—Era tan amable —ratifica la señora Koontz— y, como tantos otros, se enroló en el ejército un día después de Pearl Harbor.
Las dos hacen una pausa al mismo tiempo y se miran las manos. Sé que están pensando en otros jóvenes que ellas han perdido hace mucho. Annie cambia de postura en el asiento y pregunta:
—¿Y qué pasó después? Conoció a mi bisabuela en la guerra, ¿verdad?
—En España, me parece —dice la señora Koontz y mira a la señora Sullivan para que se lo confirme—. Lo hirieron en un lugar del norte de Francia o en Bélgica, creo. Nunca supe toda la historia; por aquí todos lo dimos por desaparecido en combate durante meses. Yo estaba segura de que había muerto, pero consiguió huir a España y tu bisabuela también estaba allí.
Annie asiente con la cabeza, muy seria, como si supiese la historia de memoria, aunque mi abuelo murió doce años antes de que ella naciera.
—Es francesa, claro, tu bisabuela Rose, pero, por lo que sé, sus padres murieron cuando era joven y ella se quiso ir de Francia, porque el país estaba en guerra, ¿verdad?
La señora Sullivan, que ha tomado el hilo de la narración, mira a la señora Koontz, que asiente con la cabeza.
—Nunca supimos muy bien cómo se conocieron, pero, sí, creo que Rose vivía en España. Me parece que fue, ¿cuándo sería, en 1944?, cuando nos enteramos de que él había vuelto a Estados Unidos y se había casado con una francesa.
—A finales de 1943 —corrige la señora Sullivan—. Lo recuerdo perfectamente, porque fue cuando cumplí veinte años.
—Ah, sí, claro. Te pusiste a llorar frente a tu pastel de cumpleaños. —La señora Koontz le guiña un ojo a Annie—. Estaba enamorada de tu bisabuelo como una adolescente, pero tu bisabuela se lo quitó.
La señora Sullivan hace una mueca.
—Era dos años más joven que nosotras y tenía aquel acento francés tan exótico. A los chicos los vuelven locos los acentos, ¿sabes?
Annie asiente con la cabeza, toda seria, como si lo supiera por instinto. Disimulo una sonrisa, mientras finjo que me concentro en limpiar una mancha particularmente rebelde. Nunca oí contar a mi abuela cómo había conocido a mi abuelo —en realidad, casi nunca habla del pasado—, de modo que me interesa enterarme de lo que saben aquellas mujeres.
—Ted consiguió un trabajo en Nueva York, en un instituto, cuando se doctoró —dice la señora Koontz—, y después él y tu bisabuela volvieron al cabo Cod. Entonces él empezó a trabajar en la Sea Oats.
Mi abuelo, que se había doctorado en educación, fue el primer director de la Sea Oats School, una escuela privada de prestigio que queda en el pueblo de al lado. Antes incluía parvulario, primaria y secundaria, pero ahora solo es un instituto. Allí irá Annie cuando le toque, porque, gracias a él, tendrá una beca.
—Y, ejem, cuando Mamie y mi bisabuelo vinieron a vivir aquí —pregunta Annie—, ¿estaba también mi abuela?
—Sí, cuando se mudaron, tu abuela Josephine debía de tener… ¿Cuántos años? ¿Cinco? ¿Seis? —dice la señora Sullivan—. Volvieron al cabo Cod en 1950. Lo recuerdo perfectamente, porque es el año en que me casé.
La señora Koontz asiente con la cabeza.
—Sí, Josephine empezó primero cuando se mudaron aquí, si no me equivoco.
—¿Y Mamie puso la panadería entonces? —pregunta Annie.
—Creo que fue algunos años después —dice la señora Koontz—, pero lo más probable es que tu madre lo sepa. —Entonces me llama—: Hope, guapa, ¿dónde estás?
Finjo que no he estado escuchando toda la conversación.
—Aquí estoy. ¿Qué pasa? —pregunto, levantando la mirada.
—Annie pregunta cuándo fundó tu abuela la panadería.
—En 1952 —digo. Miro a Annie, que me observa fijamente—. Me parece que sus padres tenían una en Francia.
No sé nada más sobre el pasado de Mamie. Ella nunca hablaba sobre su vida antes de conocer a mi abuelo.
Annie no me hace caso y vuelve a dirigirse a las dos mujeres.
—Pero ¿ustedes no conocen a nadie que se llame Leona? —pregunta.
—No —dice la señora Sullivan—. Tal vez fuera amiga de tu bisabuela de cuando vivía en Francia.
—En realidad, aquí nunca tuvo ninguna amiga —dice la señora Koontz. Me lanza una mirada culpable y enseguida rectifica—: Es muy simpática, desde luego; lo que pasa es que siempre ha sido muy reservada.
Asiento con la cabeza, aunque no estoy segura de que haya que achacárselo exclusivamente a Mamie. Ella es discreta y reservada, sin duda, pero me da la impresión de que la señora Koontz, la señora Sullivan y las demás mujeres del pueblo no la deben de haber recibido con los brazos abiertos, precisamente. Siento pena por ella.
Vuelvo a mirar el reloj.
—Annie, tendrías que marcharte. Vas a llegar tarde a la escuela.
Entorna los ojos y desaparece la visión efímera de la vieja Annie: ha vuelto a odiarme.
—No eres mi jefa —farfulla.
—En realidad, jovencita —dice la señora Koontz, mirándome—, sí que lo es: es tu madre y, por consiguiente, tu jefa hasta que cumplas los dieciocho, como mínimo.
—Es igual —dice Annie entre dientes.
Se levanta de la mesa y entra en el obrador pisando fuerte. Sale poco después con su mochila.
—Gracias —dice a la señora Koontz y a la señora Sullivan, mientras se dirige hacia la puerta—. Quiero decir, gracias por hablarme de mi bisabuela.
Ni siquiera me mira cuando sale por la puerta dando zancadas hacia Main Street.
Gavin pasa cuando estoy a punto de cerrar para devolverme el juego de llaves que le había dado dos días antes. Lleva puestos los mismos vaqueros con el agujero en el muslo, que da la impresión de haberse agrandado un poquito desde la última vez que lo vi.
—La cañería está arreglada —me dice mientras le sirvo lo que queda del café de la tarde— y el lavavajillas funciona como nuevo.
—No sé cómo agradecértelo.
Gavin sonríe.
—Lo sabes perfectamente. Ya conoces mis debilidades: el Star Pie, el
strudel
de canela, el café hecho hace horas…
Mira su taza de café y enarca una ceja, pero bebe un sorbo, de todos modos.
Echo a reír, aunque me siento incómoda.
—Ya sé que debería pagarte con algo más que con los productos de la panadería. Perdona, Gavin.
Levanta la vista.
—No hay nada que perdonar —dice—. ¡Cómo se nota que subestimas mi adicción a tu repostería!
Lo miro y se ríe.
—Te lo digo en serio, Hope: es excelente. Eres una maestra.
Suspiro mientras meto las últimas tartaletas rosadas de almendras que quedan en un recipiente plano de plástico con tapa que guardaré hasta mañana en el congelador.
—Pero resulta que no basta con ser una maestra —mascullo.
Aquella mañana, Matt me ha traído un montón de papeles que todavía no me he puesto a leer siquiera, aunque sé que tengo que hacerlo. No me apetece lo más mínimo.
—Eres injusta contigo misma —dice Gavin. Sin darme tiempo a responder, añade—: Conque Matt Hines viene mucho por aquí.
Bebe otro sorbo de café.
Alzo la vista de las pastas que estoy guardando.
—Solo es por el negocio —le digo, aunque no estoy segura de por qué me da la impresión de que tengo que justificarme.
—Ajá —es lo único que responde Gavin.
—Salíamos juntos cuando estábamos en el instituto —añado.
Gavin creció en North Shore, al norte de Boston —una tarde que nos quedamos charlando en el porche me contó que había ido al instituto en Peabody—, de modo que supongo que no sabe nada de mi pasado con Matt; por eso, me sorprendo cuando dice:
—Lo sé, pero eso fue hace mucho tiempo.
Asiento con la cabeza.
—Hace mucho tiempo —repito.
—¿Cómo lo lleva Annie? —Gavin vuelve a cambiar de tema—. Me refiero al asunto entre tú y tu ex y todo eso.
Alzo la mirada. Nadie me lo ha preguntado últimamente y me sorprendo al comprobar lo mucho que se lo agradezco.
—Está bien —le digo. Hago una pausa y me corrijo—: En realidad, no sé por qué te he dicho eso. No está bien. De un tiempo a esta parte parece muy enfadada y no sé qué hacer al respecto. Ya sé que allí dentro, en algún lugar, está la Annie auténtica, pero, justo ahora, lo único que pretende es hacerme sufrir.
No sé por qué le estoy haciendo confidencias, pero Gavin asiente con la cabeza lentamente y sin el menor asomo de crítica en su rostro, por lo cual le estoy agradecida. Me pongo a limpiar el mostrador con un trapo húmedo.
—Es difícil a esa edad —dice—. Yo era unos años mayor que ella cuando mis padres se divorciaron. Lo que pasa es que está confundida. Ya se le pasará.
—¿Te parece? —le pregunto con un hilo de voz.
—Estoy seguro —dice Gavin. Se pone de pie, se acerca al mostrador y apoya una mano sobre la mía. Dejo de limpiar y alzo los ojos para mirarlo—. Es buena chica, Hope. Lo he visto este verano, con todo el tiempo que he pasado en vuestra casa.
Siento que los ojos se me llenan de lágrimas y me avergüenzo. Parpadeo para hacerlas desaparecer.
—Gracias —le digo y retiro la mano.
—Si alguna vez hay algo que yo pueda hacer… —dice Gavin.
En lugar de acabar la frase, me mira con tal intensidad que aparto la mirada, con el rostro ardiendo.
—Muy amable de tu parte al ofrecerte, Gavin —le digo—, pero seguro que tienes cosas más entretenidas para hacer que preocuparte por la vieja que regenta la panadería.
Gavin enarca una ceja.
—No veo a ninguna vieja por aquí.
—Eres muy amable —murmuro—, pero eres joven, soltero… —Hago una pausa—. Oye, eres soltero, ¿verdad?
—Que yo sepa…
Paso por alto la inesperada sensación de alivio que me invade.
—Vale, pues, yo tengo treinta y seis, a punto de cumplir los setenta y cinco; estoy divorciada; mi situación financiera es un desastre, y tengo una hija que me odia. —Hago una pausa y miro hacia abajo—. Tendrás mejores cosas que hacer que preocuparte por mí. ¿No deberías salir a hacer algo…? No sé, lo que hagan las personas jóvenes y solteras.
—¿Lo que hagan las personas jóvenes y solteras? —repite—. ¿A qué te refieres, exactamente?
—Y yo qué sé —digo. Me siento estúpida. Hace siglos que no me siento joven—. ¿Salir de marcha? —me atrevo a decir, con voz queda.
Echa a reír a carcajadas.
—Claro, como que me he venido a vivir al cabo Cod porque aquí hay una vida nocturna desenfrenada. De hecho, precisamente vengo de una
rave
.
Sonrío, pero sin demasiado entusiasmo.
—Ya sé que me estoy comportando como una tonta —digo—, pero no te preocupes por mí. Tengo muchas cosas entre manos, pero hasta ahora siempre me las he arreglado. Ya lo solucionaré.
—Dejar que alguien te ayude de vez en cuando no te hará daño, ¿sabes? —dice Gavin con dulzura.
Lo miro con dureza y abro la boca para responder, pero se me adelanta.
—Como te dije el otro día, eres una buena madre —prosigue Gavin— y ya va siendo hora de que dejes de dudar de ti misma.
Miro hacia abajo.
—Me da la impresión de que siempre lo echo todo a perder. —Siento que se me encienden las mejillas y mascullo—: No sé por qué te estoy diciendo todo esto.
Oigo que Gavin respira hondo y, un momento después, ha dado la vuelta al mostrador y me estrecha entre sus brazos. El corazón me late con fuerza cuando le devuelvo el abrazo. Trato de no reparar en la firmeza de su pecho cuando me acerca a él y, por el contrario, me concentro en el placer de recibir un abrazo. Ya no queda nadie para consolarme de esta manera y hasta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que lo echaba en falta.
—No lo echas todo a perder, Hope —murmura Gavin contra mi pelo—. Tienes que darte un respiro. Eres la persona más exigente que conozco. —Hace una pausa y añade—: Ya sé que la vida no ha sido fácil para ti últimamente, pero nunca se sabe lo que ocurrirá mañana o pasado. Un día, una semana o un mes pueden cambiarlo todo.
Levanto la mirada de golpe y doy un paso atrás.
—Mi madre solía decir lo mismo y con las mismas palabras.
—¿En serio? —pregunta Gavin.
—Pues sí.
—Nunca hablas de ella —dice.
—Lo sé —murmuro.
La verdad es que me hace mucho daño pensar en ella. Me pasé toda la infancia esperando que, si me comportaba un poquito mejor o le daba las gracias algo más efusivamente o hacía más tareas domésticas, me querría un poco más. En cambio, parecía que, a medida que iban pasando los años, se alejaba cada vez más.
Cuando le diagnosticaron cáncer de mama y volví a casa para ayudarla, se repitió lo mismo: yo esperaba que, mientras se estaba muriendo, viera lo mucho que la quería, pero siguió manteniéndome lejos. Cuando, en su lecho de muerte, me dijo que me quería, las palabras no me sonaron sinceras. Quiero creer que ella las sentía así, aunque yo sabía que, probablemente, en sus últimos momentos estuviese confusa y delirase y me confundiera con alguno de sus innumerables novios.
—Siempre he estado más apegada a mi abuela que a mi madre —le digo.
Gavin me apoya una mano en el hombro.
—Lamento que la hayas perdido, Hope.
No sé si se refiere a mi madre o a Mamie, porque, en muchos sentidos, las he perdido a las dos.
—Gracias —murmuro.
Cuando se marcha unos minutos después con una caja de
strudel
, me lo quedo mirando y el corazón me late con fuerza en el pecho. No sé por qué parece tenerme confianza, cuando ni yo misma confío ya en mí. Sin embargo, no me puedo poner a pensar en eso ahora; tengo que ocuparme de un asunto más apremiante: que el banco me quiere embargar. Me froto las sienes, enchufo el hervidor eléctrico y me siento en una de las mesas de la cafetería a leer los papeles que me ha traído Matt.
-T
engo que hablar contigo.
Una semana y media después, estoy en el umbral de la casa de Rob —mi antigua casa— con los brazos cruzados sobre el pecho. Miro a mi ex marido y lo único que veo es dolor y traición, como si la persona de la que me enamoré hubiese desaparecido por completo.
—Podrías haber llamado, Hope —dice.
No me invita a pasar. Se queda en la entrada, como un centinela en la puerta de una vida que ha quedado atrás.
—Lo he hecho —digo con firmeza—. Dos veces a tu casa y dos veces a tu oficina, pero no me has respondido.
Se encoge de hombros.
—He estado ocupado. Te iba a llamar en algún momento. —Apoya el peso del lado izquierdo y por un momento me da la sensación de que parece triste. Después desaparece toda la emoción de su rostro y dice—: ¿Qué es lo que necesitas?