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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (57 page)

BOOK: La legión olvidada
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—¿Es la…?

Brutus asintió.

—Tu manumisión.

Cuando tomó el pergamino, el corazón de Fabiola latía con fuerza. De todas las cosas que había esperado ese día, el documento que la convertía en una mujer libre era la última. La idea de dejar el Lupanar para siempre la hizo salir del pozo negro en que se encontraba. A pesar del lujo chabacano y de su esplendor, no era más que un burdel lleno de prostitutas caras. «Tal vez Docilosa ya sabía algo», pensó. La vida continuaba, era cierto.

Fabiola respiró hondo y alzó la vista.

—¿Por qué ahora?

Brutus estaba avergonzado.

—Tenía que haber sido hace mucho tiempo —masculló—. Pero he estado muy ocupado. Ya sabes, la situación entre César y Pompeyo cambia cada puñetero día.

Fabiola le puso una mano en el brazo y le dedicó una sonrisa radiante. Una sonrisa que sabía que le encantaba.

—¿Qué ha cambiado, mi amor?

—La situación en la ciudad se deteriora a marchas forzadas. —Frunció el ceño—. Clodio hace mucho que cortó los lazos con César, y Milo nunca ha tenido amo. Ahora sus bandas controlan la ciudad casi por completo. Las elecciones se han pospuesto porque los funcionarios encargados de controlarlas temen por su vida. Roma es cada vez más peligrosa.

Fabiola asintió con la cabeza. Desde que se conocían la derrota y la captura de Craso, se había producido una escalada de violencia. Los asesinatos eran todavía más corrientes; todos los días había disturbios y quemaban edificios públicos. Desde que varios políticos rudos y manipuladores como Clodio Pulcro y Tito Milo habían entrado en la carrera por el poder, el futuro de Roma parecía cada vez más negro. Teniendo en cuenta que César estaba empantanado en la Galia, Pompeyo se mantenía neutral y esperaba que el Senado le pidiese ayuda.

—Quiero que estés en algún lugar seguro, lejos de aquí —dijo Brutus—. Fuera de la ciudad, hasta que la situación se tranquilice. Me ha parecido un buen momento para comprar tu libertad.

El corazón de Fabiola se llenó de júbilo.

—Que los dioses te bendigan para siempre —exclamó, y le volvió a besar.

Encantado con su respuesta, Brutus enseguida empezó a hablar de su nueva villa en Pompeya y de las reformas que podrían hacerle. Mientras escuchaba, el sentimiento de culpabilidad de Fabiola regresó con más fuerza. Hacía apenas un momento que era libre y ya se empezaba a olvidar de Romulus. Las lágrimas le anegaron los ojos y se dio la vuelta.

Brutus se quedó callado a mitad de frase.

—¿Fabiola?

—No me pasa nada, es que… —acertó a decir con la barbilla temblorosa.

Brutus le acarició la cara.

—Tienes que decirme lo que te pasa. Puedo ayudarte.

Como siempre, a Fabiola le conmovió su preocupación.

—Es por mi hermano mellizo —dijo con tristeza.

—¿Tienes un hermano? ¿Es esclavo? —Brutus se rió—. También le conseguiré la libertad.

—No puedes.

El noble sonrió con dulzura.

—Estoy seguro de que no costará más que tú.

Fabiola iba a preguntar pero él le selló los labios con un dedo.

—Con Jovina es difícil negociar. —Fue todo lo que dijo—. Háblame de tu hermano.

—Romulus era uno de los soldados del ejército de Craso.

Brutus parecía confuso.

Sin revelarle las fuentes, Fabiola le explicó lo que había averiguado a través de Memor y Vettius sobre la fuga de Romulus del
ludus
y su posible participación en la invasión de Partia.

Brutus había visto muchas batallas en la Galia y conocía la suerte de los soldados rasos. Como estaba al corriente de lo sucedido en Carrhae, sabía que era muy poco probable que Romulus estuviese vivo. Intentaba pensar qué podía decirle mientras le daba palmadas torpes en el brazo.

Ninguno de los dos habló durante un rato.

De repente a Brutus se le iluminó el semblante.

—Puede que sea uno de los prisioneros —dijo, sin mucho convencimiento—. Dejemos que la situación se apacigüe durante unos meses, y después ya veremos si podemos enviar un mensajero al este. Tal vez pueda comprarlo para que regrese.

Aunque era evidente que lo decía por animarla, le resultaba muy tentador creer en sus tranquilizadoras palabras. Desesperada por aferrarse a algo que no fuera la venganza, Fabiola quiso creérselas. Nadie sabía cuál sería su suerte. Excepto los dioses. Cerró los ojos y rezó como no lo había hecho jamás.

«Júpiter, protege a mi hermano de todo mal.»

Una vez pasada la euforia inicial de recibir la manumisión, Fabiola le había pedido a Brutus otro favor. Él estuvo encantado de satisfacerla. Además, el precio de una simple esclava de cocina apenas alteraba el contenido de sus cofres. Gracias a sus campañas en la Galia junto a César, Brutus era más rico que nunca. Consiguiendo la libertad de Docilosa, Fabiola contaría con una aliada que la acompañaría a la villa de su amante. No estaría sola cuando Brutus estuviese en Roma. Fabiola también le había pedido que comprase a los dos porteros, pero Jovina se negó en redondo. Eran demasiado valiosos.

El día de su partida del Lupanar fue un recuerdo para siempre grabado en su mente. Jovina la había adulado y había suspirado, triste de ver marchar a su mejor fuente de ingresos; las otras mujeres habían reído y llorado alternativamente; sorprendentemente, Claudia había acabado enfurruñada, envidiosa de la buena suerte de su amiga. Los más consternados fueron Benignus y Vettius, y eso a Fabiola le llegó al corazón.

—No nos olvides —había musitado Vettius con los ojos clavados en el suelo.

No iba a olvidarlos. Era difícil encontrar hombres tan de fiar como los dos gigantescos esclavos.

El día después de la manumisión, los amantes se trasladaron a Ostia, el puerto de Roma. El
Ajax
, la galera liburnia de Brutus, se encontraba amarrada en el muelle. Más pequeña que un trirreme, la veloz embarcación con dos filas de remos era su orgullo y su alegría. El capitán del
Ajax
dirigía la proa alargada del barco directamente a las olas y se mantenía cerca de la costa para evitar que la tormenta los llevase mar adentro. Los golpes constantes del tambor alentaban a los cien remeros esclavos a trabajar duro para conducir a Brutus y a Fabiola hacia el sur. Su destino era Pompeya, en la conocida bahía de Neapolis, un viaje que duraba unos seis días.

A Fabiola no le gustaba viajar en barco. Protegida del viento y de la lluvia por un baldaquín de tela gruesa y sentada al lado de un brasero encendido, rodeada de lujos, se sentía incómoda porque el agua que golpeaba el casco le recordaba la fragilidad de la vida. Sin embargo, Brutus estaba en su elemento y se pasó todo el viaje explicándole sus campañas en la Galia.

A Fabiola le intrigaban todos los detalles de las batallas de César. Si la mitad de lo que Brutus le contaba era cierto, su general debía de ser un gran líder y estratega. A Pompeyo le iba a costar ganar la carrera por el poder. Al cabo de seis días Brutus todavía no había hablado sobre la rebelión de los vénetos tres años antes, levantamiento que había sido aplastado gracias a su pericia y habilidad. Cuando ella se lo recordó con delicadeza, Brutus tuvo la gracia de sonrojarse. Su actitud sencilla y sin pretensiones era una de las cosas que más le gustaban de él.

—Los vénetos se habían rendido doce meses antes —empezó—. Pero durante el largo invierno, los druidas de la tribu convencieron a los jefes para que secuestrasen a un grupo de oficiales que requisaban víveres. Los perros pensaron que podrían obtener un suculento rescate por ellos y se retiraron a sus bastiones, construidos en estuarios. No podíamos acercarnos por tierra, excepto estando la marea baja.

Fabiola nunca había escuchado la historia completa. Asentía animándole.

Una vez que hubo empezado, no costó mucho que siguiese hablando.

—Cuando llegó la primavera, construimos una flota de trirremes en el río Liger y navegamos costa arriba. ¡La verdad es que pillamos a esos cabrones por sorpresa!

Fabiola intentó mantener la compostura cuando el
Ajax
quedó colgado en la cresta de una ola antes de caer al seno de la misma.

—¿Falta mucho? —preguntó.

Brutus llamó inmediatamente al capitán, un griego viejo y duro que iba descalzo y alternaba sus ratos al timón con periodos en la cubierta gritando a los esclavos. Escuchó atento la respuesta.

—No falta mucho, mi amor. Ya hemos pasado Misenum y la entrada de la bahía hace un rato.

Fabiola sonrió.

—¿No tenían los vénetos buenas embarcaciones de altura?

—¡Ya lo creo! Grandes embarcaciones con la proa alta y velas inmensas muy superiores a las nuestras —exclamó Brutus sonriendo triunfal—. Pero Marte nos bendijo con un tiempo sereno y una tarde remamos hasta allí y los acorralamos contra los espigones y los acantilados sobre los que estaban las aldeas. Por si acaso, había ordenado que atasen docenas de guadañas a unos largos postes y los marineros pudieron destrozarles los aparejos. —Su amante profirió un grito de admiración—. Nuestros pelotones de abordaje saltaron a las embarcaciones y tomamos los asentamientos en un abrir y cerrar de ojos. Y también liberamos a los oficiales. —Brutus suspiró—. Pero César quiso dar ejemplo con los vénetos. Ejecutamos a todos sus líderes y vendimos a todos los de la tribu como esclavos.

Fabiola se arregló el pasador de oro y perlas que le sujetaba el cabello e intentó no imaginarse la escena: los gritos de los heridos y de los guerreros moribundos en los barcos; el mar rojo de sangre y lleno de cadáveres hinchados. Los tejados de paja incendiados, los gritos de las mujeres y de los niños al ser golpeados y atados con sogas, nuevos esclavos para enriquecer todavía más Roma. Era difícil justificar cualquier cosa que César hiciese en su nombre. Tenía que haber algo más en la vida aparte de guerras y esclavitud.

Al percatarse de su inquietud, Brutus le tomó la mano.

—La guerra es algo brutal, querida. Pero en cuanto César consiga el poder absoluto, no tendrá necesidad de conquistar nada más. La República estará en paz una vez más.

«Tu general ha masacrado y saqueado una nación entera para pagar sus deudas con Craso y enriquecerse —pensó Fabiola con amargura—. No hay duda de que tiene la suficiente sangre fría para haber violado a una esclava solitaria hace dieciocho años. Tengo que conocerlo. Averiguar si realmente fue él.»

—¿Cuándo me presentarás a César? —preguntó coqueta—. Quiero ver la razón de tanta adulación.

Como era su costumbre últimamente, César pasaba el invierno en Ravenna, a trescientos kilómetros al norte de Roma. En cuanto Fabiola estuviese instalada en la villa, el oficial del Estado Mayor navegaría en la galera liburnia costa arriba para consultar con su señor.

—El también me ha hablado de su deseo de conocerte —dijo Brutus satisfecho. De repente le cambió la expresión—. Pero por ahora no va a poder ser. Esos malditos optimates del Senado están presionando a Pompeyo para que los ayude y lo llame a la ciudad. Quieren juzgar a César por excederse en sus competencias como procónsul en la Galia.

—¿Catón y sus secuaces?

Brutus frunció el ceño en respuesta.

Fabiola sabía muchas cosas sobre el joven senador que había convertido la defensa de la República de lo que él consideraba oportunistas rapaces en la misión de su vida. El y otros políticos que pensaban lo mismo se hacían llamar optimates, los «hombres excelentes». César era su enemigo número uno. Catón, antiguo cuestor y un excelente orador, vivía de forma tan austera como su principal enemigo; solía vestir de negro porque los que aspiraban a políticos vestían de morado. Una vez incluso había visitado el Lupanar con unos amigos. Con un comportamiento poco habitual para ser un cliente noble, había rechazado todas las ofertas de Jovina de mujeres y muchachos y se había relajado en las termas. Había sido una decisión comedida que le había valido la admiración de Fabiola, que escuchaba desde su escondite la estimulante conversación.

—Y su compinche, Domitio. —Brutus hizo una mueca—. A César lo están arrinconando poco a poco.

—Pero no va a renunciar al control de sus legiones.

—¿Por qué iba a hacerlo, después de todo lo que ha hecho por Roma? —preguntó Brutus.

Fabiola asintió y se acordó de los últimos rumores. A César lo tratarían peor que a un perro si regresase como civil a Roma.

—¿Y qué pasaría si Pompeyo lo permitiese?

—Esos astutos hijos de perra no le pedirán que lo haga. —Brutus se golpeó con el puño la palma de la mano—. Doble rasero.

Fabiola suspiró. Dos poderosos nobles luchaban por el control, ambos con inmensos ejércitos a su disposición y un Senado debilitado en medio. Realmente parecía que la República se encaminaba inexorablemente hacia la guerra civil.

La galera liburnia no tardó mucho en llegar a Pompeya; la embarcación golpeaba las maderas de los muelles y los exhaustos esclavos pudieron soltar los remos de la embarcación, pues el trabajo ya estaba hecho. Unos marineros atracaron el
Ajax
con los bicheros y otros saltaron al muelle con cabos para amarrarlo bien a los grandes bolardos de piedra. Brutus masculló unas cuantas palabras al capitán para asegurarse de que la embarcación estuviera lista para zarpar en cuanto lo pidiese. Fabiola se sujetó con cuidado el vestido con una mano y dejó que el oficial la ayudase a salir del barco. Docilosa la seguía de cerca.

El puerto de Pompeya estaba situado al sur de la ciudad y era mucho más pequeño que el de Ostia. Las barcas de pesca se balanceaban en el agua junto a las formas más grandes de los trirremes. La desembocadura del río Sarnus, alrededor de la cual se había construido el muro de cercamiento, estaba llena de barcazas cargadas de mercancías. Pompeya era un puerto mercante muy concurrido. Un barco de pasajeros recogía velas al entrar en el puerto; hacía escala en el viaje desde Misenum hasta Surrentum, en el otro extremo del golfo.

El Vesubio dominaba la ciudad y el puerto, por encima de ellos. Fabiola contempló la inmensa montaña sin perder detalle: las nubes grises que cubrían la cima, los bosques que coloreaban de verde las altas laderas, las casas de labranza y los campos vacíos más abajo. Era una escena impresionante.

—Dicen que el mismísimo Vulcano vive ahí arriba —dijo Brunas—. Yo no estoy muy seguro. —Se rió—. El cráter de la cima es un lugar horrible. Hace un calor abrasador en verano y en esta época del año está cubierto de nieve. No hay señales de ningún dios por ninguna parte. Pero eso no impide que los lugareños intenten apaciguarlo en Vulcanalia. Esa semana lanzan más peces a las hogueras que los que se comen en todo el año. ¡Campesinos supersticiosos!

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