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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (59 page)

BOOK: La legión olvidada
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Romulus le observaba con el rabillo del ojo. Era obvio que Brennus nunca hablaba de su destino y que estaba convencido de que Tarquinius sabía algo de la suerte del galo que no quería decir. Pero vivían con cientos de hombres y rara vez se presentaba la oportunidad de hablar a solas. E incluso cuando se daba, Romulus no estaba muy seguro de querer preguntárselo a ninguno de los dos amigos. Ya resultaba bastante extraño que el etrusco supiese tantas cosas. Hacía dos años que Romulus conocía a Tarquinius, pero todavía no se había acostumbrado a sus extraordinarias habilidades. Siempre utilizaba el cielo, los pájaros y el viento para revelar con exactitud hechos pasados o futuros. De vez en cuando Tarquinius le explicaba lo que hacía, y Romulus ya sabía predecir cosas sencillas como el próximo chaparrón. Se trataba de unos conocimientos fascinantes, y cada vez que el arúspice le revelaba algo nuevo intentaba prestar mucha atención. Pero Tarquinius seguía guardándose muchas cosas para sí.

—Casi todo lo que sé es sagrado —le decía con pesar—. Y sólo se lo puedo revelar a un adivino.

Romulus solía contentarse. La vida era más sencilla si uno no sabía todo lo que iba a suceder. Tenía suficiente con que le dijesen que iba a sobrevivir en el ejército parto. Eso le dejaba espacio en el corazón para soñar con el regreso a Roma.

Para encontrar a su familia.

Durante la larga marcha, Romulus había pasado por etapas en las que culpaba a su madre de su horrible situación. Podría haber matado a Gemellus una de las muchas veces que estuvo en su cama. Pero no lo había hecho. ¿Por qué? La ira le dominaba cuando pensaba la facilidad con la que podría haber hecho callar al gordo comerciante para siempre. Pero, al final, entendía el razonamiento de su madre. Ella no era un luchador entrenado como él. Velvinna había sido una madre con dos hijos pequeños y había hecho todo lo posible por protegerlos. Había dejado que Gemellus la violase una y otra vez para velar por la seguridad de los mellizos. Esta amarga conclusión había llenado a Romulus de vergüenza y asco. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes del sacrificio de su madre? Comprenderlo hizo que todavía estuviese más resuelto a matar a Gemellus. Pero era difícil no perder la esperanza. A diferencia de Brennus, se esforzaba por creer algunas de las predicciones más increíbles de Tarquinius. Se mirase por donde se mirase, el regreso a casa en aquel momento parecía imposible.

—¿Margiana? —dijo Félix—. Nunca había oído ese nombre.

—Confía en mí —respondió Tarquinius socarrón—. Existe.

—¿Cómo es?

—Paisajes verdes. Ríos anchos y tierra fértil.

Félix señaló el desierto.

—Cualquier cosa será mejor que este infierno.

Romulus se rió. Además de ser uno de los pocos supervivientes de la cohorte de Bassius, Félix era un buen compañero.

—¿Quién vive allí? —preguntó Brennus.

—Descendientes de los griegos, lo que significa que son gente civilizada. Y nómadas. Hombres con la piel amarilla, el cabello negro y los ojos rasgados.

—Por lo que dices parecen demonios —farfulló Félix.

—Sangran como todo el mundo.

—¿Cómo luchan? —Brennus siempre era el más pragmático. Siempre sería un guerrero.

—Con arcos. A caballo.

Se escuchó un quejido colectivo.

—¿Y tampoco son amigos de Partia?

Tarquinius negó con la cabeza.

—Así que marchamos hasta el extremo más lejano de la tierra para que nos masacren —dijo Félix con sarcasmo—. Otra vez.

—No si yo tengo algo que ver con ello —respondió Tarquinius—. Tenemos que cubrir todos los escudos con soda.

—¿Qué? ¿Con el material de los estandartes de los partos? —preguntó el galo.

Las inmensas banderas de colores vivos habían contribuido a aterrorizar a los soldados de Craso antes de llegar a Carrhae.

—Eso mismo. Servirá para detener esto. —El etrusco señaló las flechas de la aljaba de Brennus.

Quienes le oyeron se animaron ante la perspectiva de sobrevivir a la lluvia de flechas que había matado a sus compañeros.

Romulus alguna vez había visto en la arena a damas de la nobleza ataviadas con suaves túnicas brillantes.

—Nos costará una fortuna, ¿no es así? —preguntó.

—No si sustraemos la carga de seda de una caravana.

Brennus y Romulus sentían verdadera curiosidad.

—Dentro de doce días nos cruzaremos en el camino con mercaderes de Judea que regresan de la India —comentó Tarquinius.

Partía estaba prácticamente despoblada, habitada sólo por pequeñas tribus nómadas, y desde que habían dejado Seleucia apenas se habían cruzado con alguien en el desierto. Pero a esas alturas ya nadie cuestionaba los poderes del etrusco. Si Tarquinius decía que algo iba a pasar, pasaba.

—Es un viaje largo —dijo Romulus sorprendido. Sabía por el mapa antiguo que la India estaba todavía más lejos que Margiana. Descubrir que se podía hacer semejante viaje por decisión propia era una sorpresa—. Debe de merecer la pena.

Tarquinius esbozó una sonrisa enigmática.

Brennus empezó a impacientarse y el etrusco cedió.

—Transportarán principalmente especias. Y mucha seda.

—Para que nosotros forremos los escudos —declaró Brennus pensativo—. Probablemente habrá que convencer a Pacorus. Y no creo que a Orodes le guste que sus capitanes empiecen a robar a los mercaderes.

Tarquinius se sorprendió.

—¿Quién ha dicho que vayamos a robar?

Brennus gruñó.

—¿De qué otra manera vas a conseguir que los mercaderes de Judea se separen de sus mercancías?

—Les compraré las telas.

—Necesitarás algo más que la cabeza de oro —contestó el galo, señalando con la cabeza el lituo que colgaba del cinturón de Tarquinius.

Desde que Pacorus se había percatado de la valía del etrusco, Tarquinius había dejado de esconder el símbolo de su poder. Al recordar historias de arúspices de la infancia, otros soldados contemplaban intimidados el cayado, lo cual situaba a su cohorte en un lugar especial en la Legión Olvidada.

Incluso Romulus tenía sus reservas. La seda era la mercancía más preciada. A los mercados de Roma sólo llegaba en pequeñas cantidades, transportada desde distancias tan lejanas que pocos podían imaginar. La cantidad necesaria para forrar más de nueve mil escudos costaría una fortuna.

—¿Y cómo la vas a comprar? —preguntó el galo.

—Tengo que hablar con Pacorus —anunció Tarquinius.

Brennus puso los ojos en blanco.

—No nos lo dirá —dijo Romulus—. Ya deberías saberlo.

El galo se rió.

Acostumbrado al carácter reservado de Tarquinius, Romulus tampoco preguntó. Habían sobrevivido a Carrhae y habían marchado hacia el este más de mil quinientos kilómetros con pocos percances. A pesar de la aparente falta de fondos, la predicción lo tranquilizó. El sabio arúspice se ganaría a Pacorus y conseguiría la seda necesaria para proporcionarles una forma de luchar contra nuevos enemigos. Tal vez regresar a Roma fuese imposible, pero aquello no. Avanzó con seguridad, a grandes zancadas. La arena caliente crujía bajo las suelas de sus sandalias.

Tarquinius cumplía las promesas. Esa noche dejó a los otros apiñados alrededor de una diminuta hoguera, comiendo pan y carne seca de cabra. En cuanto los legionarios hubieron jurado lealtad a Partia, los captores empezaron a tratarlos mejor y les daban una cantidad razonable de comida todos los días. No tenía sentido hacer pasar hambre a los hombres que tenían que luchar por el Imperio.

El etrusco se abrió camino silenciosamente en la oscuridad y observó a los soldados que descansaban. Aunque eran prisioneros, todavía reinaba una disciplina aceptable, un sentido del orden. Las tiendas de tela estaban colocadas en filas ordenadas, de centuria en centuria. Incluso se habían construido murallas provisionales con parejas de guardias que caminaban vigilantes alrededor del perímetro. Parecía un típico campamento militar, excepto que ése estaba mucho más lejos de Roma de lo que cualquier legionario se hubiera aventurado.

Desde que los prisioneros se habían dado cuenta de que no los iban a matar porque sí, los ánimos habían mejorado. Lucharían bien, especialmente cuando Tarquinius les enseñase una nueva protección contra las flechas mortíferas de las tribus.

—¡Detente! —Unos fornidos guerreros apuntaron al etrusco con las lanzas. Pacorus tenía soldados partos apostados alrededor de su tienda toda la noche—. ¿Quién anda ahí?

—El arúspice.

El miedo llenó sus ojos.

—¿Qué quieres? —preguntó uno de ellos.

—Hablar con Pacorus.

Hablaron entre sí un momento.

—Espera aquí —ordenó cortante el primer guardia.

Dejó a sus compañeros vigilando a Tarquinius y entró en la tienda grande situada a unos pasos de allí. El parto no tardó en regresar. Levantó la puerta de tela y sacudió la cabeza.

Tarquinius se acercó y se agachó un poco para entrar. El guerrero permaneció al lado de la puerta y, nervioso, sujetaba el arma con fuerza.

En marcado contraste con las tiendas de los romanos, el interior de la tienda de Pacorus estaba lujosamente decorado. Gruesas alfombras de lana cubrían el suelo y un brasero humeaba en una esquina para proporcionar calor contra el frío de la noche. Las antorchas empapadas de aceite que ardían en recipientes hondos proyectaban sombras alargadas. Había cojines para reclinarse esparcidos por el suelo, pero las armas colocadas sobre un soporte de madera recordaban el verdadero propósito del viaje. Unos esclavos cocinaban sobre una hoguera y otros estaban de pie con bandejas de comida y bebida. El apetecible olor de carne asada llenaba la tienda.

Al etrusco se le hizo la boca agua. Hacía mucho tiempo que no comía cordero fresco. Le asaltó el recuerdo de Olenus en la cueva y Tarquinius rezó una oración de agradecimiento por la sabiduría que el anciano le había transmitido. Gracias a sus habilidades, el arúspice sabía lo que estaba a punto de suceder.

Pacorus estaba sentado con las piernas cruzadas al lado del brasero. Con un hueso medio roído hizo señas a Tarquinius para que se sentase. El parto no parecía asombrado de verle.

—Comparte mi comida —dijo, e hizo un gesto brusco al sirviente que estaba más cerca.

Pacorus tenía la barba manchada de grasa y le bailaban los ojos con interés. Había cambiado el jubón holgado que solía llevar por una elegante túnica y pantalones abombados blancos de algodón. Por debajo de sus piernas musculosas asomaban unas babuchas puntiagudas de piel suave. Aunque en la cintura llevaba un delicado cinturón de oro, de él colgaban dos dagas curvas. Ante todo, Pacorus era un guerrero.

Tarquinius se sentó y aceptó la carne que le ofrecían y un vaso de madera que contenía buen vino. Reinaba el silencio mientras comía y bebía. Cuando el etrusco alzó la vista, Pacorus le miraba atentamente.

—¿Cómo están mis nuevas tropas? —preguntó el parto—. ¿Listas para obedecer a su nuevo amo?

—No les queda más remedio.

Pacorus se inclinó hacia delante.

—Dime. ¿Lucharán por mí los legionarios? ¿O huirán como en Carrhae?

—Yo sólo puedo responder por mi cohorte. —Tarquinius habló con seguridad.

Después de que Pacorus hubiese accedido a su petición de rearmar a los legionarios de su unidad, la moral había subido inmediatamente. Lo único que había necesitado para convencer al parto había sido una predicción exacta de los pasos de montaña que estarían bloqueados por la nieve. Esa valiosa información probablemente había salvado vidas y, desde luego, había acortado el viaje varios días.

—Lucharán hasta la muerte por no sufrir otra derrota.

Pacorus se reclinó satisfecho. A la manera de los enemigos que se tratan de forma educada, la pareja dedicó unos minutos a hablar sobre el viaje y las zonas fronterizas. Tarquinius enseguida se enteró de que en toda la región oriental había muchos disturbios y que la función de la Legión Olvidada se iba a limitar a restaurar la paz.

—¿Para qué has venido? —preguntó por fin Pacorus.

El etrusco no se anduvo con rodeos.

—Tengo una propuesta.

Pacorus levantó una mano y enseguida apareció un cuenco con agua caliente que sostenía un esclavo. Se limpió las manos y la cara y sonrió.

—El prisionero tiene una propuesta para el captor.

Tarquinius inclinó la cabeza.

Disgustado por la poca deferencia, la actitud del parto ya no era tan cordial.

—¿Y?

—Dentro de poco nos cruzaremos con una caravana de mercaderes de Judea.

—En su camino de regreso de la India. —Pacorus tomó una naranja de una bandeja de plata y empezó a pelarla—. ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?

—Gran parte de la carga es seda.

—Suele serlo.

Tarquinius cambió de táctica.

—¿Cuál es el principal deber de la Legión Olvidada?

Sonrió al oír el nombre.

—Defender al Imperio de las tribus hostiles. Bactros, sogdianos, escitas.

—Cuyos guerreros utilizan arcos compuestos como los partos.

Pacorus cada vez estaba más irritado con las explicaciones ambiguas de Tarquinius.

—Vuestras flechas masacraron a nuestros hombres en Carrhae. Y lo mismo sucederá con las de los nómadas si no tenemos un plan —explicó Tarquinius.

—Adelante —dijo el comandante con frialdad.

—A Orodes no le gustará que acaben con su nueva guarnición fronteriza nada más llegar. Eso permitiría nuevas incursiones en Partia.

Pacorus comió un gajo de naranja y lo masticó pensativo.

—¿Qué propones?

—La seda es muy resistente.

El parto parecía confuso.

—Si forramos los escudos de los soldados con capas de seda —continuó Tarquinius con voz queda—, no los traspasará ni una flecha.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Sé muchas cosas.

Pacorus veía por dónde iba.

—Los mercaderes pagan tributos por entrar en Antioquía y en Seleucia —explicó—. Y el rey no tolera que se robe a viajeros honestos.

La mayor parte de la riqueza de Partia provenía de los impuestos que pagaban quienes regresaban de Oriente.

—No le vamos a robar a nadie —contestó Tarquinius.

—Entonces, ¿cómo vamos a pagar? —inquirió secamente el parto.

Tarquinius se llevó la mano a la túnica y sacó la bolsita de cuero. Desató el cordón y dejó caer en la palma de la mano un enorme rubí. Lo llevaba cerca de su corazón desde el día que lo había sacado de la empuñadura de la espada de Tarquino. Tras diecisiete años, había llegado el momento de utilizar el inestimable regalo de Olenus.

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