Treinta minutos después, Jacob la conducía por un callejón donde su amigo Jean Michel, que pertenecía al movimiento de la resistencia, los esperaba delante de una entrada oscura.
Jean Michel saludó a Rose con un beso en cada mejilla.
—Eres muy valiente, Rose —se limitó a decir.
—No soy valiente. Tengo miedo —respondió ella.
No quería que nadie la considerara valerosa. Pensar que lo era por dejar atrás a su familia le parecía absurdo. En aquel momento se sentía el peor ser humano de la tierra.
—¿Nos dejas solos un momento? —preguntó Jacob a Jean Michel.
Jean Michel asintió con la cabeza.
—Pero daos prisa, por favor. No tenemos mucho tiempo.
Atravesó la puerta y dejó a Rose y a Jacob solos en la penumbra.
—Estás haciendo lo correcto —susurró Jacob.
—Ya no estoy tan segura —dijo Rose, suspirando—. ¿Será cierto lo de la redada?
Jacob asintió con la cabeza.
—No me cabe la menor duda, Rose. Comenzará dentro de unas horas.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué nos ha sucedido a nosotros? —preguntó—. ¿Y a nuestro país?
—El mundo se ha vuelto loco —murmuró Jacob.
Ella volvió a suspirar.
—¿Volverás a buscarme?
—Volveré a buscarte —dijo Jacob de inmediato—. Tú eres mi vida, Rose. Tú y nuestro bebé. Ya lo sabes.
—Ya lo sé —susurró ella.
—Te encontraré, Rose —dijo Jacob—. Cuando acaben todos estos horrores y estés a salvo, vendré a buscarte. Te doy mi palabra. No descansaré hasta estar otra vez a tu lado.
—Yo tampoco —murmuró Rose.
La atrajo hacia él y ella aspiró su olor, memorizó la sensación de sus brazos en torno a ella, presionó la cabeza contra el pecho de él y deseó no tener que separarse nunca, pero entonces regresó Jean Michel y la alejó con suavidad de Jacob, diciéndole en voz baja que tenían que irse antes de que fuera demasiado tarde. Lo único que ella sabía era que Jean Michel, que era católico, la conduciría hasta otro hombre que pertenecía a la resistencia, un musulmán llamado Alí. Era el tipo de situación —la colaboración entre católicos, judíos y musulmanes— que, si el mundo no se hubiese estado desmoronando alrededor, la habría hecho sonreír.
Jacob la atrajo hacia él una vez más para darle otro largo beso de despedida. Cuando ya se marchaba con Jean Michel, se alejó de él.
—¿Jacob? —llamó en voz baja hacia la oscuridad.
—Aquí estoy —dijo él y reapareció de entre las sombras.
Ella respiró hondo.
—Ve a buscarlos, por favor. A mi familia. No puedo perderlos. No puedo vivir conmigo misma si ellos mueren porque no me he esforzado lo suficiente.
Jacob la miró fijamente a los ojos y por un instante Rose deseó poder retirar lo dicho, porque se dio cuenta de lo que le estaba pidiendo, pero no quedaba tiempo. Él asintió con la cabeza y se limitó a decir:
—Iré a buscarlos, te lo prometo. Te quiero.
Y desapareció en la oscuridad impenetrable. Rose se quedó paralizada, clavada en el sitio por lo que le pareció una eternidad, aunque solo fueron unos cuantos segundos.
«No —murmuró para sus adentros—. ¿Qué he hecho?»
Dio un paso para seguir a Jacob, con la intención de detenerlo, de advertirle, pero Jean Michel la abrazó y la retuvo.
—No —dijo—. No. Ahora está todo en manos de Dios. Tienes que venir conmigo.
—Pero… —protestó ella, tratando de soltarse.
—Está en las manos de Dios —repitió Jean Michel, mientras Rose estallaba en sollozos.
La estrechó con más fuerza y susurró en la oscuridad:
—Por ahora, lo único que podemos hacer es rezar y esperar que Dios nos oiga.
Fue una tortura, a partir de entonces, vivir en París en secreto, sabiendo que, a uno o dos kilómetros, su familia o Jacob tal vez estuvieran escondidos también. Saber que no podía salir a buscarlos, que su única responsabilidad en aquel momento era proteger al niño que llevaba en sus entrañas la hacía llorar de impotencia todas las noches.
La familia que la acogió, los Haddam, eran amables, aunque ella sabía que la madre y el padre no querían que estuviera allí. Después de todo, ella era un lastre y tenía claro que su mera presencia suponía un peligro para ellos. De no ser por el bebé que había jurado proteger, se habría marchado hacía mucho tiempo, por cortesía. De todos modos, eran hospitalarios y, con el tiempo, parecieron aceptarla. Su hijo, Nabi, le recordaba a Alain y eso era lo que la mantenía cuerda muchos días: que podía hablar con él como hablaba antes con su hermanito y, de aquella forma, aquel nuevo hogar se parecía un poco más al que había dejado atrás.
Ella y
madame
Haddam pasaban muchas horas en la cocina y, al cabo de un tiempo, Rose se atrevió a enseñarle algunas de las recetas de la panadería askenazí de su familia. A su vez, la señora Haddam enseñó a Rose a hacer muchos dulces deliciosos de los que jamás había oído hablar.
—Tienes que aprender a cocinar con agua de rosas —le había dicho un día la señora Haddam—. Hace juego con tu nombre.
Así fue como Rose se aficionó a los cuernos de gacela hechos de almendras, al
baklava
con agua de azahar y a las galletas con agua de rosas que se le deshacían en la boca como por arte de magia y con aquellos alimentos nutría al bebé que llevaba en el vientre. Su padre a menudo había hablado mal de los musulmanes, pero Rose se dio cuenta entonces de que estaba tan equivocado en cuestiones religiosas como lo había estado con respecto a las intenciones de los nazis. Los Haddam habían arriesgado su propia vida para salvar la de ella. Eran de las mejores personas que había conocido en su vida.
Además, Rose sabía que, para hacer dulces como los que confeccionaban los Haddam, había que ser bueno y amable. Siempre se pone el corazón en lo que se cocina y, si alguien tiene el alma sombría, habrá oscuridad también en su repostería; en cambio, en los pasteles de los Haddam había luz y bondad. Rose lo captaba y esperaba que, en su interior, el bebé también.
Algunas veces, la señora Haddam dejaba que Rose la acompañara al mercado, siempre que se comprometiera a no abrir la boca y se cubriera con un pañuelo. Le gustaba el anonimato que aquello le proporcionaba y allí, aunque los Haddam iban a comprar a un barrio musulmán, Rose escudriñaba la multitud con desesperación, con la esperanza de entrever a alguien de su vida anterior. Un día vio por la calle a Jean Michel, pero no pudo llamarlo a gritos, porque de pronto se le hizo un nudo en la garganta. Cuando logró volver a articular algún sonido, hacía rato que él había desaparecido.
Una noche, después de decir el azalá en árabe con los Haddam, Rose estaba en su habitación rezando en hebreo cuando, al volverse, vio a Nabi, que la observaba.
—Ven, Nabi —le dijo al niño—, y reza conmigo.
Él se arrodilló a su lado mientras ella acababa sus plegarias y se quedaron sentados en silencio.
—Rose —preguntó el niño al cabo de un buen rato—, ¿tú crees que Dios habla árabe o hebreo? ¿Puede oír tus oraciones o las mías?
Rose reflexionó un momento y se dio cuenta de que no sabía la respuesta. Últimamente había empezado a dudar de que Dios la escuchara, fuera cual fuese la lengua en la que ella hablara, porque, si Él la oía, ¿cómo podía permitir que su familia y Jacob desaparecieran de su vida?
—No lo sé —dijo finalmente—. ¿Qué te parece a ti, Nabi?
El niño se lo pensó un buen rato antes de responder.
—Creo que Dios debe de hablar todas las lenguas —dijo con voz confiada—. Creo que nos oye a todos.
—¿Te parece que todos rezamos al mismo Dios? —preguntó Rose al cabo de un momento—. ¿Los musulmanes y los judíos y los cristianos y todas las personas que creen en otras cosas?
Dio la impresión de que Nabi reflexionaba con mucha seriedad sobre aquella cuestión.
—Sí —respondió finalmente—. Sí. Hay un solo Dios que vive en el cielo y nos oye a todos. Lo que pasa es que aquí, en la tierra, estamos confundidos sobre la manera de creer en Él, pero ¿qué importa, mientras tengamos confianza en que está allí?
Rose sonrió al oírlo.
—Creo que tal vez tengas razón, Nabi.
Pensó en las palabras que le había dicho Jean Michel la última vez que ella vio a Jacob.
—Por ahora —le dijo al niño en voz baja, mientras extendía la mano para despeinarlo—, lo único que podemos hacer es rezar y esperar que Dios nos oiga.
D
espués de convencer al personal de la compañía aérea para que nos dejara pasar aunque se hubiese cerrado el embarque, de atravesar rápidamente el control de seguridad y de correr hasta la puerta correspondiente, Alain y yo conseguimos subir al avión cinco minutos antes de que cierren las puertas.
Con el teléfono móvil de Alain había llamado a Annie desde el taxi, pero no respondió. Tampoco lo hicieron Gavin ni Rob, aunque los llamé a los dos. En el hogar de Mamie no tenían más información sobre su estado y la enfermera que me respondió en el hospital me dijo que se encontraba estable, aunque era imposible saber cuánto más duraría así.
Mientras el avión carretea y emprende vuelo sobre París, observo el Sena, que desaparece a nuestros pies, como una cinta que corta la tierra, e imagino a Mamie oculta en una barcaza a los diecisiete años, serpenteando lentamente por el mismo río color topacio hacia la zona no ocupada. ¿Habrá conseguido salir así de París? Me pregunto si alguna vez llegaremos a saberlo.
—¿Qué crees que habrá sido de aquel bebé? —me pregunta Alain en voz baja mientras seguimos ascendiendo.
Ya estamos por encima de las nubes, la luz del sol se filtra en torno a nosotros por todas partes y no puedo por menos de pensar si así será estar en el cielo.
Muevo la cabeza de un lado a otro.
—No lo sé.
—Debería haber imaginado que estaba embarazada —dice Alain—. Eso explica por qué nos dejó. Nunca le encontré sentido. No era propio de ella salir corriendo y dejarnos atrás. Se habría quedado a tratar de convencernos, a tratar de protegernos, aunque eso supusiera arriesgar su propia vida.
—Pero creyó que era más importante proteger al bebé —murmuro.
Alain asiente con la cabeza.
—Y lo era. Tenía razón. En eso consiste ser padre, ¿verdad? Creo que lo mismo les ocurrió a mis padres. Ellos pensaban realmente que cumplir las normas nos protegería a todos. ¿Quién iba a decir que sus buenas intenciones nos llevarían a donde nos llevaron?
Muevo la cabeza, demasiado triste para hablar. No puedo imaginar la sensación de horror que habrá experimentado mi bisabuela cuando arrancaron a Danielle y a David de su lado. ¿Habrá podido quedarse con la mayor, Hélène, cuando separaron a los hombres de las mujeres? ¿Habrá vivido lo suficiente para padecer la angustia de saber que todos sus hijos habían desaparecido? ¿Habrá lamentado mi bisabuela no haber hecho caso de las advertencias de su hija? ¿Cómo se sentirá un padre o una madre al darse cuenta demasiado tarde de que ha cometido un error y que sus hijos morirán por eso?
Me quedo mirando por la ventanilla un buen rato y después me vuelvo hacia Alain.
—Tal vez mi abuela no se pudo ocupar del bebé. Tal vez nació y ella lo dio en adopción.
En realidad no lo creo, pero me siento mejor al decirlo.
—Me parece imposible —dice Alain y frunce el ceño—. Si el bebé era parte de ella y Jacob, me resulta inconcebible que hubiese estado dispuesta a separarse de su hijo. —Me mira de soslayo y me pregunta—: ¿Estás absolutamente segura de que no hay ninguna posibilidad de que el bebé fuese tu madre?
Muevo la cabeza de un lado a otro.
—Cuando mi madre murió, hace un par de años, tuve que poner en orden sus papeles —digo—. Recuerdo que encontré su partida de nacimiento y ponía que había nacido en 1944. Además, se parecía muchísimo a mi abuelo.
Alain suspira.
—Entonces, el bebé debió de morir.
Aparto la mirada. No me puedo imaginar nada más triste.
—Pero pensar que volviera a quedar embarazada tan pronto… —añado y no acabo la frase.
Aquella pieza del rompecabezas no acaba de encajar.
—No es tan extraño como parece —dice Alain con suavidad. Vuelve a suspirar y se pone a mirar por la ventanilla—. Después de la guerra, muchos supervivientes de la Shoah se casaron y trataron de tener hijos enseguida, incluso los que estaban desnutridos y no tenían dinero.
Miro a Alain, sorprendida:
—¿Y por qué lo hacían?
—Para crear vida, cuando alrededor todo era muerte —se limita a decir—. Para volver a formar parte de una familia, después de haber perdido a todos sus seres queridos. Cuando Rose conoció a tu abuelo, debió de pensar que todos nosotros, Jacob incluido, estábamos muertos y, si también había perdido al bebé, debió de sentirse muy pero que muy sola. Es posible que simplemente quisiera formar una familia para poder volver a ocupar un lugar en el mundo.
Tardamos siglos en recuperar las maletas, pasar por la aduana y retirar mi coche del aparcamiento, pero finalmente nos dirigimos hacia el cabo Cod. Salimos de Boston justo antes de que empiece la hora punta y, mientras vamos a toda velocidad hacia el sur por la Ruta 3, me arriesgo a ir zigzagueando entre el tráfico a treinta kilómetros por encima de la velocidad máxima permitida.
Llamo a Annie por el camino y esta vez sí que responde. Su voz suena apagada, pero me dice que está en el hospital y que no ha habido variaciones en el estado de Mamie.
—¿Está tu padre contigo? —pregunto.
—No —dice, sin entrar en detalles.
Siento que me sube la presión.
—¿Dónde está?
—No lo sé —dice—. Tal vez en la oficina.
—¿Le has pedido que fuera contigo al hospital?
Annie vacila.
—Estuvo aquí antes, pero se ha tenido que marchar para acabar un trabajo.
Me duele literalmente el corazón oírla decir esto. Lo que más quiero es proteger a mi hija y me da la impresión de que la última persona del mundo de la que cabría esperar que le hiciera daño es su padre.
—Perdona, cielo —digo—. Estoy segura de que tu padre debe de estar muy ocupado, aunque tendría que haberse quedado contigo.
—No pasa nada —murmura Annie—. Estoy con Gavin.
Me da un vuelco el corazón.
—¿Otra vez?
—Sí. Llamó para saber si yo estaba bien y le dije que mi padre se había marchado. No le pedí que viniese, pero ha venido igual.