Me dejo llevar por el desaliento.
—¿Y ya está? —pregunto con un hilo de voz—. ¿Es posible que jamás averigüe lo que ha sido de él?
Carole vacila.
—Cabe aún una posibilidad más —dice.
—¿Sí?
—Hay un hombre… —anticipa, pero se le pierde la voz y no acaba de decir lo que piensa. Por el contrario, pasa las hojas de un viejo fichero rotativo, hace una pausa y coge el auricular para marcar un número de teléfono. Al cabo de un momento dice algo rápidamente en francés, me mira, añade algo más y cuelga—.
Voilà
—dice, anota algo en una hoja de papel y me la tiende—. Tome.
La cojo y veo un nombre, una dirección y una serie de cuatro dígitos y la letra a.
—Es Olivier Berr —dice y sonríe levemente—. Es una leyenda.
Le dirijo una mirada inquisitiva.
—Tiene noventa y tres años —prosigue—, es un superviviente de la Shoah y ha dedicado la vida a confeccionar una lista de todos los judíos de París que han desaparecido y de todos los que han regresado.
La observo con incredulidad.
—¿Son las listas de él diferentes de las que tienen ustedes?
—
Oui
—responde—. Proceden de las propias personas, las que estuvieron en los campos, las que acudieron a las sinagogas después de la guerra, las que todavía andan por ahí con las cicatrices de la pérdida. Nuestros registros son oficiales, mientras que los suyos son verbales y a veces resultan más reveladores.
—Olivier Berr —repito en voz baja.
—Dice que puede ir ahora. Este número es el código de acceso para la puerta de entrada. Dice que pase.
Asiento y el corazón me late con fuerza.
—¿Cómo voy hasta allí?
Me indica la manera de ir andando y me dice que tal vez llegue antes a pie que en taxi.
—Además, podrá ver el Louvre y cruzar el Sena por el Pont des Arts —dice—. Aproveche para ver un poco de París mientras cumple su misión.
Sonrío y de pronto me doy cuenta de que ni siquiera me he molestado en buscar la torre Eiffel aún.
—Gracias —le digo.
Me pongo de pie y no sé si sentirme desilusionada porque no tengan aquí ningún registro o confiada en que el tal Olivier Berr pueda serme de ayuda.
—
Bonne chance
—me dice Carole con una sonrisa y alarga la mano para estrechar la mía. Mirándome a los ojos, añade—: Buena suerte.
Siguiendo las indicaciones para ir a pie que me ha dado Carole Didot, llego por unas calles secundarias hasta la atestada Rue de Rivoli. Dejo a la izquierda la fachada gótica del Hôtel de Ville y paso delante de una serie de tiendas —H&M, Zara, Celio, Etam— que podríamos encontrar en la calle Newbury de Boston. Varias banderas francesas susurran en la brisa y sus franjas nítidas de color rojo, blanco y azul me saludan al pasar. Con la llegada del otoño, los pocos árboles desperdigados por ahí se han puesto de un rojo intenso y han empezado a dejar caer las hojas sobre las aceras, donde las pisotean los transeúntes que pasan sin cesar.
Como me ha indicado Carole, giro a la izquierda en cuanto empiezo a tener a mi izquierda el enorme museo del Louvre y salgo a una plaza amplia, rodeada por los cuatro costados por las paredes del propio museo. Por un momento, me paro en seco, sin respiración. No sé mucho sobre la historia de Francia, pero recuerdo haber leído que el Louvre había sido un palacio y, al mirar alrededor, casi me imagino a un monarca del siglo
XVII
atravesando la plaza a grandes zancadas, seguido por su séquito.
Salgo por el otro lado y veo el puente peatonal que me ha mencionado Carole. Ha dicho que las barandillas del puente están llenas de candados que dejan allí los enamorados para indicar que sellan la relación. La idea resulta romántica, pero sé que, con o sin candados, las relaciones son temporales, aunque creamos en ellas con todo el corazón.
Miro hacia la derecha al cruzar el puente y sonrío al ver la punta de la torre Eiffel que asoma sobre los techos a lo lejos, del otro lado del río. La he visto miles de veces en fotografías, pero verla en persona por primera vez me recuerda que estoy aquí de verdad, a miles de kilómetros de mi casa y con un océano de por medio. En aquel momento echo muchísimo de menos a Annie.
Cuando llego a la mitad del puente de madera, me asalta de pronto una sensación de
déjà vu
, como si ya hubiera estado antes allí. Tardo un poco en darme cuenta del motivo y, cuando lo consigo, me paro tan en seco que la mujer que viene detrás de mí me lleva por delante. Farfulla algo en francés, me lanza una mirada fulminante y da una vuelta exagerada para alejarse de mí. No le hago caso y doy una vuelta en redondo despacio y con los ojos bien abiertos. A la derecha, al otro lado del Sena rutilante, la punta de la torre Eiffel abre un tajo, a lo lejos, en lo azul del cielo. A mis espaldas se alza el museo del Louvre, grandioso e inmenso, a orillas del río. A mi izquierda veo una isla que se comunica con dos puentes. Me pongo a contar los arcos: siete en el puente de la izquierda y cinco en el de la derecha. Al frente, el edificio que Carole ha denominado el Institut de France se parece mucho a otro palacio, como si este y el Louvre hubiesen sido en otro tiempo dos mitades del mismo territorio real.
El corazón me late con fuerza y me resuena en los oídos la voz de Mamie contándome el cuento de hadas que repetía tan a menudo que, cuando yo tenía la edad de Annie, me lo sabía de memoria.
«Todos los días, el príncipe cruzaba el puente de madera del amor para ver a su princesa. Tenía a sus espaldas el enorme palacio y, por delante, el castillo abovedado que quedaba a la entrada del reino de la princesa. Tenía que atravesar un gran foso para llegar hasta su único amor verdadero y, a su izquierda, había dos puentes que conducían al corazón de la ciudad: uno con siete arcos y otro con cinco. A su derecha, una espada gigantesca cortaba el cielo y le advertía del riesgo al que se exponía. De todos modos, él acudía todos los días y afrontaba el peligro porque amaba a la princesa. Decía que todas las amenazas del mundo no bastarían para alejarlo de ella. Todos los días, la princesa se sentaba delante de su ventana y esperaba oír sus pasos, porque sabía que él nunca la defraudaría. Él la amaba y, si le había prometido que iría a buscarla, cumpliría su promesa».
Siempre había pensado que los relatos de Mamie no eran más que cuentos de hadas que ella había oído de niña, pero por primera vez me pregunto si los habrá inventado y ambientado en su querido París. Muevo la cabeza de un lado a otro y reanudo la marcha, a pesar de que me tiemblan las rodillas. Imagino a mi abuela cuando era adolescente, atravesando este mismo puente, contemplando los mismos edificios, con la misma corriente de agua bajo los pies e imaginando que un príncipe vendría a buscarla algún día. ¿Habrá pisado hace como setenta años el mismo lugar en el que me encuentro ahora? ¿Se habrá detenido en el puente a ver salir las estrellas por el este, por encima de la isla en medio del Sena, como espera verlas aparecer ahora desde su ventana todas las noches? ¿Le habrá dado pena dejarlo atrás para siempre?
Reanudo la marcha y pienso en el que era mi preferido de los cuentos que me contaba, aquel en el cual el príncipe le dice a la princesa que, mientras haya estrellas en el cielo, la seguirá amando.
«Algún día —le dijo el príncipe a la princesa— te llevaré al otro lado de un mar inmenso para que veas a una reina cuya antorcha ilumina al mundo y mantiene libres y a salvo a todos sus súbditos».
Cuando era niña, me repetía aquellas palabras e imaginaba que algún día yo también encontraría a un príncipe que me rescataría de la frialdad de mi madre. Imaginaba que montaba con él en su caballo blanco —evidentemente, en mis fantasías el príncipe tenía un caballo blanco— y me marchaba para siempre a aquel reino de cuento de hadas cuya reina mantenía a salvo a todo el mundo.
Ahora que tengo treinta y seis años, ya sé que no hay ningún príncipe apuesto y valiente que me espere para salvarme ni ninguna reina mágica que me proteja. Al final, solo podemos depender de nosotros mismos. ¿Qué edad tendría Mamie cuando aprendió estas mismas verdades?
De pronto, aunque tengo la sensación de que el pasado de mi abuela me acuna, me siento más sola que nunca.
La Rue Visconti es estrecha y oscura, más callejón que calle. Las aceras son franjas delgadas a cada lado y una bicicleta solitaria apoyada contra una puerta negra me hace pensar en una tarjeta postal anticuada. Paso junto a varias tiendas y llego casi hasta el final, donde por fin encuentro el número 24: una inmensa puerta negra de dos hojas, debajo de un arco. Introduzco el código que me ha dado Carole —48A51— en el teclado numérico que hay a la derecha y, cuando la puerta emite un zumbido, la empujo hacia dentro. Cuando subo desde la fresca oscuridad del patio con arcadas hasta el segundo piso del edificio, la puerta ya está abierta. Doy unos suaves golpecitos en el marco, de todos modos, y del fondo del apartamento llega una voz grave y ronca:
—
Entrez-vous! Entrez-vous, madame
!
Entro, cierro la puerta con suavidad y avanzo por un corredor estrecho, lleno de estanterías rebosantes de volúmenes viejos encuadernados en piel. Llego a una habitación iluminada por el sol, donde encuentro, de pie junto a la ventana, a un hombre canoso y encorvado que mira hacia abajo, a la calle. Se vuelve cuando entro y me sorprendo al ver lo arrugada que tiene la cara, como si hubiese vivido centenares de años de historia, en lugar de los apenas noventa y tres que me había dicho Carole Didot. Me acerco para estrecharle la mano y me mira con extrañeza. Lo primero que me dice es:
—Ah, estadounidense.
Entonces sonríe y me llama la atención el brillo de sus ojos verdes: son los ojos de un joven y parecen fuera de lugar entre sus facciones hundidas.
—
Madame
Didot no me dijo que era usted estadounidense. En París nos saludamos con
deux bisous
, dos besos en la mejilla, querida.
Para demostrármelo, se agacha apenas para darme un beso leve en cada mejilla. Siento que me ruborizo.
—Perdón —farfullo.
—No hay nada que perdonar —dice—. Me encantan las costumbres de los estadounidenses. —Me indica una mesita con dos sillas de madera situadas cerca de la ventana y me dice—: Pase y siéntese.
Espera a que me siente y me ofrece una taza de té y, cuando la rechazo, se sienta conmigo.
—Me llamo Olivier Berr.
—Yo soy Hope McKenna-Smith. Le agradezco que me reciba aquí, aunque haya venido casi sin avisar —le digo poco a poco.
Trato de tener en cuenta su edad y también el hecho de que el inglés no sea su lengua materna.
—No hay problema —dice—. Siempre es un placer recibir la visita de una joven guapa. —Sonríe y me palmea la mano—. Tengo entendido que busca información.
Asiento con la cabeza y respiro hondo.
—Pues sí, señor. Mi abuela es parisina. Me he enterado hace poco de que tal vez su familia muriera en el Holocausto. Creo que eran judíos.
Me mira por un momento.
—¿Y no se ha enterado hasta hace poco?
Avergonzada, trato de explicárselo.
—Es que ella nunca hablaba de esto.
—Y usted fue educada en otra religión.
No es una pregunta, sino una afirmación.
Asiento con la cabeza.
—Soy católica.
Mueve la cabeza lentamente.
—No es tan insólito dejar atrás el pasado de esta manera.
Mais
, en su corazón, me imagino, es posible que su abuela se siga considerando
juive
.
Le cuento brevemente lo que ocurrió en Rosh Hashaná con la corteza del Star Pie.
Sonríe.
—El
judaïsme
no es solo una religión, sino un estado del corazón y del alma. Me figuro que tal vez todas las religiones son así para aquellos que creen de verdad en ellas. —Hace una pausa—. Usted ha venido aquí en busca de respuestas.
—Sí, señor.
—Sobre lo que le ocurrió a su familia.
—Sí, señor. Ella nunca los había mencionado hasta ahora.
Una vez más, asiente, comprensivo.
—¿Lleva consigo los nombres?
—Sí —digo. Saco una copia de la lista de Mamie y se la entrego. Mientras sus ojos claros escudriñan la hoja, añado con rapidez—: Pero su hermano Alain no consta en ninguno de los registros del Holocausto.
Alza la vista y sonríe.
—Ah, sí, pero mis registros son diferentes.
Se pone de pie —le tiemblan un poco las piernas— y me hace señas con un dedo torcido. Se dirige poco a poco, arrastrando un pie delante del otro, hacia el corredor atestado de libros.
—Yo tenía veinte años cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial y veintidós cuando empezaron a llevarnos lejos, desde las mismas calles de Francia. Sacaron del país a más de setenta y seis mil
juifs
, la mayoría de los cuales no regresaron jamás.
Muevo la cabeza a un lado y a otro. De pronto, me he quedado muda.
—Estuve en Auschwitz —prosigue.
Interrumpe súbitamente la lenta marcha por el pasillo y hace una pausa, como si su memoria lo retuviera. Al cabo de un rato reanuda la marcha—. Más de sesenta mil personas fueron enviadas allí desde Francia. ¿Lo sabía? —Se interrumpe otra vez por un momento y tose—. Cuando regresé, después de
la libération
, no quedaba nadie. Ninguno de mis amigos ni de mis vecinos.
—¿Y su familia? —pregunto.
—Todos han muerto —dice, impasible—: esposa, hijo, madre, padre, hermanas, hermano, tías y tíos, primos, abuelos. Todo el mundo. Cuando regresé a París, a mi casa, no había nadie esperándome. Nadie.
—Cuánto lo lamento —murmuro.
Empieza a afectarme la enormidad de la situación. Nunca había conocido a ningún superviviente de un campo de concentración y, mientras se repiten en mi cabeza las imágenes del Mémorial de la Shoah, parpadeo unas cuantas veces, como entumecida. Las atrocidades que muestran las fotografías le han ocurrido de verdad a este hombre amable que tengo frente a mí. Siento que se me llenan los ojos de lágrimas. Parpadeo para hacerlas desaparecer antes de que se dé cuenta.
Hace un gesto con la mano para descartar mis palabras.
—Es el pasado. No se lamente usted,
mademoiselle
. El mundo en el que vive usted hoy es muy distinto, afortunadamente. —Camina un poco más y observa con gravedad su pared de libros. Apoya un dedo nudoso en el lomo de un libro y después en otro—. El único lugar conocido al que podía ir cuando regresé era la sinagoga a la que iba cuando era niño, pero había sido destruida. Solo quedaba la estructura, nada más.