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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (13 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Deambuló decepcionado entre los puestos, donde se acumulaban cachivaches rotos, ropas de segunda mano y comida en estado lamentable. Los clientes que curioseaban por el mercado preguntaban poco y compraban menos. A pesar de encontrarse ociosos, los tenderos no se mostraron muy dispuestos a ayudar a Sancho.

—Estoy buscando al enano Bartolo —preguntaba en cada puesto.

Los tenderos le señalaban con el dedo y se reían a carcajadas.

—¡Cegato!

—¡Menudo tontorrón!

Uno de ellos gritó «¡Espabila!» y le arrojó una lechuga podrida, que Sancho esquivó de un salto hacia atrás. Cayó de culo al suelo con el impulso, lo cual hizo tanta gracia al que la había lanzado que se agarró la tripa con lágrimas en los ojos. Sancho iba a levantarse, furioso, cuando sintió una mano en la espalda.

—Ésta será la primera lección, chico. Debes tener ojos en la nuca.

El joven se dio la vuelta, encontrándose con los ojillos pequeños e intensos de Bartolo mirándole divertidos.

Para el enano todo había empezado a la edad de Sancho.

Hacía ya mucho tiempo que era consciente de lo extraño de su condición. Había crecido junto a una madre que le amaba sin condiciones, cosa extremadamente rara en aquellos tiempos. Tenía un par de hermanos más pequeños, ambos normales, con los que jugaba en las calles de Cádiz, su ciudad natal. Vivían de la alfarería, oficio de su padre, con el que se ganaban la vida razonablemente bien. Bartolo ayudaba en el taller en la medida de lo posible, aunque sus brazos cortos no podían hacer las grandes y resistentes ánforas por las que su padre era famoso. Pero sí podían trabajar pequeñas cantidades de arcilla para producir elegantes vasos y jarras.

Bartolo era feliz, pero aunque su cuerpo ya no creciese sus deseos seguían haciéndolo. Cuando su hermano mediano, Simón, al que aventajaba en un año, le sacaba dos cabezas, a Bartolo no le importó demasiado. Ambos hablaban a menudo, y se contaban secretos mientras amasaban la arcilla. Un día Bartolo le confió el mayor de todos.

—Amo a Lucía, la hija del aguador.

La joven vivía dos casas más allá, y era hermosa y sencilla como una canción de cuna. Cuando su hermano escuchó aquello, se rio de él.

—Nunca podrás tenerla. Una mujer normal no se dignaría mirar a un engendro como tú.

Bartolo había vivido entre las burlas de sus vecinos y caminado por la calle sin importarle que le señalasen con el dedo. Pero aquello fue demasiado para él. Alzó la masa a la que daba vueltas en el torno y la arrojó contra Simón, enfadado.

—¿Te crees mejor que yo? A ti no te haría el menor caso.

Su hermano no dijo nada a su padre, se limitó a quitarse los pedazos de barro húmedo del pelo y guardar silencio. Unas semanas más tarde le dijo a Bartolo que fuese al taller al caer el sol, mientras su padre estaba en la taberna cercana con sus amigos.

—Tengo una sorpresa para ti, hermanito. Escóndete entre las piezas terminadas y espérame allí.

Bartolo le hizo caso, intrigado. No tardó en oír la llave girando en la puerta del taller, y oír unas risas. Poco a poco una sospecha fue creciendo en su interior. La confirmó al tiempo que una espada de hielo le partía el alma. Lucía estaba sentada sobre la mesa del alfarero, y su hermano le había levantado la falda y bajado el escote. Sus pechos blancos eran grandes y redondos, y parecían aún mayores en contraste con la piel de los hombros, morena por el sol. Atisbó un fugaz bosque de pelo entre sus piernas. A pesar de la tristeza que sentía por la traición estaba muy excitado.

Simón tumbó a Lucía, que tenía los ojos cerrados y gemía de placer, y se arrojó sobre ella. Entonces se dio la vuelta hacia las ánforas que ocultaban a Bartolo. Aunque no podía verle sabía que estaba allí, y le sonrió sin dejar de embestir a la joven.

La mezquindad de aquella mirada fue demasiado para Bartolo.

Aquella misma noche hizo un lío con sus ropas y se marchó, sin pararse más que un último instante para besar a su madre. La mujer se agitó inquieta en sueños, y Bartolo se preguntó cuánto habría sufrido ella por su culpa. Cuántas veces se habría lamentado de que él hubiese nacido, de que los vecinos ignorantes y los borrachos en la taberna insinuasen que aquello era un castigo de Dios o el producto de una cópula con el diablo.

No tuvo dudas de adónde debía dirigirse. Había escuchado que el rey Felipe pasaba unas cuantas semanas al año en el Palacio Real de Sevilla. Todo rey necesita bufones.

«A mí no se me puede hacer más daño», pensaba con el corazón aún encogido mientras emprendía el camino.

Estaba en un gran error.

Llegó a Sevilla, y consiguió el trabajo a fuerza de tenacidad. Se plantó delante del Palacio Real durante semanas enteras, llegando a conocer por el nombre a todos los que entraban en él. Por la noche malvivía mendigando, siempre esperando a que alguien importante se fijase en él. Finalmente uno de los chambelanes de palacio se apiadó de Bartolo y ordenó detener el carruaje al pasar a su lado.

—El rey vendrá dentro de unos días. ¿Quieres ser uno de los bufones de la Corte?

Bartolo, emocionado, aceptó. Por fin iba a sacar provecho de la maldición que le había dedicado Dios. Siguió al carruaje y entró por primera vez en el fastuoso recinto. Le ordenaron pasar por las cocinas, donde alguien le estaba esperando.

—Hemos de vestirte acorde con este lugar —dijo uno de los criados, arrugando la nariz ante el aspecto y el olor de Bartolo.

Le pusieron un traje que había pertenecido a un enano que había muerto hacía meses. Era de seda negra, con gorgueras y brocados dorados. Bartolo nunca había visto nada igual, ni siquiera se podía haber imaginado que llegaría a vestir en su vida algo tan lujoso.

—Te queda muy justo —dijo el criado— pero supongo que no importa demasiado. No es que vayas a crecer, ¿verdad?

Bartolo ignoró la broma cruel. Sabía que los hombres grandes creían ser más grandes cuando estaban rodeados de otros más bajos, y que por eso necesitaban enanos a su lado.

Conoció al rey, bailó para él e incluso comió de su plato. Vio a los poderosos seguirle como la estela de un cometa indiferente, humillándose como jamás se humillaría un bufón. Cuando Felipe se fue, lo llevó con él a Madrid. Vio aún más podredumbre, mentiras y traiciones de lo que había creído posible. Volvió a Sevilla con la Corte. Ganó dinero y lo perdió cuando descubrió lo que eran los naipes. Disfrutó del calor de las mujeres, y pensó que no importaba si el camino hacia el interior de sus piernas había pasado antes por su bolsa que por su corazón. Pasaron seis años.

Y un día, sin más, el mismo chambelán que le había contratado le echó a la calle.

Le arrojaron con los mismos harapos con los que había llegado. Le permitieron llevarse su bolsa y las escasas ganancias que no había derrochado, pero no su traje negro, réplica de aquellos que usaba Felipe. Preguntó por qué el rey no le quería más a su lado.

—¿Acaso le he ofendido? —dijo Bartolo, confundido y asustado.

El chambelán le echó una mirada triste y no respondió. En sus ojos se encerraba la ausencia, la lejanía y la indiferencia que ambos habían visto en Felipe. También lástima, aunque el enano no supo si era hacia él o hacia aquel que regía los destinos de las Españas.

Así que Bartolo se encontró en la calle. Tenía veinte años y seis escudos. Nadie quiso contratar un alfarero que no había terminado su aprendizaje ni estaba respaldado por un maestro. Y tampoco había más reyes a los que acudir.

Una noche, Bartolo se topó con unos hombres que estaban agujereando el costado de un almacén. Se dio cuenta enseguida de que eran ladrones, pues trabajaban en silencio y prácticamente a oscuras, con la punta de los picos tapada con tela de arpillera para amortiguar el ruido.

Uno de ellos se fijó en él y desenvainó su cuchillo para eliminar al molesto testigo, pero otro le detuvo.

—¡Eh, tú! ¿Quieres ganarte unos escudos?

Bartolo se introdujo por el minúsculo agujero, ahorrándoles a los ladrones un buen rato de trabajo. Y así fue como dio el primer paso hacia su profesión definitiva, el mismo que ahora estaba dando el joven escuálido de pelo áspero y negro que tenía frente a él.

Sancho y Bartolo fueron a un lugar más apartado para hablar, cerca de la orilla del río y al final del muelle. Se había levantado una ligera brisa que arrancaba susurros de las velas de los barcos y aliviaba la peste a fruta podrida que emanaba de algunos de los puestos. El enano se sentó sobre uno de los enormes amarres de madera, poniendo su cabeza por encima de la de Sancho.

—¿Has estado todo el rato ahí? —preguntó el muchacho.

—Saludando detrás de ti, desde el mismo momento en el que entraste al Malbaratillo. Bienvenido al mercado de los ladrones. —Bartolo hizo un gesto ampuloso con la mano.

—No parece gran cosa —dijo Sancho con acritud. Seguía molesto por el recibimiento que le habían dedicado el enano y los tenderos.

Bartolo hizo un mohín divertido, ignorando el comentario.

—¿Has comido algo?

Sacó de un zurrón un par de manzanas algo arrugadas, pero sobre las que Sancho se arrojó sin contemplaciones. El enano esperó paciente a que el chico terminase y después señaló hacia los puestos que había a su espalda.

—De día, estos respetables comerciantes ofrecen mercancía de segunda clase. Los corchetes ni se acercan, y tampoco muchos clientes que digamos. Sin embargo, cuando cae la tarde y el sol se pone por Triana, el negocio cambia. Se encienden candiles y se hacen tratos a la luz de las velas. Aparecen compradores de bolsas repletas y pocos escrúpulos. Encima de las mesas hay viejas palmatorias de latón, pero los paquetes envueltos que se llevan los clientes contienen candelabros de un metal distinto.

—¿Y los alguaciles lo saben?

Bartolo soltó una carcajada ante la ingenua pregunta. Tenía una risa profunda y amable, a juego con su voz. Cualquiera que le escuchara sin mirarle creería que pertenecía a un gigante.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Sancho.

—Toda Sevilla lo sabe, Sancho. Incluso quienes sufren un robo se acercan por aquí con la esperanza de recuperar lo robado a un precio razonable. Con suerte lo encuentran.

—¿Y si no?

—Ésa es la mejor parte. —El enano sonrió pícaro, mostrando unos dientes sorprendentemente blancos—. Si no encuentran lo robado, se llevan otra cosa. Un bonito cuadro del Bautista para sustituir la Anunciación que ha volado del dormitorio; un rosario de plata con cuentas de nácar en lugar de uno que tenían de ámbar, misteriosamente desaparecido. Digamos que se fabrica a la vez la clientela y la mercancía.

Sancho asintió despacio.

—Sigo sin comprender cómo es posible que los alguaciles no se lleven presos a todos los que están aquí.

—Doblones doblan conciencias, Sancho. Todos ellos reciben su parte del negocio.

—Pero... ¿y aquellos que están por encima de los alguaciles?

—¿Te refieres a los caballeros veinticuatro, al alcalde, al rey?

—¿Ésos mandan sobre los alguaciles?

—En efecto.

—Pues a ésos me refiero.

Bartolo se dio la vuelta y señaló la Torre del Oro, a tiro de piedra del Malbaratillo, donde se guardaban los lingotes traídos de América, y luego al cercano Palacio Real, cuyos tejados asomaban sobre la muralla.

—Ésos tienen el puesto montado aquí al lado también.

Durante las horas que pasó ocultándose entre los juncos el día anterior, Sancho había pensado en qué le diría a Bartolo, pero el enano no parecía demasiado interesado en los motivos que habían llevado al huérfano a aceptar su oferta de unirse a él.

—Estás aquí para ganarte la vida, eso es todo lo que me importa. Sin embargo tienes mucho que aprender. Esa granja en la que te criaste...

—Venta.

—Lo que tú digas. Esa venta estaba en mitad del monte, ¿verdad?

—En el camino a Écija.

—¿Cuánto llevas en Sevilla?

—Unos meses. Vivía en un orfanato, pero ya soy mayor.

—Los frailes te buscaron un trabajo de mula de carga, de peón o de aprendiz de carpintero. Y no salió bien. El dueño del negocio te molía a palos y tú saliste corriendo con una mano delante y otra detrás.

Sancho asintió, sorprendido.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie, chico. No traes zurrón ni un hato de ropa, vas descalzo y tienes la cara cubierta de cardenales. Además, en esa camisa que llevas puesta hay restos de sangre mal lavada, aunque no mucha. Sólo quiero saber una cosa acerca de ti, muchacho. ¿Le apiolaste antes de salir corriendo? No me mientas o lo sabré.

El enano le miraba fijamente, y aunque sonreía sus ojos eran duros. Sancho fue consciente de que de sus palabras dependía el que Bartolo le acogiese bajo su protección y sintió un vacío en la boca del estómago, mezcla de miedo y angustia. Recordó el cuchillo clavándose junto a Castro, y el vino derramándose sobre el suelo de tierra de la taberna. Por primera vez se alegró de no haber matado al cabrón del tabernero, aunque dudó de que ésa fuera la respuesta que Bartolo estaba buscando.

—No, no lo hice —confesó con voz ronca—. Sabe Dios que quise hacerlo, pero al final no me atreví.

—¿Fue miedo o compasión lo que te detuvo?

Sancho se encogió de hombros, sin saber muy bien qué contestar a aquella pregunta. En efecto, había sido la compasión la que había apartado el filo de la garganta de Castro, pero sintió vergüenza de confesárselo al enano.

Bartolo permaneció mirándole durante un rato, y pareció encontrar algo de su agrado, pues la sonrisa de la boca se le extendió a los ojos. Dando un torpe saltito bajó del amarre y caminó por el muelle.

—Sígueme, Sancho.

—¿Adónde vamos?

—Vamos a darte la primera lección.

Siguieron caminando en silencio, esquivando a los carpinteros y calafates que se afanaban en torno a los barcos. Al llegar a la altura de la Puerta del Arenal se unieron a la hilera de gente que subía hacia la ciudad, y Sancho notó cómo poco a poco sus pasos iban haciéndose cada vez más lentos y pesados. A menos de cincuenta pasos de la entrada, donde los guardias armados escrutaban a todo el que cruzaba las puertas, el joven se quedó clavado. Los que iban detrás de él, muchos de ellos cargados con fardos o arrastrando animales, le empujaron e insultaron hasta que se hizo a un lado.

—¿Qué te ocurre, Sancho? ¿Tienes miedo? —dijo Bartolo desandando el camino hasta él.

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