Read La importancia de llamarse Ernesto Online

Authors: Oscar Wilde

Tags: #Humor, teatro

La importancia de llamarse Ernesto (8 page)

BOOK: La importancia de llamarse Ernesto
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

ALGERNON.—No veo justificación posible para ti luego de haber engañado a una muchacha tan distinguida, perspicaz y experimentada, como la señorita Fairfax. Y eso sin considerar que es mi prima.

JACK.—Lo único que deseaba era casarme con Gwendolen. La amo.

ALGERNON.—Está bien, yo deseaba únicamente casarme con Cecilia. La adoro.

JACK.—Tienes pocas probabilidades de casarte con la señorita Cardew.

ALGERNON.—Jack, dudo que haya alguna posibilidad de que te puedas enlazar con la señorita Fairfax.

JACK.—Despreocúpate, Algy, eso no te importa.

ALGERNON.—Si me importara no hablaría de ello.
(Comienza a comer panecillos.)
Es muy vulgar hablar de los asuntos propios. Únicamente los corredores de Bolsa lo hacen, y sólo en sus banquetes oficiales.

JACK.—No me explico cómo puedes estar ahí sentado, comiendo serenamente panecillos, cuando nos encontramos en este aprieto tan terrible. Me pareces totalmente inhumano.

ALGERNON.—Está bien; no puedo comer panecillos atragantándome. Me mancharía los puños con la mantequilla, con toda seguridad. Hay que comer panecillos sosegadamente. Es la única manera de comerlos.

JACK.—Repito: es totalmente inhumano comer panecillos de cualquier manera, en las circunstancias actuales.

ALGERNON.—Cuando me agobia un problema, comer es lo único que me serena. En efecto, cuando me abruma un verdadero apuro todos los que me conocen íntimamente podrán decirte que me niego a todo, menos a comer y a beber. En este mismo momento como panecillos porque soy muy desdichado. Además, porque me gustan especialmente estos panecillos.
(Se levanta)

JACK.—
(poniéndose en pie también)
Bueno, pero ésa no es razón para que te los comas de esa manera tan voraz.
(Le quita los panecillos a Algernon)

ALGERNON.—
(ofreciéndole la tarta para el té)
Desearía que comieras la tarta en lugar de los panecillos. La tarta no me gusta.

JACK.—Pero, ¡por Dios!, supongo que podrá uno comerse sus panecillos en su jardín.

ALGERNON.—Pero acabas de afirmar que es completamente inhumano comer panecillos.

JACK.—He dicho que lo era de tu parte, en estas circunstancias. Eso es algo muy distinto.

ALGERNON.—Puede ser. Sin embargo, los panecillos son siempre lo mismo.
(Le arrebata a Jack el plato de los panecillos.)

JACK.—Algy, ¿cuándo vas a tener la bondad de marcharte?

ALGERNON.—Es absurdo que desees que me marche sin cenar. Jamás me retiro sin comer. Nadie lo hace, salvo los vegetarianos y sus semejantes. Además, hace unos minutos hablé con el doctor Chasuble para que me bautice a las seis menos quince, con el nombre de Ernesto.

JACK.—Mi apreciado amigo, cuanto antes renuncies a esa locura, mejor. Esta mañana acordé con el doctor Chasuble que me bautice a las cinco y media, y, lógicamente, con el nombre de Ernesto. Gwendolen lo quería así. No podemos ser bautizados los dos con el nombre de Ernesto. Es ridículo. Además, tengo todo el derecho de bautizarme si quiero. No hay la menor prueba de que me haya bautizado nadie. Creo muy posible que nunca me hayan bautizado, y así lo piensa también el doctor Chasuble. Tu caso es totalmente diferente. A ti sí te bautizaron.

ALGERNON.—Es verdad, pero hace años que no me bautizo.

JACK.—Tienes razón, sin embargo, te han bautizado, y eso es lo que cuenta.

ALGERNON.—Así es. Por eso sé que mi constitución puede soportarlo. Si no estás totalmente seguro de haber sido bautizado anteriormente, debo decir que creo que hacerlo ahora es muy peligroso para ti. Podría hacerte daño. No debes olvidar que una persona íntimamente relacionada contigo ha estado a punto de morir esta semana en París a causa de un severo enfriamiento.

JACK.—Es verdad, pero recuerda que tú me aseguraste que un severo enfriamiento no es hereditario.

ALGERNON.—Por lo general, no, ya lo sé; sin embargo, ahora me atrevo a afirmar que sí lo es. La ciencia está siempre alcanzando asombrosos progresos.

JACK.—
(tomando el plato con los panecillos)
Oh, eso es una torpeza, siempre dices torpezas.

ALGERNON.—¡Jack, estás comiendo los panecillos otra vez! Por favor déjalos. Solamente quedan dos.
(Los toma.)
Ya te he dicho que me gustaban especialmente los panecillos.

JACK.—Y yo aborrezco la tarta.

ALGERNON.—Entonces, ¿por qué diablos permites que sirvan tarta a tus invitados? ¡Qué ideas tienes sobre la hospitalidad!

JACK.—¡Algy! Ya te he pedido que te marches. No quiero que permanezcas más tiempo aquí. ¿Por qué no te marchas?

ALGERNON.—¡Todavía no he acabado de tomar mi té! Además, aún queda un panecillo.

Jack lanza un gruñido y se desploma en un sillón. Algernon continúa comiendo.

ACTO TERCERO

Salita íntima de la casa Manor. Gwendolen y Cecilia se asoman a la ventana, miran hacia el jardín.

GWENDOLEN.—El hecho de no habernos seguido al instante aquí, como cualquiera hubiera hecho, muestra, a mi juicio, que aún les queda algún sentimiento de vergüenza.

CECILIA.—Han estado comiendo panecillos, eso demuestra que están arrepentidos.

GWENDOLEN.—
(después de una pausa)
Parece que no se dan cuenta de que estamos aquí. ¿Podrías toser?

CECILIA.—No puedo, no tengo ganas.

GWENDOLEN.—Nos están mirando. ¡Qué insolencia!

CECILIA.—Se aproximan. Eso sí que es muy atrevido de su parte.

GWENDOLEN.—Guardemos un silencio dignificante.

CECILIA.—De acuerdo. Es lo único que podemos hacer en este momento.

Entra Jack, lo sigue Algernon. Silban una canción popular terrible, de una ópera inglesa.

GWENDOLEN.—Este silencio dignificante parece producir un resultado lamentable.

CECILIA.—De lo más lamentable.

GWENDOLEN.—Pero no seremos nosotras las primeras en hablar.

CECILIA.—Claro que no.

GWENDOLEN.—Señor Worthing, tengo que preguntarle algo muy concreto. De su respuesta dependen muchas cosas.

CECILIA.—Gwendolen, es usted de una sensatez inestimable. Señor Moncrieff, le suplico que me aclare por qué quiso hacerse pasar por el hermano de mi tutor.

ALGERNON.—Para poder verla a usted.

CECILIA.—
(a Gwendolen)
Me parece una explicación sumamente satisfactoria, ¿no es así?

GWENDOLEN.—Sí, querida, si aceptas en creerle.

CECILIA.—Pienso que miente; sin embargo, eso no influye para nada en la asombrosa belleza de su respuesta.

GWENDOLEN.—Es verdad. En cuestiones de gran importancia, el estilo, y no la franqueza, es lo esencial. Señor Worthing, ¿cómo va a explicarme su falsa afirmación de que tenía un hermano? ¿Lo hizo para tener la oportunidad de viajar a Londres a verme lo más a menudo posible?

JACK.—¿Puede dudarlo, señorita Fairfax?

GWENDOLEN.—Serios motivos me hacen dudarlo. Sin embargo, pienso hacerlos desaparecer. No es momento para la desconfianza a la alemana.
(Caminando hacia Cecilia.)
Sus explicaciones parecen totalmente satisfactorias, sobre todo la del señor Worthing. Y, a mi juicio, me parece que llevan el sello de la verdad.

CECILIA.—Estoy más satisfecha con lo que ha dicho el señor Moncrieff. Sólo su voz inspira una absoluta confianza.

GWENDOLEN.—Entonces, ¿piensas que deberíamos perdonarlos?

CECILIA.—Sí.

GWENDOLEN.—¿Verdad que sí? Yo ya he perdonado. Están en juego principios que no se pueden abandonar. ¿Quién de nosotras debe decírselos? No es una tarea agradable.

CECILIA.—¿Podríamos decírselos, las dos al mismo tiempo?

GWENDOLEN.—¡Excelente idea! Siempre hablo a la vez que otras personas. ¿Quieres que te marque el paso?

CECILIA.—Sí.

Gwendolen marca el compás levantando el dedo.

GWENDOLEN y CECILIA.—
(hablando a la vez)
Sus nombres de pila siguen siendo una barrera infranqueable. ¡Esto es todo!

ALGERNON y JACK.—
(hablando también a la vez)
¿Nuestros nombres de pila? ¿No hay otro inconveniente? ¡No se preocupen, nos bautizaremos por la tarde de hoy!

GWENDOLEN.—
(a Jack)
¿Está dispuesto a hacer esa terrible cosa para agradarme?

JACK.—Estoy decidido.

CECILIA.—
(a Algernon)
Y, por complacerme, ¿estás preparado a enfrentar esa tremenda experiencia?

ALGERNON.—La enfrentaré.

GWENDOLEN.—¡Qué absurdo es hablar de la igualdad de sexos! Cuando se trata del sacrificio de sí mismo, los hombres van infinitamente más lejos que nosotras.

JACK.—Lo estamos.
(Estrecha la mano a Algernon.)

CECILIA.—Tienen ellos momentos de valor físico que nosotras desconocemos en absoluto.

GWENDOLEN.—
(a Jack)
¡Mi vida!

ALGERNON.—
(a Cecilia)
¡Mi amor!

Caen las unas en los brazos de otros. Aparece Merriman. Al ver la situación, tose muy fuerte.

MERRIMAN.—¡Ejem! ¡Ejem! ¡LadyBracknell!

JACK.—¡Santo Dios!

Entra lady Bracknell. Las parejas se separan asustadas. Sale Merriman.

LADY BRACKNELL.—¡Gwendolen! ¿Qué sucede aquí?

GWENDOLEN.—Pues, sencillamente, que me he comprometido con el señor Worthing, mamá.

LADY BRACKNELL.—Acércate. Siéntate. Siéntate al instante. La vacilación, sea la que fuere, es señal de decadencia mental en los jóvenes y de debilidad física en los viejos.
(Volviéndose hacia Jack)
Informada de la súbita huida de mi hija por su fiel sirvienta, cuya confianza he comprado por medio de unos billetes, la he seguido inmediatamente, tomando un tren de mercancías. Su infeliz padre está, me alegra decirle, bajo la creencia de que está atendiendo una clase más larga de lo habitual en la universidad en un proyecto sobre la influencia del ingreso permanente de la intención. Me propongo no desengañarle. Realmente, nunca le he desengañado en ninguna cuestión. Lo considero un error. Sin embargo, comprenderá usted perfectamente, como es natural, que toda comunicación entre usted y mi hija debe cesar terminantemente desde ahora mismo. Sobre ese punto, como, por supuesto, sobre todos los puntos, soy inflexible.

JACK.—¡Me he comprometido a contraer matrimonio con Gwendolen, lady Bracknell!

LADY BRACKNELL.—Eso no importa, caballero. Y ahora, en lo que se refiere a Algernon… ¡Algernon!

ALGERNON.—¿Qué, tía Augusta?

LADY BRACKNELL.—¿Puedes decirme si en esta casa vive tu enfermizo amigo el señor Bunbury?

ALGERNON.—
(tartamudeando)
¡Oh, no! Bunbury no vive aquí; Bunbury está no sé… dónde… en este momento. Realmente, Bunbury ha fallecido.

LADY BRACKNELL.—¡Muerto! ¿Y cuándo murió el señor Bunbury? Su muerte ha debido de ser muy súbita.

ALGERNON.—
(con alegría)
¡Oh! Esta tarde le he matado… Digo, el desdichado Bunbury murió esta tarde.

LADY BRACKNELL.—¿Y de qué murió?

ALGERNON.—¿Quién, Bunbury? ¡Oh! Estalló por completo.

LADY BRACKNELL.—¿Que estalló? ¿Fue víctima de un atentado revolucionario? No sabía yo que el señor Bunbury estuviese interesado por la legislación social. Si así era, recibió un merecido castigo por su morbosidad.

ALGERNON.—Adorada tía Augusta, he tratado de decir que le descubrieron. Es decir… que los médicos descubrieron que Bunbury no podía vivir…, y Bunbury murió, por lo tanto.

LADY BRACKNELL.—Parece ser que tuvo una gran confianza en la opinión de sus médicos. No obstante, me da mucha alegría que resolviese, por último, adoptar una regla de decisiva conducta por prescripción facultativa, Y ahora que estamos ya libres de ese señor Bunbury, ¿puedo preguntarle, señor Worthing, quién es ésa personita cuya mano sostiene mi sobrino Algernon de una manera que me parece totalmente inútil?

JACK.—Esa personita es la señorita Cecilia Cardew, mi pupila.

Lady Bracknell saluda con indiferencia a Cecilia.

ALGERNON.—Tía Augusta, me he comprometido con la señorita Cecilia.

LADY BRACKNELL.—¿Me lo quieres repetir por favor?

CECILIA.—El señor Moncrieff y yo planéamos casarnos, lady Bracknell.

LADY BRACKNELL.—
(estremeciéndose, y, caminando hacia el sofá, se sienta)
Desconozco si el aire de esta comarca de Hertford tendrá algo particularmente excitante; sin embargo, el número de promesas matrimoniales en actividad me parece que supera ampliamente el término medio suministrado por las estadísticas del gobierno nuestro, pienso que algunas preguntas preliminares por mi parte no serían inútiles. Señor Worthing, ¿tiene algo que ver la señorita Cardew con cualquiera de las grandes estaciones de ferrocarril londinense? Le pregunto a título de información solamente. Hasta ayer no tema yo idea de que hubiese familias o personas que descendiesen de una estación de término.

Jack enfurece, pero se contiene.

JACK.—
(con voz clara y fría)
La señorita Cardew es nieta del difunto señor Thomas Cardew, Belgravia Square, 149, Londres, S.O.; dueño de la finca Gervase Park, en Dorking, condado de Surrey, y del Sporran, en el condado de Fife, línea del Norte.

LADY BRACKNELL.—Eso parece muy satisfactorio. Tres señas distintas inspiran siempre confianza hasta a los comerciantes. Sin embargo, ¿qué pruebas tengo yo de su legitimidad?

JACK.—Conservo celosamente los anuarios de señas de aquella época. Los pongo a su disposición, por si quiere revisarlos, lady Bracknell.

LADY BRACKNELL.—
(con inclemencia)
He advertido errores increíbles en esa publicación.

JACK.—Los abogados y procuradores de la familia de la señorita Cardew son los señores Markby, Markby y Markby.

LADY BRACKNELL.—¿Markby, Markby y Markby?… Una razón social muy respetada en su profesión. Además, he escuchado comentar que alguno de esos señores Markby asistía raramente a los banquetes oficiales. Hasta ahora todo eso me tranquiliza

JACK.—
(sumamente indignado)
¡Cuánta clemencia por su parte, lady Bracknell! También conservo, y le placerá saberlo, la partida de nacimiento de la señorita Cardew, su fe de bautismo y sus certificados de tos ferina, empadronamiento, vacunación, confirmación y sarampión, documentos tanto alemanes como ingleses.

LADY BRACKNELL.—¡Ah! Una vida colmada de incidentes, por lo que veo; aunque quizá demasiado apasionante para una muchacha tan joven. Soy enemiga de las experiencias prematuras.
(Se pone en pie y observa la hora en su reloj.)
¡Gwedolen! Ya casi nos marchamos: no podemos perder ni un momento. Y, aunque sea por pura formula, señor Worthing, quisiera preguntarle si la señorita Cardew posee alguna hacienda.

BOOK: La importancia de llamarse Ernesto
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Silent Fall by Barbara Freethy
The Kill Zone by David Hagberg
The Accidental Time Traveller by Sharon Griffiths
Nearly a Lady by Johnson, Alissa
1993 - The Blue Afternoon by William Boyd, Prefers to remain anonymous
Last Man Standing by David Baldacci