, no debo entretener por más tiempo a Egeria y a su pupila.

SEÑORITA PRISM.—¿Egeria? Mi nombre es Leticia, doctor.

CHASUBLE.—
(inclinándose)
Es una simple alusión clásica, tomada de los autores paganos. ¿Las veré seguramente a las dos en el oficio de vísperas de esta tarde?

SEÑORITA PRISM.—Me parece, querido doctor, que lo acompañaré a dar una vueltecita. Realmente, noto que tengo jaqueca, y un paseo puede hacerme bien.

CHASUBLE.—Con mucho gusto, señorita Prism; con mucho gusto. Podemos llegar hasta las escuelas y volver.

SEÑORITA PRISM.—Resultará delicioso. Cecilia, hazme el favor de estudiar tu lección de Economía Política durante mi ausencia. El capítulo sobre la baja de la rupia puedes saltártelo. Es demasiado sensacional. Hasta esos problemas monetarios tienen su lado melodramático.

Se va por el jardín con el doctor Chasuble.

CECILIA.—
(recogiendo los libros y tirándolos sobre la mesa)
¡Fuera la horrible Economía Política! ¡Fuera la horrible Geografía! ¡Fuera, fuera el horrible alemán!

Entra Merriman con una tarjeta sobre una bandeja.

MERRIMAN.—El señor Ernesto Worthing acaba de llegar en coche de la estación. Ha traído su equipaje consigo.

CECILIA.—
(tomando la tarjeta y leyéndola)
«Señor Ernesto Worthing, B. cuatro. The Albany, W». ¡El hérmano del tío Jack! ¿Le ha dicho usted que el señor Worthing estaba en Londres?

MERRIMAN.—Sí, señorita, Y ha parecido muy contrariado. Le he dicho que usted y la señorita Prism estaban en el jardín. Ha dicho que tenía mucho interés en hablar con usted reservadamente un momento.

CECILIA.—Dígale al señor Ernesto Worthing que venga aquí. Y creo que sería mejor que usted le indicara al ama de llaves que le preparase un cuarto.

MERRIMAN.—Bien, señorita.
(Se retira.)

CECILIA.—Hasta ahora no he conocido aún a ningún hombre verdaderamente malo. Me siento un poco asustada. Mucho me temo que se parezca a todos los demás.
(Entra Algernon muy alegre y desenvuelto.)
¡Y se parece!

ALGERNON.—
(quitándose el sombrero)
Seguramente tú eres mi pequeña prima Cecilia.

CECILIA.—Está terriblemente equivocado. No soy pequeña. En verdad, creo que estoy más crecida dé lo corriente para mi edad.
(Algernon se siente sumamente confundido.)
No obstante, sí soy su prima Cecilia. Ya veo por su taijeta que es usted el hermano del tío Jack, mi primo Ernesto, mi infame primo Ernesto.

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