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Authors: Brunonia Barry

Tags: #Narrativa

La lectora de secretos (30 page)

BOOK: La lectora de secretos
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Estaba más feliz de lo que nunca la había visto. Lyndley era libre. Le había gustado el colegio y estaba deseando cursar su último año. Tenía una ligereza que nunca había visto en ella, y su natural tendencia salvaje se había desatado. Siempre había sido guapa, pero entonces era magnética. De la misma manera que lo era May. El comienzo de una leyenda. Todo el mundo quería estar con ella. Yo tenía que luchar para conseguir mi parte.

—Vamos a Harvard Square —propuso Lyndley un día, y yo no dejé pasar la oportunidad—. Coge tu chaqueta —dijo—. Más tarde refrescará.

Fuimos en autobús hasta Haymarket, tardó una eternidad, y después en tren hasta Harvard Square. Hacía más calor en la ciudad, y Lyndley cambió mi chaqueta por un par de sandalias de cuero trenzado a un mendigo hippy porque le dolían los pies. Pero las sandalias eran una talla más, así que iba descalza menos cuando entrábamos a alguna tienda, como la
grow shop
que encontró. Entonces, se ponía las sandalias y chancleteaba, haciendo ruidos parecidos a pequeños pedos mientras caminaba. Los chicos del mostrador lo estaban disfrutando de lo lindo, pero los chicos siempre disfrutaban de cualquier cosa que hiciese Lyndley porque era muy guapa; además, tenían los ojos muy rojos, así que creo que estaban fumados, lo que hace cualquier cosa divertida. Cada tanto, cuando el ruido era verdaderamente escandaloso, ella se ponía roja y decía «Perdón» o «
.Pardonnez-moi, s'il vous plaít
», y ellos estaban a punto de caerse de la silla. Cuando nos fuimos, Lyndley había conseguido un veinte por ciento de descuento en un sari de seda y un descuento total en unos librillos de papel de fumar que ellos fingieron no ver cómo ella se metía en el bolsillo. Consiguió todo eso porque le había prometido a uno de los chicos que le daría su número de teléfono; un buen trato, ya que Lyndley ni siquiera tenía teléfono. Ella esperaba que él lo olvidara, pero nos siguió a la calle con un bolígrafo, y Lyndley terminó apuntando el número de teléfono de Eva en el brazo del chaval.

—Eh, ¿cómo te llamas? —le gritó él a la espalda, tropezando con el bordillo mientras intentaba leer lo que tenía en el brazo.

—Eva Braun —respondió ella.

Lyndley creyó que aquello era muy divertido, pero el chaval no pilló la broma, y yo no me estaba riendo, no sólo porque no tenía ninguna gracia, sino porque además estaba empezando a enfadarme por lo de la chaqueta, aunque lo cierto es que no me gustaba especialmente. Incluso yo sabía que no cambias una chaqueta de cincuenta dólares por un par de sandalias que valen diez. Era estúpido y punto.

Cuando nos marchamos de allí, estaba segura de que Lyndley también se sentía mal por eso, porque me llevó a Marimekko, donde iba a comprarme algo, pero todo le parecía demasiado alegre, o en cualquier caso eso fue lo que me dijo, así que fuimos al muelle I, y ella compró cubrecamas indios para las dos. Iba a cortar el suyo y a hacer unos pantalones, dijo, porque Eva tenía una máquina de coser que podía utilizar. Pero yo no tenía que hacerme un pantalón con el mío, añadió; podía quedármelo como cubrecama si quería.

En otra
grow shop
más adelante, vi un par de pendientes que eran realmente bonitos, y se los enseñé a Lyndley, que los compró también, pero no para mí, sino para ella. Me molestó que había sido yo quien los había descubierto, no que no me los comprara a mí —ya me había comprado demasiadas cosas—, pero sí que tuviera que comprarlos. Cuando me preguntó qué me parecían, le dije que le quedaban bien, pero ella se dio cuenta de que yo estaba enfadada.

—¿De dónde sacas tanto dinero? —pregunté.

—Eva me da una paga—dijo ella—. No sabe cuánto necesita un niño, así que me da demasiado.

La miré. Ella notó que la estaba juzgando. Todos somos lectores, incluso Lyndley, a quien le gusta fingir que no lo es.

—Vamos, compremos incienso —dijo cogiéndome del brazo.

Lyndley compró unas cuantas varas de plumería y una camiseta morada desteñida. Cuando hicimos una parada en Tivoli para tomar un té oolong y un Earl Grey, también los pagó, pero ambas estuvimos de acuerdo en que no eran muy buenos, porque no calentaban las teteras como Eva cuando nos preparaba té.

Tomamos el autobús de vuelta a Marblehead, nos bajamos en Fort Sewall justo cuando el sol se estaba poniendo, mientras los toques de los cañones de los clubes náuticos resonaban a nuestro alrededor. Bajamos corriendo la escalera hasta el whaler, que habíamos amarrado en el sitio de alguien, y, afortunadamente, seguía allí. Estábamos de vuelta en la isla en el mismo momento en que May apareció en lo alto del muelle. Lyndley perdió una de las sandalias al correr por la rampa, como Cenicienta o algo por el estilo, pero ella volvió a buscarla en lugar de dejarla atrás para que la encontrara algún príncipe.

—Creía que estabais en Salem —nos dijo May. Estaba segura de que había estado mirando de dónde venía el barco.

—Marblehead.

—Me dijiste Salem.

—No, no te lo dije.

Nos miró, después miró la bolsa, y a continuación la sandalia de Lyndley. Durante un segundo realmente temí que nos pidiera que le enseñáramos qué había en la bolsa, yo esperaba que Lyndley todavía tuviera el papel de fumar en el bolsillo y no lo hubiera pasado a la bolsa o algo así, pero May no preguntó. En cambio, comenzó a subir la rampa.

—La próxima vez que lleguéis tarde —advirtió—, la subiré y tendréis que dormir en la plataforma toda la noche.

Mi madre era tan excéntrica—

Hizo frío y llovió. Durante los siguientes días, nos quedamos en casa jugando al
gin rummy
con Beezer, que estaba empezando a tener problemas respiratorios. Lyndley siguió intentando animarlo dibujándole tatuajes de mentira en los brazos con un bolígrafo, coloreándolos, un fénix en un brazo y un tiburón asesino en el otro. Entonces sacó su bloc de esbozo y dibujó una serie de
Skybo
tumbado en la alfombra, pero él estaba soñando y no dejaba de agitar las patas, así que finalmente Lyndley se dio por vencida y comenzó a escribir su nombre una y otra vez con diferentes estilos, tratando de dar con un nuevo estilo de caligrafía que fuera con ella.

El jueves, Lyndley estaba ansiosa por salir, y May necesitaba comida y efedra para los resuellos de Beezer, así que nos ofrecimos a ir a la ciudad. Eva estaba a punto de irse cuando llegamos nosotras, pero tenía la efedra y otras hierbas preparadas para que nos las lleváramos, así como algo de té. Entonces, Lyndley le preguntó si podíamos coger prestados algunos de los muebles viejos de la caballeriza, ya que estábamos.

—¿Queréis mis muebles?

—Sólo trastos viejos. Cosas que ya no quieras.

—¿Con qué propósito? —Noté que Eva se había puesto alerta, preguntándose en qué andábamos. Me miró a mí para hacer una lectura mejor de la situación, pero estaba claro que yo no tenía ni idea de qué tenía mi hermana en mente, así que mis pensamientos no le dijeron nada.

—Vamos a reformar la casa de juegos —dijo Lyndley—. Está como si le hubiera caído una bomba encima.

Era una de las expresiones de Eva, y Lyndley la había empleado para ganarse su favor. Aun así, se notaba que Eva sospechaba: hacía años que no habíamos tocado la casa de juegos. La observé reflexionar sobre la idea.

—Hay algunos trastos amontonados en la caballeriza. Si queréis llevároslos, es cosa vuestra. Me ahorraré pagarle a alguien para que lo haga.

Lyndley le dio un beso en la mejilla.

—Gracias, gracias, gracias —dijo, y fue hacia la puerta—. Eres una mujer maravillosa y una gran persona.

Eva se detuvo, como si se hubiera acordado de algo.

—Por cierto —dijo—, un chico llamó anoche aquí y me pidió una cita. Doy por hecho que te buscaba a ti.

Eso detuvo a Lyndley.

—¿Qué dijo?

—Dijo que me había conocido en una tienda en Cambridge y que podía conseguir un coche para el próximo jueves por la noche si quería salir y «darle a la sin hueso».

—¿Qué le contestaste? —Lyndley estaba intentando no reírse.

—Le dije que estaba ocupada el resto del verano.

Eso le hizo soltar una carcajada.

—Muy bueno —dijo—. Verdaderamente bueno.

—Dalo por terminado —replicó Eva.

—¿Qué? —preguntó Lyndley.

—Se han acabado los viajes a Boston —contestó Eva. Después, lo pensó un instante y añadió—: Más concretamente, no más allá de la ciudad y la isla. Y considérate afortunada. Si tu madre se entera de que has ido a Yellow Dog Island, me matará.

—Vale —asintió Lyndley en voz baja.

—Y quiero saber de antemano dónde te quedas cada noche —siguió Eva.

—Vale.

Mi tía estaba esperando.

—Desde ya —añadió al ver que Lyndley no contestaba al pie que le había dado.

—En la isla —contestó mi hermana—. Por esta noche.

—De acuerdo. —Eva asintió y fue hacia la puerta, dejando a Lyndley allí plantada, ligeramente sorprendida—. Y, por cierto, se pronuncia
Ava
Braun, no Eva Braun. Y esa referencia no tiene ni la más mínima gracia.

De lo único que yo estaba segura era de que allí estaba sucediendo algo más. Nunca había visto a mi tía tan cortante.

Le sujeté la puerta abierta, y ella salió sin un gracias ni una mirada.

Cuando estuvo lo bastante lejos, me volví hacia Lyndley.

—No me puedo creer que le dieras el teléfono de verdad —le dije.

Ella se encogió de hombros. Para lo lista que era, a veces Lyndley se comportaba como una verdadera estúpida.

—Venga —dijo finalmente—. Vamos.

—¿Adónde?

—A arreglar la casa de juegos.

—¿De veras vamos a hacerlo?

—Claro, ¿de qué creías que estábamos hablando?

Tuve que reconocer que no tenía ni idea.

—¿Y por qué iba a querer ayudarte yo?

—Porque eres mi hermana, me quieres y yo necesito tu ayuda.

—No cuela.

—Vale. ¿Qué tal ésta? Porque eres mi hermana, te quiero y sé que no tienes nada mejor que hacer.

La casa de juegos en realidad era el embarcadero de Eva. Estaba erigida sobre pilotes en el muelle, en el agua. Desde mi habitación en la isla, el embarcadero de Eva parecía una enorme boca abierta hacia el mar que esperase a atrapar cualquier cosa que entrara en la bahía. Originalmente construyeron un almacén de aparejos náuticos, cuando los Whitney se dedicaban al comercio marítimo, pero más tarde lo trasladaron y lo colocaron sobre los pilotes, hicieron la abertura del lado de la bahía, dejándolo expuesto a los elementos, con un aspecto continuo de estar a punto de venirse abajo. Cerca de la parte trasera de la edificación estaba el armario donde dejábamos las velas y los remos en invierno. En la parte trasera del armario había una pequeña escalera que conducía al piso diáfano de arriba. Había una ventana en el loft, pero esa ventana no había estado allí en un principio; al igual que la entrada, se hizo mucho más tarde. Cuando la marea estaba lo bastante alta, esa ventana era un lugar magnífico para sumergirse en el agua.

May dice que el loft original seguramente fue construido para el contrabando o para evitar los impuestos británicos, como los túneles que pasaban debajo del parque Common, y que sólo más tarde se utilizaron con propósitos altruistas, como el tren subterráneo, quizá, pero no importa. La cuestión es que el loft era nuestra casa de juegos, y era un lugar fantástico. Eva nos lo había cedido a Lyndley y a mí el primer verano que Cal se había puesto tan mal, para que tuviera un lugar al que huir, un sitio en el que él no pudiera encontrarla.

Nadie de nuestra familia se acercaba al embarcadero en verano, así que era un sitio muy privado. En invierno dejábamos algunos de los barcos allí: el whaler de Beezer, una lancha, y cualquier otro que no quisiéramos dejar amarrado fuera en la isla para que sufriera los embates del mar. El nivel del agua variaba con las mareas, oscilaba de tres a cuatro metros en marea alta a unos pocos centímetros en marea baja. Eso era malo para cualquier cosa con quilla, e incluso con un barco pequeño tenías que levantar el motor fuera de borda cuando te ibas, o volvías y te encontrabas el barco al revés o apoyado sobre la hélice, algo que tampoco era bueno para el motor. Por ese motivo, nadie lo utilizaba ya como un embarcadero de verdad, y así se convirtió en nuestro espacio durante el verano. Olía a salitre, a moho y a guano de gaviotas, y había que usar mucha lejía para conseguir que el sitio oliera más o menos decentemente. En el momento álgido del verano, el edificio se convertía en una sauna, y normalmente era por entonces cuando lo abandonábamos por otras localizaciones. Aun así, era un sitio genial. Incluso cuando la ventana estaba abierta, no se olía nada de lo que hubiera abajo, incluso aunque hiciera treinta y dos grados, algo que no sucedía casi nunca.

Hicimos un montón de viajes de la caballeriza de Eva al embarcadero, cargando sillas, una mesa, e incluso un viejo colchón de pelo de caballo que no era bueno para nadie, pero sin el que Lyndley no podía vivir. Salvo las sillas, no pudimos subir nada por la escalera, así que tuvimos que volver y coger cuerdas y subir la mesa y el colchón por la ventana. El cielo estaba negro por el norte, y aunque la tormenta eléctrica no nos iba a alcanzar, cada vez hacía más viento, y estuvimos a punto de perder el colchón porque casi se nos cae al agua. Cuando por fin lo metimos por la ventana, cayó sobre el suelo del loft, levantando años de polvo. Lyndley lo arrastró hasta una esquina y lo tapó con el cubrecama de motivos indios que había traído consigo.

—Creía que te harías unos pantalones con eso.

—Dije que tú deberías hacerte unos pantalones, nunca dije que yo fuera a hacérmelos.

Odiaba cuando le daba la vuelta a las historias de esa manera. Normalmente se lo decía, pero ese día estaba tan cansada de arrastrar muebles que lo único que quería era tumbarme en el colchón. Me alegraba de que lo hubiera tapado.

Había traído dos cosas en la mochila: el cubrecama y una botella de borgoña que había robado de la bodega de Eva, lo cual era extraño, porque lo único que Lyndley no hacía era beber, y odiaba a todos los que sí lo hacían.

—¿Qué estás haciendo? —dije.

—Ahora verás.

No tenía sacacorchos, así que cogió un viejo punzón y empujó el tapón hacia adentro. El vino se agitó y se derramó, y ella se manchó la camiseta, lo que la puso furiosa, pero después fue hasta la ventana y tiró el resto del vino al mar. Observé cómo el rojo se volvía rosa, después gris y finalmente desaparecía por completo. De algún modo era placentero ver cómo el vino perdía su poder; pensé que tal vez estaba presenciando algún tipo de ritual de curación o algo así: Lyndley exorcizando el poder que el demonio del alcohol tenía sobre su familia. Pero entonces se sentó en el colchón, se lió un porro y mi teoría salió por la ventana junto con el vino.

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