La leyenda del ladrón (17 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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Pero nada de eso fue lo que asustó a Sancho, sino el rostro del hombre. Tenía una barba negra e hirsuta partida por una boca de labios gruesos, como una herida roja y cruel. Los ojos, profundos y oscuros, quedaban escondidos en dos cuencas sombrías. Todo en su porte sugería brutalidad.

—¡Maese Bartolo! —dijo el barbudo, con una mueca aviesa—. Me gustaría intercambiar unas palabras con vos. A solas, si no os importa.

—No tengo secretos para mi aprendiz —respondió Bartolo señalando a Sancho.

—No me cabe duda, amigo mío. Pero yo sí los tengo.

De mala gana, Bartolo se volvió hacia Sancho.

—Espérame a la puerta de la iglesia mientras yo hablo con el maestro Monipodio.

¡Monipodio!

Sancho ya había oído el nombre del hampón más famoso de Sevilla mucho antes de que Bartolo le describiese su famosa Corte. Vivía en un lugar ignoto del barrio de Triana, en lo más recóndito de su dédalo de callejuelas. Había formado un auténtico gremio de ladrones, capaces de llevar a cabo hazañas imposibles para una pareja de solitarios como el enano y su aprendiz. A su servicio estaban desde peristas capaces de mover las más extrañas piezas robadas hasta cerrajeros capaces de abrir cualquier puerta, llamados apóstoles en la jerga del oficio. Toda clase de criminales especializados pasaban por su casa y le rendían tributo. A cambio recibían su protección y mantenían lejos a los alguaciles, todos ellos a sueldo del Rey de los Ladrones. Bartolo no era uno de ellos, por razones que nunca le había explicado.

El enano y el hampón se habían apartado hacia el interior del callejón, lejos de los oídos de Sancho. Éste simuló regresar hacia la iglesia, pero en lugar de ello torció en la siguiente esquina y corrió en paralelo a donde ambos se encontraban. Quería saber de qué estaban hablando. Al final de la manzana encontró una escalera que subía hasta el segundo nivel. La subió a toda velocidad y se encaramó al tejado, apoyándose peligrosamente sobre una maceta atestada de geranios. Una teja resbaló bajo sus pies y fue a estrellarse en la calle, tres metros más abajo.

«Despacio ahora. Que no me oigan acercarme.»

Caminó encorvado, escogiendo dónde ponía los pies para evitar hacer ruido. Al llegar al borde del edificio pudo ver parte del callejón donde Bartolo y Monipodio hablaban. Al hampón no se le veía, pero el enano aparecía nervioso, cambiando el peso de un pie al otro.

—¿Habéis hallado ya cómo pagarme? —estaba diciendo Monipodio.

—Tengo un par de golpes entre manos.

—Vaciando cepillos no vais a juntar trescientos escudos, maese Bartolo.

—Se trata de algo más sustancioso.

—Tendríais que tener menos mala cabeza con los naipes o más suerte con los robos. Vuestra deuda empieza a ser demasiado molesta, demasiado pública. No puedo permitir que me acusen de blando, maese Bartolo.

—No hay demasiadas posibilidades de eso —dijo el enano, sarcástico.

El otro soltó una risa desagradable y sin humor que a Sancho le provocó escalofríos.

—No, supongo que no. Me gustáis, enano. Sois ingenioso, y los tipos divertidos son mi debilidad. Ya sabéis que hay una posibilidad de que os perdone lo que me debéis.

—¿Y cuál sería ésa, maese Monipodio?

—Uníos a mi Corte. Dicen que el niño es un diamante en bruto. Podría dar buen uso a una pareja habilidosa como vosotros.

«No, Bartolo. Dile que no.»

—De lo contrario supongo que soltaréis a los perros de la esquina, ¿verdad?

Sancho volvió la vista a su derecha. En la esquina contraria a la iglesia, dos figuras oscuras no quitaban la vista de la escena que transcurría en el callejón. Desde arriba Sancho apenas veía un par de sombreros y capotes, pero le invadió una sensación de miedo.

—Catalejo y Maniferro son unos buenazos, como muy bien sabéis. No creo que os causen ningún problema en cuanto os unáis al gremio. En cuanto me juréis lealtad.

Bartolo se pasó la mano por las mejillas, más nervioso que nunca.

—Dadme unos días para pensarlo.

—Tenéis hasta el próximo viernes. Ese día me traeréis los trescientos escudos o entraréis en mi Corte.

Los pasos de Monipodio resonaron en el callejón mientras se alejaba. Bartolo, sin embargo, permaneció cabizbajo en el mismo sitio durante un par de minutos.

—Anda, baja —dijo finalmente, alzando la vista hacia Sancho, que no se había atrevido a moverse durante todo aquel rato—. Antes de que te rompas algo. Y la próxima vez que subas a un tejado sácate las botas, que haces más ruido que el Turco cargando. Ahora ya lo sabes todo, muchacho —añadió cuando Sancho, algo avergonzado de que le hubiera descubierto, llegó junto a él—. Tenemos que aguzar el ingenio y dar un buen golpe en un par de días o tendremos que trabajar para ese animal.

—No veo por qué me ha de tocar a mí cargar con tus deudas. —Sancho, ofendido, lanzó un puntapié a una piedra, que rodó hasta desaparecer en un charco de meados.

—Porque eres mi aprendiz y es la costumbre. O eso o te largas de Sevilla con viento fresco. Pero tú no dejarías al viejo Bartolo, ¿verdad?

Hubo un incómodo silencio.

—¿Por qué nunca has querido entrar a formar parte de la Corte? —preguntó Sancho para romper la tensión.

—Ya fui parte de una Corte hace mucho tiempo —contestó el enano con la mirada perdida—. En otra vida, en otro lugar.

Sancho calló durante un rato. Ya se había temido que el enano le respondería con una de sus habituales evasivas. Pero para su sorpresa, Bartolo siguió hablando.

—No quiero tener nada que ver con Monipodio, porque ha convertido el noble arte del robo en una empresa. Él se sienta en su casa de Triana mientras otros se juegan el tipo haciéndole el trabajo sucio, por miedo a sus matones.

—¿No viven mejor los ladrones ahora? ¿No están protegidos de los alguaciles?

Toda la ciudad sabía que los alguaciles recibían un salario extraordinario por parte de Monipodio para mirar hacia otro lado cuando cometían sus tropelías. Muy pocos eran los que, como Bartolo, se atrevían a robar por su cuenta sin entregarle al Rey de los Ladrones su parte del botín.

—A Monipodio se le llena la boca diciendo que es el gran protector de nuestra gente —bufó el enano—. Repite hasta la saciedad que hace seis años que no cuelgan a un ladrón en Sevilla. Lo que no dice es cuántos de sus súbditos amanecen sin cabeza en una zanja. Prefiero la ira de los alguaciles a la piedad de Monipodio. —Escupió en el suelo con desprecio antes de continuar—. Y lo que es peor, a muchos de los nuestros los ha convertido en asesinos sin escrúpulos. Cualquiera en Sevilla puede acudir a Monipodio y pedirle que lo liberen del amante de su mujer o de un acreedor demasiado insistente. Marcarles la cara de por vida son siete escudos, nueve si el objetivo es buen espadachín. Matar cuesta de quince a treinta. La vida puesta en la balanza, pesada y medida. A tanto la cuchillada, válgame Dios.

—Ya veo —dijo Sancho meneando la cabeza y recordando cómo el enano le había preguntado qué había hecho con Castro antes de huir de la taberna. Sintió una oleada de respeto y pena por Bartolo, tan pequeño y solitario pero aferrado a sus principios.

—La vida es un don precioso, muchacho. Es lo único que no debes robar jamás.

XX

E
l sueño de Vargas comenzaba siempre de una forma plácida. Incluso dormido, esbozaba una sonrisa infantil.

Era un sueño extraordinariamente vívido. Cada uno de los detalles de la antigua calle de Esparteros estaba recreado con precisión; los adoquines, el barrizal de pestilente mierda en el centro de la calle, las risas de los niños. Las de Francisco formaban parte de ese coro cristalino, de necia despreocupación. El miedo, las dudas, la preocupación por saber de dónde vendría la próxima comida pertenecían a su hermano mayor, Luis. Tenía diez años, dos más que él, pero era astuto y fuerte, y él le admiraba.

—Luis, ¿jugamos a los conquistadores? —pedía insistente.

—¡Vamos, Paquillo! ¡Y también vosotros! —gritaba Luis trepando a unos barriles, convocándole a él y al resto de los golfillos callejeros, empuñando una vara de sauce que empleaba a modo de espada—. ¡Enfrentaos al poder de Pizarro el Conquistador!

Todos corrían en tromba hacia él. Semidesnudos, cubiertos de harapos, piojos y sabañones. Desdentados y hambrientos, pero niños. Escenificaban las hazañas de los conquistadores, un juego en el que Luis era siempre el gran Pizarro. El héroe con el que el padre de ambos se había marchado a la conquista del Perú, diciendo a su hijos que regresaría con oro y gloria, y dejándolos con un pariente lejano. Pero de las Indias lo único que vino de vuelta fue la noticia de que a su padre lo habían matado los indios en la selva. El pariente les puso en la calle aquel mismo día, alegando que ya no podía mantenerles.

Quince meses hacía ya de aquello, pero sobrevivían. Luis sabía cómo conseguir comida, sabía dónde dormir para estar caliente y seco, sabía cómo esquivar a los alguaciles. Luis lo sabía todo. Y era el mejor jugando a los conquistadores.

—¿Por qué nunca puedo ser yo uno de los españoles, Luis? —se quejaba el pequeño.

—Porque eres bajito, como esos indios sin Dios.

—¿Y por qué tú nunca eliges ser nuestro padre?

Por el rostro de Luisito Vargas pasaba entonces una sombra que el pequeño no alcanzaba a ver.

—Porque nuestro padre murió. No seré un fracasado, Paquillo.

—¡Padre era un héroe!

—Tú no le conociste. Ni tampoco a madre.

Aquél era el argumento que cerraba cualquier discusión. Luis había conocido a madre, aunque jamás le confesase a su hermano que no la recordaba, pues tenía tres años cuando se la llevaron las fiebres. Y lo poco que Luis había visto de padre antes de que una fiebre distinta se lo llevase al otro lado del mundo no le había gustado demasiado.

Y el pequeño Francisco Vargas callaba, sin entender. Porque Luis sabía.

Cuando en el sueño el grupo de muchachos se abalanzan sobre los barriles, armados con imaginarias espadas formadas con ramitas, todo comienza a transcurrir más despacio. La sensación de placidez se transforma rápidamente en inquietud, mientras que el tiempo se vuelve más y más denso. Los sentidos se agudizan, resaltando cada hendidura húmeda en los barriles, cada pelo de las cuerdas que los unían, cada costra en la multitud de piernas escuálidas que pugnan por subir al barril. En ese momento llega de golpe, dolorosa, la conciencia de lo que va a suceder, y con ella la angustia.

El pequeño Vargas intenta alzar uno de los brazos a modo de advertencia, pero el tiempo es aún más denso para su cuerpo. El brazo apenas puede moverse. La garganta apenas alcanza a exhalar un susurro apagado. Los pies parecen anclados a los adoquines. Sólo el miedo tiene alas, con las que agita el corazón del niño, que late a toda velocidad.

El tiempo se acelera de nuevo durante otro breve instante, ese en el que las cuerdas que atan los barriles se deshilachan y parten, golpeando el rostro de Francisco como un latigazo. Éste espera el dolor, lo anticipa y lo desea, pero no es suficiente para despertarle. Tiene que permanecer allí, testigo forzoso de un desenlace que ya conoce.

La pila de barriles se tambalea y se derrumba. Los muchachos caen entre maldiciones y magulladuras. Luis, el que está más alto, se desploma hacia atrás. El miedo se desborda en el corazón de su hermano, que intenta gritar aún más fuerte y correr aún más deprisa. Todo es inútil.

De pronto, el alivio. Luis se agita en el suelo, tosiendo y riéndose. Los barriles impactan a los lados de su cuerpo, pero ninguno le alcanza. Luis comienza a incorporarse, y durante un instante Francisco se ve corriendo de nuevo junto a su hermano, robando naranjas en los patios y riendo en los callejones. Es una puerta a la felicidad y a la vida que se cierra de golpe, sellada por el relincho de un caballo.

Entonces Francisco ya sabe que esto es una pesadilla, pero eso no atenúa la tortura. Escucha galopar al enorme animal, acercarse a toda velocidad a su hermano. Lo ve ponerse de manos, amenazador. Ve los ojos oscuros del duque de Osorio, ignorando al muchacho tendido a los pies del animal, picando espuela para que siga adelante. Ve el casco dirigiéndose a la cara de su hermano, oye el crujido de los huesos cuando la pezuña impacta en la cabeza de Luis. Sus pies se liberan a tiempo de correr hacia él y tomarle en brazos, mientras la sangre y los sesos del niño se escurren hasta el canal rebosante de heces en el centro de la calle.

Vargas gritó al despertarse y se arrastró fuera de la cama. Ignorando el dolor de su pie gotoso, renqueó hasta una de las sillas de madera y cuero repujado que había junto a la chimenea. Estaba casi apagada, y tan sólo un rescoldo anaranjado brillaba bajo la espesa capa de ceniza. El comerciante se estremeció de frío, pero no se vio con fuerzas de tomar el fuelle, ni quería ver revoloteando a su alrededor a los criados. Permaneció sentado, con las manos aferrando los brazos de la silla, maldiciendo su recurrente pesadilla.

Llevaba sin experimentarla varios meses, pero desde que los dolores de la gota habían comenzado, el sueño había vuelto. Aparecía invariablemente para atormentarle cuando se presentaban problemas en su vida. Le dejaba cansado, tenso e irritable, cada vez más ansioso.

Después de innumerables noches sufriéndola, la manera distorsionada en la que la pesadilla invocaba el recuerdo se había vuelto más real que el recuerdo auténtico. El incidente sucedido hacía cuatro décadas había durado apenas un instante. Su hermano había caído de los barriles, en mitad de la trayectoria de un caballo que iba demasiado deprisa y había acabado con la cabeza aplastada en el arroyo. El resto de los niños que jugaban sobre los barriles habían huido despavoridos, dejándole solo. No había habido intención ni culpabilidad, sólo un triste accidente. Sin embargo, en la mente del pequeño Francisco las cosas habían sucedido de manera distinta. Cuando levantó la vista del cuerpo muerto de su hermano, apenas alcanzó a distinguir unas botas de montar y un rostro duro al que no asomaba ni la más mínima emoción.

—¿Es tu hermano?

Si Francisco contestó, no lo recuerda. Algo debió de decir, puesto que el duque se volvió a uno de los que le acompañaban, quien descabalgó y se acercó a él.

—Toma esto, niño. Una merced del duque de Osorio, para socorrer tus necesidades.

Francisco le miró sin comprender, pero no apartó las manos de Luis. El asistente del duque, encogiéndose de hombros, puso sobre el cadáver aún caliente de su hermano una bolsa de monedas. Después continuaron su camino sin volver la vista atrás.

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