La lista de los nombres olvidados (21 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Cuando por fin regresó a casa, aquel viernes a última hora, la hizo sentar al calor todavía húmedo de la noche en el cabo Cod y se lo contó todo.

Había ido a la sinagoga en la que Rose había crecido. Ella se apenó mucho cuando él le dijo que la habían destruido durante la guerra, aunque la habían reconstruido y había quedado como nueva. Él no comprendía —ella lo advirtió entonces— que, cuando algo se reconstruye, nunca queda igual. Lo que se ha destruido no se recupera jamás.

—Todos han muerto, Rose —le dijo con dulzura, mirándola a los ojos y cogiéndole las manos con fuerza, como si temiera que ella se alejara flotando, como un globo de helio, hacia el cielo—. Tu madre, tu padre, tus hermanos y hermanas. Todos. Lo siento mucho.

—Ah —fue todo lo que ella pudo decir.

—Hablé con el rabino que había allí —dijo Ted con suavidad— y me enseñó dónde encontrar los registros. Lo siento mucho.

Ella no dijo nada.

—¿Quieres saber lo que les ocurrió, Rose? —preguntó Ted.

—No.

Movió la cabeza de un lado a otro y miró hacia otro lado. No podía oírlo. Temía que eso le partiese el corazón en mil pedazos. ¿Moriría allí mismo, delante de su esposo y con su hijita en el piso superior, cuando se le partiera?

—Es culpa mía —susurró.

—¡No, Rose! —exclamó Ted—. No puedes sentirte así. Nada de esto es culpa tuya.

La estrechó entre sus brazos, pero el cuerpo de ella estaba rígido, reacio.

Ella movió con lentitud la cabeza de un lado a otro contra el pecho de él.

—Lo sabía —susurró—. Yo sabía que vendrían a buscarnos y no me esforcé lo suficiente para salvarlos.

Sabía que tendría que vivir con aquello para siempre, pero no sabía cómo. Por eso ya no podía seguir siendo ella misma y por eso se había consolado con Rose Durand y, después, con Rose McKenna. Era imposible ser Rose Picard. Rose Picard había muerto en Europa con su familia hacía mucho tiempo.

—No es culpa tuya —volvió a decir Ted—. Tienes que dejar de echarte la culpa.

Ella asintió con la cabeza, porque sabía que era lo que se esperaba de ella. Se apartó de él.

—¿Y Jacob Levy? —preguntó con voz inexpresiva, alzando la vista por fin para mirar a Ted a los ojos.

Entonces fue él quien apartó la mirada.

—Mi querida Rose —le dijo—, tu amigo Jacob murió en Auschwitz, justo antes de la liberación del campo.

Rose parpadeó unas cuantas veces. Se sentía como si alguien le hubiese metido la cabeza debajo del agua. De pronto, no podía ver ni respirar. Boqueaba.

—¿Estás seguro? —preguntó al cabo de un buen rato, cuando los pulmones se le volvieron a llenar de aire.

—Lo lamento —dijo Ted.

Y aquello fue todo. Aquel día, el mundo se volvió muy frío para Rose. Asintió y apartó la mirada de su esposo. No lloró. No podía llorar. Ya había muerto por dentro y para llorar tenía que estar viva. ¿Y cómo podría vivir sin Jacob?

Jacob siempre le había dicho que el amor los salvaría y ella le había creído, pero él se había equivocado. Ella se había salvado, pero ¿de qué servía ella sin él? ¿Qué sentido tenía su vida?

En aquel momento se asomó Josephine; llevaba puesto el camisón rosado largo de algodón que Rose le había hecho y una muñeca en la mano.

—¿Qué pasa, mami? —preguntó Josephine desde la puerta, pestañeando frente a sus padres, con cara de dormida.

—No pasa nada, mi vida —dijo Rose.

Se puso de pie y cruzó la habitación para arrodillarse junto a su hija. Miró a la niña y pensó que aquella era su familia entonces, que el pasado había quedado atrás y que por ella tenía la obligación de seguir adelante.

Sin embargo, no sintió nada.

Después de volver a arropar a Josephine en la cama y de cantarle una nana que su propia madre le cantaba hacía tantos años, se acostó junto a Ted en la oscuridad, hasta que se dio cuenta de que el pecho de él subía y bajaba en sueños y sintió que caía en brazos de Morfeo.

Entonces se levantó despacio, sin hacer ruido, y se dirigió al salón. Subió la escalera estrecha que conducía al pequeño mirador situado en lo alto de la casa y salió a la noche serena.

Una luna llena pendía, pesada, sobre la bahía del cabo Cod que Rose vislumbraba por encima de los tejados. Su luz pálida se reflejaba en el agua y, mirando hacia abajo, casi parecía como si el mar estuviese iluminado desde el interior. Sin embargo, Rose no miraba hacia abajo. Aquella noche escudriñaba el firmamento en busca de las estrellas que había bautizado.
Mama. Papa
. Hélène. Claude. Alain. David. Danielle.

—Perdón —susurró al cielo—. Estoy tan arrepentida.

No hubo respuesta. Oía, no muy lejos, las olas que lamían la orilla, pero el cielo guardaba silencio.

Estuvo oteando el cielo y murmurando disculpas hasta que empezó a romper el día sobre el horizonte, por el este, pero ella seguía sin poder encontrarlo. ¿Sería aquel su destino? ¿Se le habría perdido para siempre?

—Jacob, ¿dónde estás? —imploró al cielo.

No obtuvo respuesta.

Capítulo 14

C
ae la noche y el aire de París se detiene. Primero, el color del cielo se vuelve más intenso y pasa del azul lavanda claro y brumoso de las últimas horas de la tarde al cerúleo fuerte del anochecer, surcado de naranja y dorado en el horizonte. A medida que las estrellas empiezan a agujerear el manto del crepúsculo, las nubes tenues se aferran a la claridad que va desapareciendo y adquieren tonalidades rojo rubí y rosadas. Por fin, cuando el azul zafiro se apaga en la noche, se encienden las luces de París, titilantes e infinitas como las estrellas. Me detengo en el Pont des Arts con Alain y me maravillo al ver que la torre Eiffel empieza a brillar con un millón de lucecitas blancas sobre el cielo aterciopelado.

—Nunca he visto nada tan hermoso —murmuro.

Alain me había propuesto dar un paseo, porque, después de hablar tanto del pasado, necesitaba un descanso. Estoy impaciente por conocer la historia de Jacob, pero no quiero presionarlo. Tengo que repetirme una y otra vez que Alain tiene ochenta años y que ha de ser doloroso para él recuperar estos recuerdos sepultados durante tanto tiempo.

Nos apoyamos en la barandilla del puente, mirando hacia el oeste, y, cuando cierra la mano con suavidad alrededor de la mía, siento que le tiembla.

—Lo mismo decía tu abuela —dice con dulzura—. Solía traerme aquí cuando era niño, antes de la ocupación, y me explicaba que la puesta de sol sobre el Sena era un espectáculo divino, montado exclusivamente para nosotros.

Las lágrimas asoman a mis ojos y muevo la cabeza para deshacerme de ellas, porque emborronan aquella vista perfecta.

—Siempre que me siento solo —dice Alain—, vengo aquí. Durante años he soñado que Rose estaba con Dios y que iluminaba el cielo para mí y nunca, en todo este tiempo, se me ocurrió pensar que pudiera estar viva.

—Tenemos que volver a tratar de hablar con ella —digo.

Habíamos llamado a su número de teléfono antes de salir a pasear, pero no habíamos obtenido respuesta. Probablemente se estaba echando una cabezada, algo que parecía hacer más a menudo últimamente.

—Tenemos que decirle que te he encontrado, aunque puede ser que no lo comprenda o no lo recuerde.

—Desde luego —dice Alain—. Y después iré contigo, cuando regreses al cabo Cod.

Me vuelvo y lo miro fijamente.

—¿De verdad? ¿Vendrás conmigo?

Sonríe.

—He pasado setenta años sin una familia —dice— y no quiero perder ni un instante más. Tengo que ver a Rose.

Sonrío en la oscuridad.

Cuando los últimos rayos del sol han penetrado en el horizonte y ya han salido todas las estrellas, Alain me coge del brazo y emprendemos el lento regreso por donde hemos venido, hacia el grandioso Louvre, radiante bajo la luz apagada y reflejado en el río, a nuestros pies.

—Ahora te voy a hablar de Jacob —dice Alain con suavidad cuando empezamos a cruzar el patio del Louvre en dirección a la Rue de Rivoli.

Lo miro y asiento con la cabeza. Me doy cuenta de que contengo la respiración.

Alain respira hondo y empieza a hablar, con voz lenta y vacilante.

—Yo estaba con Rose cuando lo conoció. Era a finales de 1940 y, aunque París ya había caído en poder de los alemanes, la vida seguía transcurriendo con relativa normalidad, como para hacernos pensar que no pasaría nada. La situación empezaba a empeorar, pero jamás habríamos imaginado lo que nos esperaba.

Giramos a la derecha en la Rue de Rivoli, que sigue atestada de gente, aunque las tiendas ya han cerrado. Las parejas pasean en la oscuridad, cogidas de la mano y hablándose en voz baja, y por un momento imagino a Mamie y a aquel Jacob recorriendo la misma calle hace setenta años. Me estremezco.

»Fue amor a primera vista, algo que no he visto nunca más, ni antes ni después —prosigue Alain—, y, si no lo hubiese visto por mí mismo, no habría creído ni que existía, pero, desde el primer momento, fue como si cada uno hubiese encontrado la otra mitad de su alma.

Aunque suene cursi, Alain lo dice con un tono tan circunspecto que tengo que creerle.

»Jacob estuvo siempre con nosotros, desde el primer momento —continúa Alain—. Mi padre no lo quería, porque pertenecía a una clase inferior. Mi padre era médico, mientras que el suyo era obrero en una fábrica, pero Jacob era amable, educado e inteligente, así que mis padres lo toleraban. Siempre dedicaba tiempo a enseñarme cosas y a jugar con David y Danielle.

Alain hace una pausa e imagino que piensa en sus hermanos pequeños, desaparecidos hace tanto tiempo. Seguimos andando un rato en silencio y me pregunto cómo será perder por completo la inocencia a tan tierna edad y no poder recuperarla nunca más. Pasamos delante del Hôtel de Ville, el grandioso ayuntamiento de París, bañado en una luz clara. Alain me coge la mano al cruzar la calle y no me la suelta cuando seguimos caminando hacia el norte y entramos en el Marais. Me doy cuenta de que no quiero que lo haga. Yo también echo de menos una familia, ahora que mi madre ha muerto y mi abuela ha perdido casi por completo la memoria.

—Cuando se empezaron a imponer las leyes antisemitas y la situación fue empeorando para nosotros, Jacob empezó a manifestar más su oposición a los nazis y mis padres se preocuparon —prosigue Alain—. Es que mi padre quería creer que, por nuestra buena posición económica, seríamos inmunes. Quería creer que se estaba sacando todo de quicio, que en realidad los nazis no pretendían hacernos daño. Jacob, por el contrario, tenía una idea precisa de lo que estaba ocurriendo. Pertenecía a un movimiento clandestino y estaba convencido de que los nazis pretendían borrarnos de la faz de la tierra. Tenía razón, evidentemente.

»Ahora, cuando miro atrás, me pregunto por qué mis padres no verían la situación con más claridad —dice Alain—. Creo que no querían creer que nuestro país pudiera darnos la espalda. Preferían creer lo mejor y, cuando Jacob decía la verdad, se negaban a escucharla. Mi padre estaba indignado y lo acusó de traer a casa mentiras y propaganda.

»Rose y yo fuimos los únicos que le creímos —la voz de Alain se apaga: es casi un susurro— y eso fue lo que nos salvó a los dos.

Andamos en silencio un poco más. Nuestras pisadas resuenan en las paredes de piedra que nos rodean.

—¿Y dónde está Jacob ahora? —pregunto por fin.

Alain se para en seco y me mira. Mueve la cabeza de un lado a otro.

—No lo sé —dice—. No sé si estará vivo aún.

Me hundo en el desaliento.

—La última vez que hablamos fue en 1952, cuando Jacob se marchó a Estados Unidos —dice Alain.

Me lo quedo mirando fijamente.

—¿Se trasladó a Estados Unidos?

Alain asiente con la cabeza.

—Sí. No sé a qué lugar de Estados Unidos. Claro que estoy hablando de hace casi sesenta años. Ahora tendría ochenta y siete años y es muy posible que ya no esté vivo. Recuerda que pasó dos años en Auschwitz, Hope, y eso pasa factura.

Creo que no vuelvo a abrir la boca hasta que regresamos al edificio de Alain. No logro hacerme a la idea de que mi abuela y quien es —aparentemente— el amor de su vida hayan vivido en el mismo país durante sesenta años sin saber jamás que el otro había sobrevivido. Sin embargo, si Jacob la hubiese encontrado durante la guerra, mi madre tal vez no hubiese nacido y, desde luego, yo tampoco. Por consiguiente, ¿es que todo había salido como tenía que ser? ¿Acaso sería mi mera existencia una bofetada al amor verdadero?

—Tengo que tratar de encontrarlo —digo cuando Alain marca su código en el teclado numérico que hay a la derecha. Abre la puerta y me hace pasar.

—Sí —se limita a aceptar.

Subo tras él a su apartamento. Me siento como atontada.

—¿Volvemos a llamar a Rose? —pregunta, después de cerrar la puerta con llave.

Asiento con la cabeza otra vez.

—Pero recuerda que tiene días buenos y días malos —le advierto— y es posible que no sepa quién eres. Ya no es la misma.

Sonríe.

—Todos cambiamos —dice—. Lo sé.

Miro mi reloj. Son casi las diez, de modo que serán casi las cuatro en el cabo Cod. Es bastante tarde y es probable que Mamie esté perdiendo lucidez, porque los que padecen demencia suelen discurrir con menos claridad a medida que pasan las horas.

—¿Estás seguro de que no te importa que use tu teléfono? —le pregunto—. Es caro.

Alain ríe.

—Aunque costara un millón de euros, seguiría diciendo que sí.

Sonrío, levanto el auricular y marco 001 y a continuación el número de Mamie. Cuando el teléfono ha sonado seis veces, cuelgo.

—¡Qué extraño! —digo.

Vuelvo a mirar el reloj. Mamie no participa en las actividades sociales del hogar —dice que el bingo es un juego infantil—, de modo que no hay motivo para que no esté en su habitación.

—Puede que haya marcado mal.

Vuelvo a intentarlo y esta vez dejo que el teléfono suene ocho veces antes de colgar. Alain me mira con el ceño fruncido y, aunque tengo una sensación desagradable en la boca del estómago, le dirijo una sonrisa forzada.

—No responde, pero puede que mi hija la haya llevado a dar un paseo o algo así.

Alain asiente con la cabeza, pero parece preocupado.

—¿Te importa si la llamo a ella? —pregunto—. A mi hija.

—Claro que no —dice Alain—. Adelante.

Marco 001 y a continuación el número del teléfono móvil de Annie. Responde antes de que acabe de sonar.

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