Antes de que ninguno de los dos pueda añadir nada más, oigo sonar mi teléfono dentro del bolso. Avergonzada, retiro las manos y me apresuro a responder. No había sido mi intención dejarlo encendido. Veo la mirada iracunda que me lanza el
maître
desde el otro lado del salón cuando contesto.
—¿Mamá?
Es Annie y parece disgustada.
—¿Qué pasa, cielo? —le pregunto y ya me estoy poniendo de pie, dispuesta a acudir en su auxilio, dondequiera que esté.
—¿Dónde estás?
—He salido a cenar, Annie —le digo, pero no menciono a Matt, para que no piense que se trata de una cita romántica—. ¿Y tú? ¿No estás en casa de tu padre?
—Papá ha tenido que ir a ver a un cliente —masculla—, así que ha vuelto a dejarme en tu casa y lo que pasa es que se ha roto el lavavajillas, ¿no?
Cierro los ojos. Lo había llenado de detergente y lo había puesto en marcha media hora antes de que llegara Matt, suponiendo que el ciclo estaría casi acabado cuando me marché.
—¿Qué ha pasado?
—Yo no he hecho nada —dice Annie rápidamente—, pero hay, o sea, agua por todas partes, como muchos centímetros, ¿no? Parece una superinundación.
Se me cae el alma a los pies. Debe de haber reventado alguna cañería. No quiero ni pensar en lo que costará arreglarla ni lo mucho que se habrán estropeado mis viejos suelos de madera.
—De acuerdo —digo con tono sereno—, gracias por avisarme, cielo. Enseguida voy.
—Pero ¿cómo hago para cortar el agua? —pregunta—. Es que sigue saliendo, ¿no?, y se va a inundar toda la casa.
Me doy cuenta de que no tengo la menor idea de cómo se corta el agua de la cocina.
—Deja que me lo piense, ¿vale? Ahora te llamo. Ya voy.
—Es igual —dice Annie y me cuelga.
Le cuento a Matt lo que ha ocurrido y él suspira y llama al camarero para pedirle que nos pongan la comida en una caja para llevar.
—Lo lamento —le digo, mientras salimos corriendo hacia el coche cinco minutos después—. Últimamente mi vida consiste en un desastre tras otro.
Matt se limita a mover la cabeza.
—Esas cosas pasan —dice, tenso, y no vuelve a hablar hasta que estamos en el coche, yendo hacia mi casa—: No puedes aplazar esta cuestión del negocio, Hope, porque, si lo haces, vas a perder todo lo que tu familia ha logrado con tanto esfuerzo.
No respondo, en parte porque sé que tiene razón y, también, porque no me puedo ocupar de eso justo ahora. Le pregunto, en cambio, si sabe cómo interrumpir el suministro de agua a la cocina, pero me dice que no, de modo que recorremos en silencio el resto del trayecto hasta mi casa.
—¿De quién es ese todoterreno? —pregunta Matt, mientras detiene el coche delante de mi casa—. No me deja sitio para aparcar en la entrada.
—De Gavin —digo en voz baja.
Su conocido Wrangler azul grisáceo está aparcado junto a mi viejo Corolla. Se me cae la cara de vergüenza.
—¿Gavin Keyes? —pregunta Matt—. ¿El manitas? ¿Y qué hace aquí?
—Supongo que Annie lo habrá llamado —digo, apretando los dientes.
Mi hija no sabe que todavía no he acabado de pagarle a Gavin por todo el trabajo que hizo en casa durante el verano. Ni remotamente. Ella no sabe que una tarde de julio estaba con él en el porche y, después de recibir un extracto de la cuenta bancaria, me había echado a llorar —¡qué embarazoso!— y que, un mes después, cuando acabó de hacer los arreglos en casa, insistió en que le pagara, por el momento, con pasteles y café de la panadería. Annie no sabe que es la única persona del pueblo, aparte de Matt, que está al corriente del desastre que es mi vida ni que, precisamente por ese motivo, es la última persona del mundo a la que me apetece ver justo ahora.
Entro con Matt a la zaga, llevando mi comida de Fratanelli. En la cocina encuentro a Annie con una pila de toallas y a Gavin agachado, con la cabeza debajo del fregadero. Parpadeo cuando me doy cuenta de que mis ojos han ido a parar derechos al muslo de sus pantalones, para comprobar si sigue estando allí el agujero que descubrí esta mañana. Evidentemente, así es.
—Gavin —digo.
Se sobresalta, se aparta del fregadero y se pone de pie. Sus ojos se mueven rápidamente entre Matt y yo y se rasca la cabeza, mientras Matt pasa a su lado para guardar mi comida en la nevera.
—Hola —dice Gavin. Echa otra ojeada a Matt y después me vuelve a mirar a mí—. He venido enseguida, en cuanto Annie me llamó. Te he cortado el agua por ahora. Me da la impresión de que la cañería que ha reventado está en la pared de detrás del lavavajillas. Vendré a arreglártela pasado mañana, si no te importa esperar.
—No tienes que hacerlo —le digo con suavidad.
Lo miro a los ojos, con la esperanza de que entienda lo que trato de transmitirle: que aún no puedo pagarle.
Sin embargo, él se limita a sonreír y continúa, como si no me hubiese oído.
—Mañana voy a tope, pero pasado mañana puedo venir en cualquier momento —dice—. Solo tengo un trabajillo en la casa de Foley por la mañana. Además, no creo que tarde mucho en solucionar esto. Solo hay que reparar la cañería y todo quedará como antes. —Vuelve a mirar a Matt y otra vez a mí—. Oye, en el todoterreno tengo una aspiradora industrial. Voy a buscarla y os ayudo a extraer el agua. Cuando los suelos estén secos, podremos ver si se ha estropeado algo.
Echo un vistazo a Annie, que sigue allí de pie con un montón de toallas en la mano.
—Podemos limpiarlo todo nosotros mismos —le digo a Gavin—. No hace falta que te quedes, ¿vale? —añado, mirando a Annie y después a Matt.
—Supongo —dice Annie, encogiéndose de hombros.
Matt mira hacia otro lado.
—En realidad, Hope, mañana me tengo que levantar temprano, así que me voy a tener que marchar.
Gavin resopla y sale sin decir nada más. No le hago caso.
—Ah —le digo a Matt—, desde luego y gracias por la cena.
Cuando acompaño a Matt hasta la puerta, me cruzo con Gavin, que vuelve a entrar con la aspiradora industrial.
—Te he dicho que no hacía falta que lo hicieras —farfullo.
—Ya sé lo que dijiste —dice Gavin, sin detenerse a mirarme.
Al cabo de un momento, observo que el brillante Lexus de Matt se aleja del bordillo y oigo que el aspirador de Gavin se pone en marcha en la cocina. Cierro los ojos un instante, me doy la vuelta y regreso hacia el único follón de mi vida que en realidad tiene solución.
La noche siguiente, Annie ha vuelto a la casa de Rob y, mientras acabo de limpiar —después de trabajar— el resto del jaleo de la cocina, me pongo a pensar en Mamie, que siempre sabía arreglar desastres. Me doy cuenta de que hace dos semanas desde la última vez que fui a verla.
«Debería ser mejor nieta —pienso y me invade la culpa— y debería ser mejor persona».
Un ámbito más en el que, aparentemente, siempre me quedo corta.
Con un nudo en la garganta, acabo de pasar la fregona, me pongo un poco de pintalabios mirándome en el espejo del corredor y cojo las llaves. Annie tiene razón: tengo que ir a ver a mi abuela. Visitar a Mamie siempre me da ganas de llorar, porque, aunque el hogar sea alegre y agradable, es espantoso darse cuenta de que se está yendo. Es como estar de pie en la cubierta de una embarcación y observar las olas que arrastran a alguien al fondo, sabiendo que no tenemos ningún salvavidas a mano.
Quince minutos después atravieso las puertas de la institución de vida asistida de Mamie, una residencia inmensa pintada de amarillo claro y llena de cuadros de flores y animales de los bosques. En el piso superior están los enfermos de demencia y las visitas tenemos que introducir un código de acceso en un panel digital que hay en la puerta.
Recorro el pasillo hacia la habitación de Mamie, que queda al final del ala oeste. Los dormitorios de los residentes son privados, como si fueran apartamentos, aunque siempre comen en el comedor y el personal tiene llaves maestras, para poder entrar a verlos y darles la medicación diaria. Mamie toma un antidepresivo, dos medicamentos para el corazón y una droga experimental para el
alzheimer
que no parece surtir ningún efecto. Una vez al mes me reúno con el médico del centro para que me dé un informe de su estado. En nuestro último encuentro me dijo que sus facultades mentales se habían ido deteriorando mucho a lo largo de los últimos meses.
—Lo peor del caso es —me dijo, mirándome por encima de las gafas— que tiene la lucidez suficiente para darse cuenta. Es una de las peores etapas, porque ella sabe que no tardará en perder por completo la memoria y eso, para los pacientes que se encuentran en este estado, resulta muy perturbador y penoso.
Trago saliva y toco el timbre que hay junto a su nombre: Rose McKenna. La oigo arrastrar los pies en el interior; es probable que se haya levantado del asiento reclinable con un poco de esfuerzo y que se acerque a la puerta con el bastón que usa desde que se cayó y se rompió la cadera, hace dos años.
Se abre la puerta y contengo las ansias de arrojarme en sus brazos para que me estreche entre ellos, como hacía cuando era pequeña. Hasta aquel momento, pensaba que venía a verla por ella, pero ahora me doy cuenta de que lo hago por mí. Lo necesito. Necesito ver a alguien que me quiera, aunque sea un amor imperfecto.
—Hola —dice Mamie y me sonríe. Tiene el cabello más canoso que la última vez que la vi y las arrugas del rostro más marcadas, pero, como siempre, lleva pintalabios color burdeos y los ojos pintados con kohl y rímel—. ¡Qué sorpresa, cielo!
Habla con un dejo de acento francés que no ha llegado a perder. Está en Estados Unidos desde principios de la década de 1940, pero los rastros de aquel pasado suyo tan remoto envuelven todavía sus palabras como uno de aquellos pañuelos franceses, ligeros como plumas, que casi siempre lleva en torno al cuello.
Me acerco para abrazarla. Cuando yo era más joven, ella era firme y fuerte. Ahora, cuando se encorva en el abrazo, siento los huesos de su columna y sus hombros afilados.
—Hola, Mamie —digo con suavidad y parpadeo para tratar de contener las lágrimas.
Clava en mí los ojos grises y nublados.
—Tendrás que perdonarme —dice—, pero a veces estoy un poco olvidadiza. ¿Cuál eres tú, querida? Ya sé que debería recordarlo.
Trago saliva.
—Soy Hope, Mamie; tu nieta.
—Desde luego. —Me sonríe, pero hay niebla en sus ojos grises—. Lo sabía, pero a veces necesito que me lo recuerden. Pasa, por favor.
Entro tras ella en el apartamento iluminado por una luz tenue y me conduce hacia la ventana del salón.
—Estaba observando el atardecer, querida —dice—. Dentro de un momento, podremos ver el lucero vespertino.
Cupcakes
de vainilla de la Estrella Polar
CUPCAKES
INGREDIENTES
1 taza de mantequilla sin sal a temperatura ambiente
1 ½ taza de azúcar granulado
4 huevos grandes
1 cucharadita de extracto de vainilla puro
3 tazas de harina
3 cucharaditas de levadura química
½ cucharadita de sal
½ taza de leche
PREPARACIÓN
BAÑO ROSA
INGREDIENTES
1 taza de mantequilla sin sal, ligeramente blanda
4 tazas de azúcar glas
½ cucharadita de extracto de vainilla
1 cucharadita de leche
de 1 a 3 gotas de colorante alimenticio rojo
PREPARACIÓN
Rose
Rose miró por la ventana, buscando, como siempre, la primera estrella que sale sobre el horizonte. Estaba segura de que aparecería —titila y brilla tanto que parece una llama eterna— en cuanto el sol poniente pintara en el cielo cintas de fuego y luz. Cuando ella era niña, al crepúsculo lo llamaban
l’heure bleue
, la hora azul, la hora en la que la tierra no estaba del todo clara ni del todo oscura. Siempre la había reconfortado aquel espacio intermedio.
El lucero vespertino que aparecía todas las noches durante el crepúsculo aterciopelado siempre había sido su preferido, aunque en realidad no era una estrella, sino el planeta Venus, el que llevaba el nombre de la diosa del amor. Ella lo había aprendido hacía tiempo, pero, en realidad, daba igual, porque aquí, en la tierra, costaba distinguir lo que era una estrella de lo que no lo era. Durante años había contado todas las estrellas que podía ver en el firmamento por la noche. Siempre buscaba algo, pero todavía no lo había encontrado. No se lo merecía —estaba segura— y eso la apenaba. Muchas cosas la apenaban en aquellos momentos, pero, algunas veces, de un día para otro, no podía recordar por qué lloraba.
Alzheimer
. Sabía que tenía esa enfermedad. Lo había oído susurrar en las salas. Había observado a sus vecinos del hogar, que llegaban y se marchaban e iban perdiendo la memoria a medida que pasaban los días. Sabía que a ella le estaba ocurriendo lo mismo y eso la asustaba por motivos que nadie entendería. No se atrevía a expresarlos en voz alta. Era demasiado tarde.