La incógnita Newton (25 page)

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Authors: Catherine Shaw

BOOK: La incógnita Newton
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Señor Haversham: ¿A venir?

Señorita Simpson: Por mi casa. Es un lugar agradable, ¿no?

Señor Haversham: Y a la sazón, ya tenía usted unos cuantos amigos.

Señorita Simpson: No tantos como ahora.

Señor Haversham: Sí. ¿Y ése era su método habitual de tra­bar nuevas amistades?

Señorita Simpson: Bueno, no soy tímida y hablo con la gente que me cae bien.

Señor Haversham: ¿Y veía al señor Jeremy Crawford muy a menudo?

Señorita Simpson: Oh, sí. Venía a visitarme a Londres con cierta regularidad.

Señor Haversham: ¿Con qué regularidad?

Señorita Simhpson: Una vez al mes, o así. Sí, casi cada mes. Pa­ra un hombre, es muy duro estar siempre solo. Corre el riesgo de convertirse en una vara seca. Por el aspecto que tiene usted, debería saberlo.

Risas en la sala. El juez hizo sonar el mazo.

Señor Haversham: Señorita Simpson, ¿el señor Crawford te­nía una fecha fija o un día de la semana regular para ir a Londres a verla?

Señorita Simpson: No.

Señor Haversham: Entonces, ¿cómo puede estar tan segura de que la última vez que fue a verla fue el 14 de febrero?

Señorita Simpson: Oh, eso es fácil. Por un lado, era el día de San Valentín, una fecha romántica, ¿sabe? Bromeamos acerca de ello. Y por otro, tengo una carta suya.

Señor Haversham: ¿Qué carta es esa?

Señorita Simpson: Bueno, cuando él creía que tendría un día libre para ir a verme, me escribía y, si me iba bien, le con­testaba y se lo decía.

Señor Haversham: ¿Quiere decir si ese día no estaba ocupada con otros amigos?

Señorita Simpson: Ha dado en el clavo, señor abogado. Pues bien, me escribió para decirme que vendría el 14 de febrero y yo le contesté diciéndole que no había inconveniente. Aquí tengo la carta.

Señor Haversham: ¿La carta que él le escribió a usted?

Señorita Simpson: Sí.

Señor Haversham: Pero no obra en nuestro poder su respues­ta afirmativa, por lo que esto no constituye una prueba que demuestre que el señor Crawford fuera a Londres a verla en esa fecha.

Señorita Simpson: No, dudo que él conservara mis notas, pero aquí está esta carta; he contado todo lo que recuerdo y he ju­rado decir la verdad. Y, además, Jenny también se acuerda.

Señor Haversham: Así pues, que podamos establecer la fecha depende esencialmente de su memoria y de su capacidad para distinguir entre sus diversos amigos y los días en que los recibió.

Señorita Simpson: Oh no, señor abogado. No intente insi­nuar que puedo estar confundida. Recuerdo perfectamente bien que fue el 14 de febrero; es lo que dice la carta y tam­bién es lo que dirá Jenny.

Señor Haversham: Muy bien, puede abandonar el estrado.

A continuación, el señor Bexheath llamó a declarar a la se­ñorita Jenny Pease. Era una dama voluminosa, algo mayor que la señorita Simpson, no tan llamativa pero igualmente segura de sí misma. El secretario del tribunal le tomó el juramento y empezó el interrogatorio.

Interrogatorio de la señorita Jenny Pease,
por el señor bexheath

Señor Bexheath: Diga su nombre.

Señorita Pease: Jenny Pease, señor.

Señor Bexheath: ¿Profesión?

Señorita Pease: Tengo un pequeño restaurante cerca de King's Cross, señor, en Londres.

Señor Bexhertii: ¿Conoce a la señorita Pamela Simpson?

Señorita Pease: Oh, sí.

Señor Bexheath: ¿Cuánto tiempo hace que la conoce?

Señorita Pease: Es cliente habitual del restaurante, señor. Lle­va viniendo unos dos años o así.

Señor Bexheath: ¿Acude sola?

Señorita Pease: A veces sola, a veces con amigos.

Señor Bexheath: ¿Recuerda con claridad si la señorita Simpson estuvo cenando en su restaurante el 14 de febrero pasado?

Señorita Pease: Sí, señor.

Señor Bexheath: ¿Estuvo en el restaurante?

Señorita Pease: Sí, señor.

Señor Bexheath: ¿Acudió sola?

Señorita Pease: No, señor. Lo hizo acompañada de un caballe­ro amigo suyo, el señor Crawford.

Señor Bexheath: ¿Había visto antes al señor Crawford?

Señorita Pease: Oh, sí, señor. Pamela y él ya habían estado juntos en el restaurante unas cuantas veces, antes de ese día.

Señor Bexheath: Ahora, señorita Pease, ¿puede decirme cómo está tan segura de que la noche que la señorita Simpson y el señor Crawford cenaron juntos en el restaurante era pre­cisamente el 14 de febrero y no otro día?

Señorita Pease: Oh, lo recuerdo perfectamente porque bro­meamos acerca de que era el día de San Valentín y de que el señor Crawford debía de ser el amor verdadero de Pam. Además, era martes, el día de las chuletas de cordero, y eso fue lo que comieron.

Señor Bexheath: ¿El día de las chuletas de cordero?

Señorita Pease: El plato del día, señor. Hay uno distinto para cada día de la semana. Los lunes, hígado; los martes, chule­tas de cordero; los miércoles, filete; los jueves, caza; los vier­nes, pescado...

Señor Bexheath: Sí, sí, señorita Pease, ya lo comprendemos. ¿Y el orden de los platos del día nunca cambia? ¿Es el mis­mo todas las semanas?

Señorita Pease: Ha sido el mismo desde hace años. A los clien­tes habituales les gusta la regularidad, no sé si me com­prende. Les gusta saber qué van a encontrar.

Señor Bexheath: Desde luego. Bien, aquí concluye mi inte­rrogatorio.

Contrainterrogatorio de la señorita Jenny Pease
por el señor Haversham

Señor Haversham: Bien, señorita Pease. He oído su testimo­nio y sólo hay una cosa sobre la que quiero preguntarle.

Señorita Pease: ¿Cuál?

Señor Haversham: Su memoria. Declara que recuerda el día exacto en que la señorita Simpson y el señor Crawford acu­dieron a su restaurante, hace tres meses y medio.

Señorita Pease: Sí, lo declaro.

Señor Haversham: ¿Tengo que suponer entonces que recuer­da los días en que cada uno de sus clientes concretos acudie­ron al restaurante?

Señorita Pease: No, pero Pam es una amiga especial.

Señor Haversham: Comprendo. Entonces, ¿recuerda todas las veces que la señorita Simpson ha ido a cenar al restaurante y recuerda quién la acompañaba en cada una de ellas? ¿Po­dría darme una lista completa de los encuentros que han te­nido lugar en su restaurante en los últimos cuatro meses?

Señorita Pease: No, sabe muy bien que no puedo hacerlo.

Señor Haversham: ¿Ah, no? Me deja sorprendido. En defini­tiva, sus recuerdos de las distintas visitas de la señorita Simpson al restaurante no son tan perfectamente claros.

Señorita Pease: No recuerdo cada una de sus visitas, pero la del 14 de febrero la tengo muy clara.

Señor Haversham: ¿Muy clara? ¿No absolutamente clara?

Señorita Pease: Bueno, lo que sí está completamente claro es que ella estuvo allí, acompañada del señor Crawford, a quien yo ya conocía de otras veces, que comieron chuletas de cordero y que bromeamos con la fecha de San Valentín. Todo eso sí está perfectamente claro.

Señor Haversham: Señorita Pease, ¿puedo preguntarle quién la interrogó primero sobre esta importante fecha del 14 de febrero y quién la ha traído al tribunal?

Señorita Pease: Fue la policía, señor. Cuando el señor Craw­ford murió, Pam lo comentó con todos sus amigos, contó que lo conocía, y la información llegó a oídos de la policía. Se presentaron los agentes y me interrogaron sobre dos fe­chas, el 14 de febrero y el 30 de abril. Pam no sabía nada del 30 de abril; ese día no había visto al señor Crawford, pero recordaba haber estado con él el 14 de febrero y haber ce­nado en el restaurante. Por eso, la policía vino a preguntar.

Señor Haversham: ¿Y qué le preguntaron, exactamente? ¿Le sugirieron la fecha del 14 de febrero o le pidieron que la re­cordase?

Señorita Pease: Me preguntaron por el mes de febrero, si ha­bía visto a la señorita Simpson y al señor Crawford por esas fechas, y yo al principio no me acordé. A ella la veo tan a menudo... Entonces, nos dejaron juntas en una sala y ella me recordó que fue el día de San Valentín y yo me acordé.

Señor Haversham: Comprendo. Sus respuestas me han sido muy útiles. Le pidieron que hiciera memoria sobre algo y usted lo recordó.

Señorita Pease: Veo adonde quiere ir a parar, pero no es así. De veras que lo recordé. Digamos que ellos me refrescaron la memoria.

Señor Haversham: Muy bien. Le refrescaron la memoria y usted recordó la fecha del 14 de febrero que previamente no había recordado. Puede abandonar el estrado.

El señor Haversham hizo cuanto pudo para sembrar dudas en el testimonio de las dos damas, pero me temo que no logró convencer al jurado. Realmente, he de reconocer que ni siquie­ra me convenció a mí; las declaraciones de las mujeres sonaron sencillas y auténticas. Quizá las habían sobornado, amenazado o, simplemente, engatusado para que inventaran aquella his­toria, pero la policía no tenía ningún motivo para hacerlo. Eso sólo lo habría hecho el asesino. Pero, ¿cómo iba a importarle a éste si era Arthur o el señor Crawford el acusado de sus crí­menes? ¡Oh! A menos que... ¿Y si Arthur éra la siguiente víc­tima prevista y ésta es la astuta maniobra del asesino para librarse de él? ¡Qué idea tan horrible! Pero... Pero eso signifi­caría que la señorita Simpson y la señorita Pease no están di­ciendo la verdad y deben saber quién es el asesino. Tendría que hablar con ellas. Quizá después de las clases tome un tren a Londres y vaya a cenar al Jenny's Córner.

Tarde por la noche

Lo he hecho. Las dos damas regresaron a Londres en tren, ya que la señora Pease no quería que su restaurante cerrase sin previo aviso, aunque sólo fuera una noche. Yo regresé a casa a toda prisa para dar las clases. ¡Qué difícil me está resultando, con la cabeza tan espantada y lejos de aquí como la tengo! Tan pronto como la última alumna desapareció al otro lado de la esquina, me puse el sombrero, así una bolsa, metí dinero en ella y corrí a la estación, donde compré un billete para Londres y enseguida me encontré en un tren tirado por una traquete­ante locomotora. En realidad, no fue tan difícil. Hice lo mismo que el día que fuimos todos al teatro. Cuando el ferrocarril lle­gó a Londres, me apeé y me dirigí al cochero de un cabriolé pa­ra preguntarle si conocía un restaurante llamado Jenny's Corner que estaba en la zona. Me dijo que no pero, a fuerza de re­correr las calles y preguntar constantemente, al final di con él. Era la hora de cenar y ya estaba bastante lleno. Es un local pe­queño, deslustrado y sucio, con pequeñas mesas situadas muy juntas y, sin embargo, bien iluminadas. La rolliza señora Pease, a quien ayudaba una muchacha muy flaca que, por su aspecto zarrapastroso, debía de haber recogido de la calle, salía con fre­cuencia de la cocina para hablar con sus clientes, lo cual creaba una acogedora atmósfera.

¡Me sentí tan fuera de lugar, en el restaurante, querida mía! No tenía nada que ver con ninguno de los presentes y no­té que me miraban con cierta hostilidad. Entré, sin embargo, y la muchacha me acompañó a una mesita en un rincón. No ha­bía carta y se limitó a recitar de un tirón una lista de platos, terminando con «el plato del día es pescado, señora. Si le gus­ta, tenemos un buen bacalao asado». Dije que tomaría bacalao y pregunté si podía hablar con la señorita Pease.

La chica entró en la cocina y volvió con platos y jarras. La seguía la señorita Pease, que me miró con suspicacia. Me ob­servó unos instantes y luego esbozó una sonrisa.

—Oh, ya se quién es —dijo—. Esta mañana estaba usted en el juicio, en el banco de los testigos, cerca de nosotras.

—Sí, allí estaba —asentí— He venido a verla para hablar­le del proceso.

La voz empezó a temblarme y la señorita Pease se puso ma­ternal.

—Tal vez sería mejor que entrase y habláramos unos mo­mentos en privado —dijo. Me puse en pie y la seguí hasta la humeante cocina y de allí a un pequeño cuarto trasero lleno de trastos.

—Señorita Pease —dije—. Soy amiga de Arthur Weatherburn, el hombre acusado de asesinar al señor Crawford y a los demás.

Mi intención era seguir hablando pero, de pronto, rompí en unos inesperados sollozos. Al cabo de un momento, me encon­tré con la cabeza apoyada en el amplio pecho de la señorita Pease. Me había abrazado y decía:

—¡Oh, querida! ¡Qué duro debe de ser para usted!

—Sí—lloré—. ¡Él no ha sido!

—Bueno, pero ahora parece que el señor Crawford tampo­co fue, de modo que no sé quién habrá podido hacerlo —dijo.

—De eso he venido a hablarle —proseguí, sintiendo de re­pente que a aquella alma sencilla podía hablarle con toda fran­queza—. Me gustaría saber si es cierto lo que usted declaró. Quiero decir si es cierto de veras, sí lo recuerda todo o si fue la policía o hay alguien más que quería que usted lo dijera para incriminar a Arthur. —Los ojos volvieron a llenárseme de lá­grimas, esta vez más abundantes.

—Vamos, vamos —dijo, dándome unas palmaditas en la espalda—. Lo siento mucho, querida. Me gustaría poder ayu­darla. Se encuentra usted en una situación muy desagradable, ¿verdad? De veras me gustaría decirle que no recuerdo al po­bre señor Crawford y que ojalá fuera él el asesino y no su jo­ven amigo. Pero no puedo hacerlo. Aquella noche estuvieron aquí. Los dos. Lo sé porque las chuletas de cordero eran su pla­to favorito y por las bromas acerca de San Valentín, los enamo­rados y todo eso. No hay ninguna duda de ello, querida. Lo re­cordé todo cuando Pam me dijo que hiciera memoria, y eso fue lo que ocurrió. Vamos, vamos, querida. No se lo tome asi. Si su amigo es inocente, lo absolverán, ¿no? Tenga, aquí tiene un pa­ñuelo. Vuelva a la mesa y cómase el pescado.

Y eso ha sido lo que he hecho, y luego me ha traído una re­confortante taza de té ante la cual me hallo escribiéndote.

¡Oh, querida! ¡Querida mía! Me resulta tan difícil creer que esta bondadosa y sincera mujer miente, como que Arthur es el asesino. ¿Qué voy a hacer?

Tuya, aunque desgraciadísima,

Vanesa

29

Cambridge, sábado, 26 de mayo de 1888

Mi queridísima Dora:

Anoche, cuando salí de mi frugal y triste cena en Jenny's Córner, sufrí una experiencia terrible.

Caminaba de vuelta a la estación, para regresar a casa. Mi cabeza no pensaba más que en el desastre que ha caído sobre Arthur y en la arrolladora amabilidad de la señorita Pease. No podía llegar a otra conclusión que no fuera la de que ésta y su amiga, la señorita Simpson, habían dicho la verdad, la pura verdad, y esto significa que el asesino todavía anda suelto. ¿Quién puede ser, Dora? Con más intensidad que nunca, me atenazó la certeza de que el asesino existe en carne y hueso. Tuve esta misma sensación los primeros días de estancia de Ar­thur en la cárcel, cuando iba a visitarlo, pero creo que me había convencido tan completamente de que tenía que ser el señor Crawford que había olvidado por completo mis temores del principio. Éstos empezaron a reavivarse con fuerza mientras repasaba mentalmente el rostro de los numerosos colegas de Arthur que he conocido durante los últimos meses. Uno de ellos debe de estar loco, sin que nadie lo sepa. ¿Quién es? ¿Dónde está ahora? ¿Qué está tramando esta vez, en este pre­ciso momento? ¿Quién será su siguiente víctima? ¿Se propone acaso eliminar sistemáticamente al grupo entero de matemáti­cos relacionados con los señores Akers y Crawford? Arthur, sin duda, es uno de ellos. Con esta zozobra, no puedo evitar una sensación de alivio al pensar que, aunque deba permanecer en­cerrado, por lo menos mientras dura el juicio, Arthur estará a salvo en la cárcel, donde el asesino no podrá golpearlo.

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