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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (55 page)

BOOK: La legión olvidada
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Una a una, todas las prostitutas corrieron la misma suerte. Al poco, el único que quedaba con vida era Craso. La plataforma estaba llena de sangre y los cuerpos se amontonaban delante, pero la multitud seguía pidiendo más.

Partía quería venganza.

—Salvajes —gruñó Brennus.

Romulus pensaba en Fabiola. Hubiera podido ser una de las mujeres ejecutadas. La tranquilidad que tanto le había costado conseguir se había evaporado: estaba furioso. De repente, lo único que quería era ser libre. Que ningún hombre fuese su amo. Ni Memor ni Craso ni ningún parto. Miró a los guardias que estaban más cerca y se preguntó con qué rapidez reaccionarían si los atacaba. Podía decidir su suerte.

—Regresarás a Roma —dijo Tarquinius entre dientes—. He visto tu destino. No termina aquí.

Cerraron los ojos cuando un ensordecedor redoble de tambores anunció el final del espectáculo.

«Sé fuerte. Como Fabiola. Sobreviviré.»

—Mirad. —El galo señaló con un gesto el escenario.

Los guardias ni siquiera se preocuparon de desatar al último prisionero. Lo que hicieron fue colocar toda la estructura en la plataforma. Un profundo rugido primigenio acogió la acción.

Había llegado la hora de que Craso pagase.

Craso intuía que había llegado su final y gritaba y pataleaba en vano. La soga con la que estaba atado era gruesa y resistente, y al poco tiempo Craso se dejó caer contra las toscas maderas, con el rostro gris de agotamiento y miedo. Durante el forcejeo, la corona de laurel se le había torcido sobre un ojo, y los guerreros la señalaban y se reían.

De nuevo el sacerdote habló: lanzó una furiosa diatriba contra el hombre que había invadido Partía. Babeaba y los espectadores empezaron a gritar iracundos y se acercaron de nuevo en tropel a las lanzas cruzadas de los guardias. Tarquinius pensó en traducir lo que decía, pero los soldados que le rodeaban no necesitaban muchas explicaciones de lo que pasaba. Y sólo un puñado parecía lamentar la situación de Craso.

Cuando el parto terminó el discurso, esperó a que se hiciese el silencio. Al final, la muchedumbre calló.

El general miró la masa de prisioneros harapientos. Por sus uniformes, sabía que sólo podían ser soldados romanos.

Todo lo que recibió fueron insultos.

Craso bajó la cabeza al darse cuenta de la inevitabilidad de su suerte. Ni siquiera sus soldados lo salvarían.

Romulus bullía de ira. No le hubiese importado matar a Craso en un combate, pero un espectáculo público como ése, tan atroz como las peores depravaciones de la arena, era completamente contrario a su naturaleza. Miró a Brennus y se dio cuenta de que el galo sentía lo mismo.

Como de costumbre, Tarquinius parecía absolutamente tranquilo.

Un herrero se inclinó sobre el fuego e introdujo un cucharón en el caldero. Cuando lo sacó, grandes gotas de oro fundido se derramaron por el borde y estuvieron a punto de caerle en los pies. Con los brazos extendidos, caminó despacio hacia el escenario.

La multitud gritó al imaginar lo que iba a suceder, y Romulus apartó la mirada.

Los guardias echaron la cabeza de Craso hacia atrás y le colocaron la barbilla sobre un travesaño de madera. Se la ataron mirando hacia el cielo con lazadas de cuerda. El sacerdote se acercó e insertó un pequeño tornillo de metal entre las mandíbulas del prisionero. Las separó y dejó a la vista los dientes y la lengua.

Craso gritó al darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder. No dejó de gemir mientras el herrero subía las escaleras sujetando la ardiente carga a una distancia prudente.

El sacerdote hizo un gesto de impaciencia.

—El oro se enfría con rapidez —afirmó Tarquinius.

Los ojos de Craso iban de un lado a otro a medida que el calor se acercaba y la estructura se movía debido a sus intentos desesperados de soltarse.

El herrero levantó el cucharón por encima de su cabeza y se detuvo.

Ante los gritos de aprobación, el barbudo parto salmodió una serie de palabras con voz profunda y resonante.

—Llama a los dioses para que reciban la ofrenda —musitó Tarquinius—. Simboliza la victoria sobre la República. Demuestra que con Partia no se juega.

La mano del herrero empezó a temblar debido al peso de la carga. De repente, a Craso le cayó una densa gota de oro en un ojo. Se le reventó el globo ocular y el grito de mayor dolor que Romulus había oído en su vida desgarró el aire. Una mezcla de fluido claro y sangre cayó por la mejilla del general.

El otro ojo de Craso tenía una mirada de terror. Un charco de orina se formó a sus pies.

El sacerdote entonó una última oración e hizo un gesto brusco con la mano derecha.

Un gemido inarticulado escapó de los labios de Craso cuando vertieron el oro como si fuera un río de fuego fundido. Con un chisporroteo audible para todos, le vaciaron el líquido hirviendo en la boca abierta, silenciando al general para siempre. Su cuerpo daba sacudidas espasmódicas por la increíble agonía que suponía semejante suplicio. El vapor ascendió en pequeñas espirales cuando la carne alcanzó el punto de ebullición. Sólo las fuertes ataduras evitaron que Craso se soltase. Al fin, el metal precioso llegó al corazón y a los pulmones y quemó los órganos vitales.

Craso se desplomó y quedó colgado de la estructura.

Estaba muerto.

Los espectadores partos se pusieron frenéticos. No se oían más que gritos, campanas y golpes de tambor.

Muchos soldados vomitaron por la escena. Otros prefirieron cerrar los ojos antes que presenciar la salvaje ejecución. Unos pocos lloraron. Romulus juró en silencio que, costara lo que costase, escaparía.

Cuando la multitud se calmó, el sacerdote clavó un dedo en el cuerpo de Craso y empezó a gritar a los prisioneros. Con sus palabras, se hizo el silencio otra vez.

El espectáculo no había terminado.

Tarquinius se inclinó hacia delante.

—Nos ofrece la posibilidad de elegir.

Los soldados que estaban cerca aguzaron el oído.

—¿Elegir qué? —preguntó Brennus.

—Una cruz para cada uno. —El etrusco señaló a los oficiales—. O, si lo preferimos, el fuego.

—¿Eso es lo que ha dicho? —Félix escupió—. Prefiero morir luchando. Tiró de la soga que tenía al cuello.

Resonaron gritos de ira.

—Hay otra opción.

Al ver que Tarquinius traducía sus palabras, el sacerdote sonrió y señaló con la daga hacia el este.

Todos se volvieron hacia el etrusco.

—Podemos unirnos al ejército parto y luchar contra sus enemigos.

—¿Hacer la guerra con ellos? —Félix no se lo creía.

—El mismo trabajo, diferente amo —dijo Brennus. Tras el horror de la ejecución había recuperado su aplomo—. ¿Dónde?

—En las fronteras más lejanas del Imperio.

—Al este —añadió el gigante galo con tranquilidad.

Tarquinius asintió con la cabeza.

Romulus tampoco se inmutaba, sin embargo los legionarios estaban aterrorizados.

—¿Podemos confiar en ellos? —Félix frunció el ceño al ver que los guardias pinchaban con las lanzas el cuerpo sin vida de Craso.

—Decide tú mismo. —Tarquinius levantó las cejas—. Nos han dejado con vida todo este tiempo y nos han mostrado la ejecución de Craso como ejemplo. —Se dio media vuelta para ver a los hombres que estaban detrás y gritarles las opciones que tenían.

Cuando Tarquinius hubo terminado, el sacerdote barbudo volvió a hablarle.

—¡Tenemos que decidirnos ahora! —gritó el etrusco—. ¡Quienes quieran ser crucificados que levanten la mano derecha!

Nadie levantó la mano.

—¿Queréis morir como Craso?

No hubo ninguna reacción.

Tarquinius hizo una pausa. El sudor le caía por la cara, pero estaba totalmente contenido cuando emitió el ultimátum.

Romulus frunció el ceño. El etrusco estaba excesivamente tranquilo.

—¿Os unís al ejército parto?

El silencio llenó el ambiente. Incluso los gemidos de los oficiales crucificados eran inaudibles. El público miraba y contenía la respiración.

Romulus arqueó las cejas y miró a Brennus.

El galo levantó la mano derecha.

—Es la única opción sensata —dijo—. De esta forma seguiremos con vida. —«Y me encontraré con mi destino.»

Levantó la mano y Tarquinius hizo lo mismo.

Un mar de manos se alzó a su alrededor cuando los demás prisioneros aceptaron poco a poco su destino. No era muy probable que sus compañeros de la prisión discutiesen su decisión.

El sacerdote asintió satisfecho.

Diez mil legionarios marcharían hacia el este.

28 - Manumisión

Roma, otoño del 53 a.C.

A Fabiola le había costado decidir cuál sería el mejor método para enfrentarse a Pompeya. Había tenido tiempo de pensar mientras lavaba la ropa de cama ensangrentada y Vettius se deshacía del cuerpo de la serpiente en la cloaca. Después, Fabiola se comportó como siempre y, confiada porque sabía que Vettius estaba cerca, se reunió con otras mujeres en las termas.

Pompeya palideció de sorpresa antes de enrojecer de furia. Pero con tanta gente delante, no podía hacer nada. Se había producido un incómodo silencio mientras las otras prostitutas observaban a las dos enemigas. Fabiola fingió no saber nada y se puso a hablar animadamente sobre el próximo día festivo porque, durante las fiestas, normalmente tenían más clientes de lo habitual. Poco a poco el ambiente se fue relajando.

Como Fabiola sospechaba, Pompeya no se desanimó. Eso era exactamente lo que quería. La pelirroja enseguida se disculpó, salió del agua templada y se fue a ver a la madama. Como Benignus escuchó la conversación a escondidas, Fabiola se enteró enseguida de que Pompeya había conseguido que Jovina le diese permiso para salir del burdel más tarde. Por lo visto, quería consultar a un adivino sobre su mejor cliente. En realidad lo que quería era saber si todavía era posible asesinar a Fabiola, quizás incluso comprar más veneno. La muchacha de melena negra sonrió sin ganas. Parecía que, después de tres intentos de asesinato, los dioses la protegían. Sólo podía rezar para que hiciesen lo mismo por Romulus.

Cuando al fin se le ocurrió la solución, Fabiola arrugó la cara como si le doliera algo. Se quejó de un fuerte dolor de estómago, abandonó las termas y se retiró a su dormitorio. Tras varias visitas ruidosas al servicio, todos los que la rodeaban se enteraron de que Fabiola sufría una intoxicación alimenticia. Poco después, tras aplicarse un poco de polvo de albayalde en la cara, le rogó a una de las mujeres que le dijese a Jovina que esa noche probablemente no podría trabajar.

En general, las horas antes del atardecer eran tranquilas. Fabiola se arrodilló sola ante el altar de Júpiter y rezó para que fuese así. Necesitaba una oportunidad para salir del burdel sin ser vista. Ésa era la parte más arriesgada del plan. Para tener una coartada necesitaba que todo el mundo la creyera enferma en su habitación.

Los dioses seguían sonriendo a Fabiola.

El Lupanar estaba tranquilo y las prostitutas descansaban y dormían en sus celdas. Esa tarde no apareció ni un solo cliente y Jovina se retiró a su habitación a dormir la siesta, algo que no solía hacer. Ninguna de las aburridas mujeres que estaban en la antesala al lado de la recepción prestó atención cuando Pompeya salió acompañada por Vettius. Al cabo de unos instantes, Fabiola se escabulló ataviada con una capa larga y la capucha puesta. Benignus se quedó en la entrada, dando vueltas nervioso a la porra que tenía en las manos. Los dos porteros querían formar parte del plan de Fabiola, pero uno de ellos se tenía que quedar en el Lupanar y Vettius se había negado. La prueba de la traición de la pelirroja le había indignado tanto que había insistido en acompañarla en su salida.

Para Fabiola era fácil seguir a la pareja a una distancia prudencial.

Una vez terminada la adivinación, Vettius sabía dónde le estaría esperando.

Pompeya seguía reflexionando sobre el buen augurio que le había hecho el adivino y apenas tuvo tiempo de protestar cuando se encontró en un callejón, a diez pasos de la estrecha calle que llevaba al burdel. Vettius, que abultaba el doble que ella, estaba muy acostumbrado a sacar del burdel a la fuerza a los clientes ricos sin hacerles daño.

Enseguida el ruido de los carros tirados por bueyes y de los comerciantes a la caza de clientes pareció muy lejano. La poca luz se había convertido en una tenue penumbra que apenas permitía ver. El suelo desigual estaba cubierto de trozos de cerámica y verduras podridas mezclados con excrementos, paja sucia y restos de carbón de los braseros que mantenían calientes las miserables
insulae
. Un perro sarnoso que olisqueaba buscando comida ladró una vez y salió corriendo, sorprendido por la intromisión.

Pompeya, que pensaba que Vettius quería aprovecharse de ella, empezó a coquetear.

—No sabía que te interesara, grandullón. —Esbozó una sonrisa fingida—. Aunque éste no es el lugar. Ven a mi habitación mañana por la mañana cuando haya acabado el trabajo. No te arrepentirás.

El portero no contestó. Con el rostro inexpresivo, empujó a la pelirroja hacia el fondo del callejón. Al hombro derecho llevaba un
gladius
envainado, siempre útil en las peleas callejeras.

—¿No puedes esperar? Típico de los hombres. —Sin más protestas, Pompeya se paró y empezó a subirse el vestido—. Bueno, ven. Aquí está más limpio.

Algo voló por los aires y aterrizó a sus pies.

Incluso a la luz tenue, era fácil reconocer una cabeza de serpiente. Pompeya gritó y retrocedió de un salto con la boca abierta por el susto.

Por la expresión del rostro de su antigua amiga, Fabiola supo todo lo que necesitaba saber. Salió de las sombras y levantó amenazadora la daga de Vettius.

Pompeya se quedó lívida. Aquello no era una simple cópula para tener al portero contento. Se apartó, los pies vacilantes sobre la basura y los fragmentos de terracota.

—Por favor —rogó—. No me hagas daño.

—¿Por qué no? —le gritó Fabiola—. Has intentado hacerme lo mismo. Tres veces. Y yo no te he hecho nada. —En las comisuras de los ojos de Pompeya se formaron gruesas lágrimas de autocompasión.

—Tú te llevas a los mejores clientes —gimoteó.

—Hay muchos clientes —dijo Fabiola entre dientes—. Y yo sólo lo hago por mi hermano.

—Hace mucho que está muerto —contestó Pompeya con malicia—. El augur lo juró. —A pesar de la gravedad de la situación, seguía llena de ponzoña.

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