La lista de los nombres olvidados (31 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Claude. Aunque solo tenía trece años, se había esforzado mucho por parecer un adulto, por aparentar que comprendía como un adulto, pero era un crío la última vez que Rose lo vio. ¿Se habrá vuelto el adulto que quería ser en los pocos días que pasó en el Vel’ d’Hiv? ¿Se habrá visto obligado a comprender cosas que no debería haber sabido hasta muchos años después? ¿Habrá tratado de proteger a sus hermanos menores, a su hermana mayor o a su madre? ¿O habrá seguido siendo un crío, aterrorizado por lo que estaba ocurriendo? ¿Habrá llegado a ser trasladado a Auschwitz? ¿Habrá sobrevivido allí por un tiempo o lo habrán puesto en fila en cuanto llegó, por considerarlo demasiado joven o demasiado menudo para trabajar, y lo habrán enviado enseguida a la cámara de gas? ¿Qué habrá dicho con su último suspiro? ¿Qué habrá sido lo último que pensó?

Alain. El que Rose más quería y el que lo comprendía todo, aunque solo tenía once años. Era el que más pena le daba, porque, sin el manto de negación con el cual los demás habían logrado envolverse, no había manera de aliviar el dolor. Lo habrá sentido en todo momento, porque se daba cuenta de todo, comprendía lo que estaba ocurriendo y creía en las advertencias apremiantes de Jacob. ¿Habrá tenido miedo? ¿O habrá madurado de golpe y habrá podido acomodarse con valentía para hacer frente a su destino? Era más fuerte que Rose, más fuerte que todos ellos. ¿Habrá aprovechado su valor para sobreponerse al terror? Rose estaba segura de que no había vivido mucho tiempo: era mucho más bajo que Claude, muy menudo para su edad, y ningún guardia en su sano juicio habría escogido a un niño tan pequeño para hacerlo trabajar. Cuando Rose cerraba los ojos por la noche, a menudo veía la carita de Alain, sus ojos sombríos, sus mejillas sonrosadas amarillentas, su hermoso cabello rubio afeitado, mientras esperaba el destino que sabía que lo aguardaba entre un millar de niños más, en la fría oscuridad de una cámara de gas en algún lugar de Polonia.

Además, estaba Jacob. Aunque habían pasado casi setenta años desde la última vez que lo vio, todavía conservaba nítido el recuerdo de su rostro, como si se hubiesen separado el día anterior. Con frecuencia lo imaginaba como lo vio el día que lo conoció, en los Jardines de Luxemburgo, en invierno. Sus alegres ojos verdes, su espesa cabellera castaña, la manera en que se habían mirado el uno al otro y habían sabido al instante lo que habían encontrado. Ella podía imaginar, en sus momentos más oscuros, el rostro de él, decidido y valiente, soportando la tortura en el Vel’ d’Hiv, subiendo a algún transporte a un campo de tránsito o ingresando en Auschwitz. Sin embargo, a diferencia de los demás, no podía visualizarlo muriendo. Era extraño, pensaba, pero tal vez fuera la manera que tenía su mente de protegerla, aunque ella no quería que la protegieran. Quería sentir el dolor de su muerte, porque se lo merecía.

Sin embargo, no eran aquellos los únicos momentos de la vida de Rose que le volvían a la cabeza mientras ella se alejaba cada vez más del mundo. Pensaba también en los momentos transcurridos después, los escasos momentos felices a lo largo de los años, cuando su corazón se había llenado de amor y felicidad, como le ocurría cuando era niña. Entonces, flotando en la oscuridad en lo profundo del coma, su pensamiento regresó a una mañana fría de mayo de 1975, uno de sus momentos preferidos.

Aquella mañana, cuando Rose despertó, vio que Ted ya se había ido a trabajar. Por lo general, ella se levantaba mucho antes del amanecer, pero aquella noche las pesadillas la habían arrastrado —a veces le pasaba— y la habían mantenido cautiva casi hasta las seis de la mañana. Cuando dormía hasta tarde, Ted la dejaba descansar y avisaba a Josephine para que fuera a abrir la panadería en lugar de su madre. Él no comprendía que ella no descansaba, sino que se tambaleaba en medio de un terror del cual nunca encontraba la salida y, como ella amaba a su esposo, no se lo decía. Él pensaba que, al casarse con ella y darle una buena vida, había contribuido a hacer desaparecer su pasado, como ella quería. A Rose ni se le ocurría decirle que, en los treinta y tres años transcurridos desde la última vez que vio a sus seres más queridos, los recuerdos, tanto los reales como los imaginarios, no se habían desvanecido en absoluto.

Rose se había mirado al espejo aquella mañana. A los cincuenta seguía siendo hermosa, aunque ella no se había visto así desde la última vez que la había mirado Jacob. Sabía que, para él, ella era algo especial y, sin él, se había marchitado como una flor privada de la luz del sol.

«Cincuenta años», pensó, mirando su imagen reflejada. Era su cumpleaños, pero nadie lo sabía. Según el visado con el que había llegado a Estados Unidos y que le proporcionó una identidad que no era la suya, había nacido dos meses después, en julio. El 16 de julio, en realidad, una ironía que no olvidaría jamás, porque aquel fue el día en el que se llevaron a su familia. Sabía que el 16 de julio Ted y Josephine le prepararían un pastel, una buena cena y le cantarían el feliz cumpleaños y ella sonreiría y desempeñaría bien su papel. Sin embargo, aquel día era solo para ella. Era el día en que había nacido Rose Picard, aunque Rose Picard había muerto en 1942.

A Rose no le gustaban los cumpleaños. No podía ser de otra manera. Cada uno la alejaba más del pasado, de la vida que llevaba antes de que se acabara el mundo, y durante los últimos años la había consumido la tristeza al advertir que se hacía mayor de lo que había llegado a ser ningún miembro de su familia. Su padre tenía cuarenta y cinco años cuando se lo llevaron. Aunque hubiese vivido dos años más en Auschwitz —ella sabía que era muy poco probable—, no habría pasado de los cuarenta y siete.
Maman
tenía apenas cuarenta y uno en 1942, la última vez que Rose la vio. A Rose, su madre le parecía muy mayor, pero ahora cuarenta y un años le parecían juveniles. Nunca había pensado que a su madre la habían arrancado en la flor de la vida, pero así era. Rose lo sabía entonces.

En aquel momento, la propia Rose tenía cincuenta años. Había vivido más que sus padres y había pasado casi el doble de tiempo en Estados Unidos que en Francia —diecisiete años en su tierra natal y treinta y tres en su país de adopción—, aunque había dejado de vivir hacía mucho tiempo. El resto había sido como un sueño, por el cual había pasado en trance, limitándose a cubrir las formas.

Aquella mañana se vistió y, en el trayecto a pie hasta la panadería, observó que la primavera había llegado pronto. Los árboles estaban verdes y por todo el cabo Cod se empezaban a abrir las flores. El cielo azul celeste estaba despejado; era el tipo de cielo que anticipaba los días hermosos y Rose sabía que no tardarían en llegar los turistas y que su negocio tendría mucho trabajo. Aquello, supuestamente, debería alegrarla.

Se detuvo un momento fuera de la panadería y miró por el cristal a su hija, entretenida en introducir en el exhibidor una bandeja de minúsculos Star Pies. Tenía el cabello espeso y oscuro como su padre y el vientre redondo y grávido, como había estado el de Rose en una ocasión, hacía mucho. Dentro de un mes, Josephine también sería madre y comprendería que un hijo es lo más importante del mundo y que había que protegerlo a toda costa.

Rose nunca había podido contarle a su hija lo sucedido. Lo único que Josephine sabía era que su madre se había marchado de París cuando murieron sus padres, que se había casado con Ted y que al final se habían establecido allí, en el cabo Cod. Rose había querido contarle la verdad miles de veces, pero después reflexionaba y miraba alrededor, a la vida que tenía allí: su panadería, su preciosa casa y, sobre todo, su marido abnegado, que había sido un padre maravilloso para Josephine. Y todas las veces se había contenido para no echarlo todo a perder. Le daba la impresión de estar viviendo en una pintura preciosa y de ser la única que sabía que el mundo era fino como el papel y estaba hecho de pinceladas y sueños.

Por eso, durante toda su infancia, le había contado a Josephine cuentos de hadas: historias de reinos, príncipes y reinas con los que pretendía mantener vivo el pasado, aunque Rose fuera la única que lo supiera. Imaginaba que también le contaría los mismos cuentos a la hija de Josephine y eso la reconfortaba, porque era su forma de vivir en el pasado sin destruir el presente. Que siguieran creyendo que los cuentos eran la ficción y que todo lo demás era real: mejor así.

Rose estaba a punto de entrar en la panadería cuando, de pronto, vio que su hija se doblaba en dos, agarrándose la barriga, y que su hermoso rostro, tan parecido al de su padre, de golpe se retorcía de dolor. Rose irrumpió en el local por la puerta principal.

—¿Qué pasa, cielo? —preguntó.

Cruzó la habitación volando, pasó detrás del mostrador y apoyó las manos en los hombros de su hija.

Josephine gimió:

—Mamá, es el bebé. Ya viene.

Rose abrió mucho los ojos, presa del pánico.

—Pero es demasiado pronto.

A Josephine le faltaban aún un mes y tres días.

Josephine volvió a doblarse en dos del dolor.

—Me parece que el bebé no lo sabe. Ya viene, mamá.

Rose experimentó una sensación de terror que ya conocía. ¿Y si le ocurría algo al bebé?

—Ahora llamo a tu padre —dijo—. Vendrá enseguida.

Rose sabía que era necesario llevar a su hija al hospital, pero nunca había aprendido a conducir, porque no le hacía falta: vivía a pocas manzanas de la panadería y, por lo general, no tenía que ir a ninguna otra parte.

—Dile que se dé prisa —le pidió Josephine.

Rose asintió con la cabeza, cogió el teléfono y llamó a Ted. Le explicó lo que ocurría rápidamente y con todo detalle y él prometió que saldría de la escuela y llegaría en diez minutos.

—Dile que la quiero y que estoy impaciente por conocer a mi nieta —dijo Ted antes de colgar.

Rose no transmitió su mensaje, aunque no sabía por qué.

Mientras esperaban, Rose trajo una de las sillas de la panadería para que Josephine se sentara y puso el cartel de «cerrado» en la puerta del frente. Vio a Kay Sullivan y Barbara Koontz, que la miraban desde fuera con cara rara, pero se limitó a señalar a Josephine, que respiraba con dificultad y tenía la cara roja y brillante, y ellas comprendieron. Sin embargo, no le ofrecieron ayuda, sino que se limitaron a apartar la vista y salir corriendo.

—Todo irá bien,
chérie
—dijo Rose, mientras se sentaba en una silla junto a su hija y le ponía una mano en la rodilla—. Tu padre no tardará en llegar.

Le habría gustado poder hacer algo más, confortarla mejor, pero hacía años que existía un abismo entre ellas, creado por la propia Rose, que no había sabido superar la frialdad de su corazón para llegar hasta su hija.

Josephine asintió, mientras jadeaba.

—Tengo miedo, mamá —dijo.

Rose también tenía miedo, pero no podía reconocerlo.

—Todo irá bien, cielo —dijo—. Tendrás un bebé sano y hermoso. Ya verás.

A continuación, aun sabiendo que lo lamentaría, Rose dijo algo que había de decirse:

»Mi querida Josephine, tendrás que avisar al padre del bebé.

Josephine levantó la cabeza de golpe y miró a su madre con ojos centelleantes.

—Eso no es asunto tuyo, mamá.

Rose respiró hondo, imaginó la vida que tendría aquel bebé sin un padre y no pudo soportarlo.

—Cielo, la criatura tiene que tener un padre, como lo tuviste tú. Piensa en lo importante que ha sido tu padre para ti.

Su hija la fulminó con la mirada.

—De ninguna manera, mamá. No es como papá. No quiere tener nada que ver con la vida de este bebé.

Rose, afligida, apoyó la mano en el vientre de su hija.

—Nunca le dijiste que estabas embarazada —dijo en voz baja—. Tal vez no sentiría lo mismo si lo supiera.

—No tienes ni idea —dijo Josephine. Hizo una pausa y se dobló en dos: otra contracción sacudió su cuerpo delgado. Cuando se enderezó, tenía el rostro rojo y transido de dolor—. Ni siquiera sabes quién es. Me abandonó.

Los ojos de Rose se llenaron de lágrimas inesperadas y tuvo que mirar hacia otro lado. Era culpa suya y lo sabía. A pesar de todas las cosas que tanto se había esforzado por hacerle llegar a su hija, de las lecciones que había tratado de recordar de su propia madre, en realidad solo había conseguido transmitirle frialdad, ¿no es cierto? Su corazón había dejado de existir —así de simple— aquel día oscuro y vacío de 1949, cuando Ted regresó y le dijo que Jacob había muerto. Josephine era pequeña entonces, demasiado pequeña para saber que aquel día había perdido a su madre.

En aquel momento, Rose se dio cuenta de que había fracasado en lo más importante de todo: había vuelto a su hija tan hermética y tan fría como ella.

—Necesitas a alguien que te cuide, que te quiera y que quiera al bebé —susurró Rose—, como tu padre nos quiere a ti y a mí.

Josephine miró a su madre con acritud.

—Mamá, ya no estamos en la década de 1940. Estoy muy bien sola y no necesito a nadie.

Entonces se produjo otra contracción y de pronto Ted llamó a la puerta principal, con la camisa arrugada y la corbata retorcida a un lado. Rose se puso de pie y atravesó la habitación para hacerlo entrar. Él dio un beso rápido a su mujer y le sonrió:

—¡Vamos a ser abuelos! —dijo.

Después cruzó la habitación hasta Josephine, se arrodilló a su lado y susurró:

—Estoy tan orgulloso de ti, cielo. Vámonos al hospital. Aguanta un poquito más.

El parto fue rápido y, a pesar de que el bebé había nacido con un mes de adelanto, el doctor salió a comunicarles que la niña era sana, aunque pesaba menos de lo normal, y que no tardaría en ir a conocer a sus abuelos. Rose y Ted oían pasar los minutos en la sala de espera y, mientras Ted caminaba de un lado a otro, Rose cerró los ojos y se puso a rezar: rezó para que aquella criatura que había nacido el día en que ella cumplía cincuenta años no fuera tan fría como ella ni como ella había hecho que fuera su propia hija; rezó para que los errores que había cometido con Josephine no se transmitieran al nuevo bebé, que era una tábula rasa, una nueva oportunidad, y rezó para que pudiera demostrarle al bebé que la quería, algo que nunca había podido hacer con su propia hija.

Transcurrió otra hora hasta que acudió una enfermera para hacerlos pasar. Josephine estaba en la cama, agotada pero sonriente, con su hija recién nacida en brazos. A Rose se le derritió el corazón al ver a aquella niña tan pequeña que dormía apaciblemente con una de sus manitas cerrada en un puño junto a la mejilla.

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