—¿Como socia? —pregunto y decido no mencionar el daño que me causa que me presenten como un regalo la posibilidad de participar en el negocio de mi propia familia—. Pero ¿eso no quiere decir que tendría que poner dinero para pagarle al banco una parte de la compra?
—Sí y no —dice.
—Es que no lo tengo, Matt.
—Ya lo sé.
Me lo quedo mirando y espero a que continúe.
Carraspea.
—¿Y si te lo prestara yo?
Me quedo boquiabierta.
—¿Cómo dices?
—En realidad, sería más bien una transacción comercial, Hope —se apresura a aclarar—. Quiero decir, que yo dispongo del crédito. Entonces, podríamos entrar en esto, por ejemplo, al setenta y cinco y el veinticinco por ciento. El setenta y cinco por ciento de la propiedad para ti y el veinticinco para mí y tú me vas pagando lo que puedas todos los meses. Así una parte de la panadería quedaría en tu familia…
—No puedo —le digo, sin darme siquiera oportunidad de pensármelo. Los hilos invisibles acabarían por estrangularme y, aunque detesto la idea de que unos extraños sean dueños de la mayor parte de la panadería, me resulta aún peor pensar que Matt participe también—. Es una oferta estupenda, Matt, pero es que no puedo…
—Solo te pido que te lo pienses, Hope —me dice rápidamente—. Para mí no es ningún problema: dispongo del dinero y llevo tiempo buscando en qué invertirlo y, como esto es una institución en el pueblo… Sé que acabarás saliendo adelante y…
No acaba la frase y me mira esperanzado.
—Te lo agradezco mucho, Matt —le digo con suavidad—, pero sé lo que tratas de hacer.
—¿A qué te refieres? —pregunta.
—Es una obra de caridad —le digo y suspiro—. Me tienes lástima. Te lo agradezco, Matt, de verdad, pero es que… no necesito tu compasión.
—Pero… —empieza a decir, pero vuelvo a interrumpirlo.
—Oye, es que me voy a hundir o voy a salir a flote yo sola, ¿sabes? —Hago una pausa, trago saliva y trato de convencerme de que estoy haciendo lo que tengo que hacer—. Puede que me hunda y puede que me quede sin nada. También puede ser que, al fin y al cabo, a los inversores no les interese el negocio, pero, en tal caso, tal vez sea porque así debe ser.
Pone cara larga y tamborilea con los dedos sobre el mostrador unas cuantas veces.
—¿Sabes una cosa, Hope? Eres distinta —dice por fin.
—¿Distinta?
—Distinta a la de antes. Cuando estábamos en el instituto, no habrías dejado que nada te deprimiera. Siempre te recuperabas. Esa era una de las cosas que más me gustaban de ti.
No digo nada. Se me ha hecho un nudo en la garganta.
—Ahora, en cambio, estás dispuesta a rendirte —añade al cabo de un momento, sin mirarme a los ojos—. Yo es que… Pensé que tendrías otra actitud. Es como si dejaras que la vida hiciera contigo lo que quisiera.
Aprieto los labios. Ya sé que no debería importarme lo que piense Matt, pero, de todos modos, sus palabras me hacen daño, sobre todo porque sé que no pretende ser cruel. Tiene razón: soy distinta que antes.
Se me queda mirando un rato largo y asiente con la cabeza:
—Creo que tu madre se llevaría un chasco.
Las palabras hacen daño, porque esa es la intención, pero, al mismo tiempo, me van bien, porque está totalmente equivocado. A mi madre —a diferencia de mi abuela— jamás le importó la panadería: para ella era una carga y, probablemente, le habría gustado verla fracasar antes de irse, porque entonces habría podido lavarse las manos.
—Tal vez, Matt —digo.
Extrae el billetero, saca dos billetes de dólar y los deja sobre el mostrador.
Suspiro.
—No seas tonto. Invita la casa.
Mueve la cabeza de un lado a otro.
—No necesito tu caridad —dice. Esboza una sonrisa y añade—: Que tengas un buen día, Hope.
Coge su café y sale rápidamente por la puerta de entrada dando zancadas. Observo que la oscuridad se traga su silueta y me estremezco.
Aquella mañana, Annie va y viene y, otra vez, casi no me habla, salvo para preguntarme, tensa, si ya he averiguado la manera de reservar un vuelo a París. A las once no hay nadie en la panadería y me quedo contemplando por los escaparates del frente el cambio de color de las hojas de Main Street. Corre una brisa y, de vez en cuando, pasan flotando unas hojas de roble de un rojo encendido o unas hojas de arce color naranja oscuro que me recuerdan el vuelo grácil de las aves.
A las once y media, como no hay clientes ni nada pendiente de hacer hasta que salga la hornada de Star Pies, enciendo el viejo ordenador portátil que guardo detrás de la caja registradora y, «aprovechando» la conexión inalámbrica de la tienda de regalos de Jessica Gregory, contigua a la mía, escribo lentamente «www.google.com». Cuando he entrado a la página, hago una pausa. ¿Qué estoy buscando? Me muerdo los labios un momento y escribo el nombre que encabeza la lista de Mamie: Albert Picard.
Al cabo de un segundo aparecen los resultados de la búsqueda. En Francia hay un aeropuerto llamado
Albert-Picardie
, pero no creo que tenga nada que ver con la lista de Mamie. De todos modos, leo el artículo de la Wikipedia, pero es evidente que se trata de otra cosa: es el aeropuerto regional correspondiente a una comunidad llamada
Albert
, situada en la región de la Picardía, al norte del país. Una vía muerta.
Retrocedo y examino los demás resultados de la búsqueda. Hay un Frank Albert Picard, pero es un abogado estadounidense que nació y se crio en Michigan y falleció a principios de la década de 1960. No puede ser la persona que ella busca, porque no tiene ninguna relación con París. Aparecen unos cuantos Albert Picard más cuando añado la palabra «París» a la cadena de búsqueda, pero no hay nada que parezca coincidir con la época en la que Mamie vivió en Francia.
Me muerdo el labio inferior, borro el contenido de la casilla de búsqueda y escribo «páginas blancas, París»; después de unos cuantos clics entro en una página titulada «
pages blanches
», que me pide un
nom
y un
prénom
. Gracias a los escasos conocimientos de francés adquiridos en el instituto, sé que se trata del apellido y el nombre, de modo que escribo «Picard» y «Albert» y, en el espacio en blanco que pregunta
Où
?, escribo «París».
Aparece una sola entrada y el corazón me da un brinco. ¿Será realmente tan fácil? Apunto el número y después borro «Albert» y escribo el segundo nombre que figura en la lista de Mamie: «Cecile». Hay ocho coincidencias en París, incluidas cuatro personas que constan como C. Picard. Apunto también esos números y repito la búsqueda con el resto de los nombres: Hélène, Claude, Alain, David y Danielle.
Acabo con una lista de treinta y cinco números. Busco otra vez en Google cómo se hace para llamar a Francia desde Estados Unidos y tomo nota también de las indicaciones: cuando averiguo lo que tengo que hacer para llamar desde el exterior al primer Picard, voy a buscar el teléfono.
Pienso un poco antes de marcar. No tengo ni idea de lo que cuestan las llamadas internacionales, porque nunca he tenido que hacer ninguna, pero estoy segura de que costarán casi un riñón. Recuerdo el cheque de mil dólares que me ha dado Mamie y decido hacer las llamadas de larga distancia con eso y depositar el resto del dinero de nuevo en su cuenta. De todos modos, será mucho más barato que comprar un billete a París.
Miro hacia la puerta. Siguen sin aparecer clientes. Fuera, la calle está desierta. Se avecina una tormenta: el cielo se ha cubierto y se está levantando viento. Vuelvo a mirar el horno. Según el reloj, faltan treinta y seis minutos. El olor a canela flota por la panadería y lo aspiro con fruición.
Marco el primer número. Se oyen unos cuantos clics cuando se establece la llamada y a continuación un par de toques que casi parecen timbrazos. Responde una voz de mujer:
—
Allo
?
Entonces caigo en la cuenta de que mis conocimientos de francés son muy rudimentarios.
—Ejem, hola —digo nerviosamente en inglés—, estoy buscando a los familiares de alguien llamado Albert Picard.
Se produce un silencio del otro lado.
Busco desesperadamente en mi memoria las palabras en francés:
—Ejem,
je chercher Albert Picard
—pruebo.
Sé que no es correcto del todo, pero espero hacerme entender.
—Aquí no hay ningún Albert Picard.
La mujer habla inglés con claridad, aunque con marcado acento francés.
Me desmorono.
—Oh, lo siento. Pensaba que…
—Aquí no hay ningún Albert Picard, porque es un cabrón y un inútil —continúa la mujer con calma—, que no puede evitar ponerle las manos encima a todas las demás mujeres. Y se acabó.
—Oh, perdón…
No digo más, porque no sé qué más decir.
—Usted no será una de esas mujeres, ¿verdad? —pregunta de pronto, con una voz cargada de sospecha.
—No, no —me apresuro a decir—. Estoy buscando a alguien que mi abuela conoció hace mucho o que tal vez fuera familiar suyo. Ella se marchó de París a principios de la década de 1940.
La mujer echa a reír.
—Este Albert solo tiene treinta y dos años y su padre se llama Jean-Marc. No es el Albert Picard que usted busca.
—Perdone —digo y bajo la mirada hacia la lista—. ¿Conoce usted a una tal Cecile Picard? ¿O a Hélène Picard? ¿O a Claude Picard? ¿O…? —hago una pausa—, ¿o a Rose Durand? ¿O a Rose McKenna?
—No.
—De acuerdo —digo, desilusionada—. Gracias por el tiempo que me ha dedicado y espero, ejem, que resuelva usted la situación con Albert.
La mujer bufa.
—Y yo espero que lo atropelle un taxi.
Se corta la comunicación y me quedo, sorprendida, con el teléfono en la mano. Muevo la cabeza de un lado a otro, espero el tono de marcar y pruebo con el número siguiente.
C
uando entra Annie, poco antes de las cuatro, los Star Pies ya se han enfriado, he puesto en el horno las magdalenas de arándanos para mañana y he marcado los treinta y cinco números de mi lista. Me respondieron en veintidós, pero nadie conocía a las personas de la lista de Mamie. Dos me sugirieron que llamara a las sinagogas, que podrían tener registros de sus fieles de aquella época.
—Gracias —había dicho, atónita, en los dos casos—, pero es que mi abuela es católica.
Casi sin mirarme, Annie arroja la mochila detrás del mostrador y entra en el obrador pisando fuerte. Suspiro. ¡Qué bien! Vamos a tener una de esas tardes.
—¡Ya he lavado todos los boles y las bandejas! —le grito, mientras empiezo a retirar las galletas del exhibidor, dispuesta a cerrar dentro de unos minutos—. Como hoy no ha habido mucho movimiento, me ha sobrado tiempo.
—Entonces, ¿has aprovechado para reservar el vuelo a París? —pregunta Annie y aparece en la puerta de la cocina con las manos en las caderas—. Ya que has tenido tiempo de sobra…
—No, pero… —empiezo, pero Annie levanta la mano y me interrumpe.
—¿No? Está bien. No quiero saber nada más.
Evidentemente, le ha copiado la frase a su padre, para tratar de parecer un adulto en pequeño. Lo que me faltaba.
—Annie, no me estás escuchando —le digo—. He llamado a todos…
—Mira, mamá, si tú no vas a ayudar a Mamie, no sé de qué tenemos que hablar —dice con brusquedad.
Respiro hondo. Hace varios meses que voy como pisando huevos a su alrededor, porque me preocupa su reacción ante el asunto del divorcio, pero ya me he cansado de ser la mala de la película, sobre todo cuando no lo soy.
—Annie —le digo con firmeza—, estoy haciendo todo lo que puedo para mantenernos a flote. Entiendo que tú quieras ayudar a Mamie y yo también, pero tiene
alzheimer
, Annie. Lo que pide no es lógico, así que, si me prestaras atención…
—Es igual, mamá —me vuelve a interrumpir—, si es que a ti no te importa nadie.
Regresa al obrador a zancadas y me dispongo a seguirla, con los puños apretados, para tratar de contener mi cólera.
—Jovencita, ¡no te vayas así cuando estamos discutiendo!
En aquel preciso instante suena la campanilla de la puerta y, cuando me doy la vuelta, veo a Gavin. Lleva unos vaqueros desteñidos y una camisa roja de franela. Me mira a los ojos y se pasa la mano por el cabello castaño, rizado y rebelde. Sin querer, reparo en que necesita un corte de pelo.
—Ejem, ¿interrumpo? —pregunta y mira el reloj—. ¿Está abierto todavía?
Esbozo una sonrisa forzada.
—Claro que sí, Gavin —le digo—. Pasa, ¿qué puedo hacer por ti?
Se acerca al mostrador, vacilante.
—¿Estás segura? —pregunta—. Mira que puedo volver mañana, si…
—No —lo interrumpo—. Perdona. Annie y yo estábamos teniendo una… conversación.
Gavin se detiene, me sonríe y dice en voz baja:
—Mi madre y yo solíamos tener montones de conversaciones cuando yo tenía la edad de Annie. Estoy seguro de que mi madre las disfrutaba mucho.
Me río, a pesar de todo. En aquel momento, Annie vuelve a salir del obrador.
—Aquí tiene una taza de café —le anuncia antes de que yo pueda decir nada y, echándome una mirada desafiante, añade—: Invita la casa.
Ella no sabe que no le cobro nada desde que acabó las obras en nuestra casita.
—Vaya, gracias, Annie. Muy generoso de tu parte —dice Gavin y coge el café que ella le ofrece. Lo observo mientras cierra los ojos e inhala el aroma—. ¡Guau! ¡Esto huele genial!
Enarco una ceja, porque sospecho que sabe tan bien como yo que el café no está recién hecho, sino que lleva como dos horas en la cafetera.
—Dígame una cosa, señor Keyes —empieza Annie—. ¿Verdad que usted, o sea, ayuda a la gente?
Gavin pone cara de sorpresa. Carraspea y asiente con la cabeza.
—Pues sí, Annie, supongo que sí. —Calla y me mira—. Me puedes llamar Gavin, si quieres. Ejem, ¿quieres decir si ayudo a la gente porque hago reparaciones y obras en las casas?
—Es igual —dice ella, restándole importancia—. Ayuda a la gente porque es lo que hay que hacer, ¿verdad? —Gavin me echa otra mirada. Yo me encojo de hombros y Annie continúa—: La cuestión es que, si algo se perdiera y una persona estuviera muy preocupada por eso, probablemente querría ayudarla a recuperarlo, ¿no?
Gavin asiente con la cabeza.
—Claro, Annie —dice poco a poco—. A nadie le gusta perder sus cosas.