La lista de los nombres olvidados (24 page)

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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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Sus palabras me sumen en la desesperación.

—¿Sabe de dónde procede la receta de los pasteles con la masa en forma de retícula estrellada? —pregunto con un hilo de voz, mientras señalo los que hay en el exhibidor.

Mueve la cabeza de un lado a otro.

—Hace veinte años que soy el dueño de esta panadería —me dice— y la receta ha estado aquí desde que tengo memoria. Mi madre los hacía antes que yo, pero murió hace tiempo. Siempre pensé que era una receta de familia.

—Es una receta judía —tercia Alain y
monsieur
Romyo lo mira, arqueando las cejas—. Procede de la madre de mi abuela, en Polonia, hace muchos años.

—¿Judía? —pregunta
monsieur
Romyo—. ¿Y polaca? ¿Está usted seguro?

Alain asiente con la cabeza.

—Es exactamente la misma receta que mis abuelos preparaban en su panadería antes de la Segunda Guerra Mundial. Creemos que tal vez mi hermana haya enseñado a su familia a preparar este pastel durante la guerra.

Monsieur
Romyo se queda mirando a Alain un buen rato y después asiente.


Alors
. Mis padres han muerto, pero eran jóvenes durante la guerra. Tan solo niños. No lo recordarían, pero el que lo puede saber es el tío de mi madre.

—¿Está aquí? —pregunto.

Monsieur
Romyo echa a reír.

—No,
madame
. Es muy viejo. Tiene setenta y nueve años.

—Tener setenta y nueve años no es ser viejo —farfulla Henri a mis espaldas, pero
monsieur
Romyo no parece prestarle atención.

—Ahora mismo lo llamo por teléfono —dice—. Lo malo es que está casi sordo, ¿comprenden?, y cuesta mucho hablar con él.

—Inténtelo, por favor —le digo, con voz queda.

Asiente con la cabeza.

—He de reconocer que también ha despertado mi curiosidad.

Pasa al otro lado del mostrador, coge un teléfono móvil y revisa la lista de contactos. Selecciona uno y se lleva el aparato a la oreja.

Cuando lo escucho decir «
Hallo? Oncle Nabi
?», me doy cuenta de que he estado conteniendo la respiración. Exhalo poco a poco.

Presto atención, aunque sin comprender, mientras habla en voz alta por el teléfono en francés, repitiéndose varias veces. Finalmente, tapa el micrófono con la mano y se dirige a mí:

—Esta tartaleta de estrellas —dice—, según mi tío Nabi, su familia la aprendió de una joven.

Alain y yo intercambiamos miradas.

—¿Cuándo? —lo apremio.

Monsieur
Romyo dice algo más por el teléfono y lo repite en voz más alta. Vuelve a poner la mano sobre el micrófono.

—En
l’année mille neuf cents quarante-deux
—dice—. Mil novecientos cuarenta y dos.

Me quedo sin respiración.

—¿Será posible…? —pregunto a Alain y se me pierde la voz.

Me vuelvo hacia
monsieur
Romyo:

—¿Recuerda su tío algo más acerca de esta mujer?

Lo observo mientras repite mi pregunta, en francés, por el teléfono. Un instante después, alza la mirada otra vez y dice:

—Rose.
Elle s’est appelée Rose
.

—¿Qué dice? —pregunto a Alain, frenética.

Alain se vuelve hacia mí sonriendo.

—Dice que la mujer se llamaba Rose.

—Esa es mi abuela —murmuro, mirando a
monsieur
Romyo.

Asiente y dice algo más por el teléfono y escucha un momento. Después cuelga y se rasca la cabeza.

—Todo esto es muy extraño —dice. Mira a Alain y después otra vez a mí—. Después de tantos años, no tenía ni idea…

No acaba la frase y carraspea.

—Mi tío, Nabi Haddam, quisiera que fueran ustedes a verlo ahora mismo.
D’accord
?


Merci. D’accord
—acepta Alain de inmediato y me mira—. De acuerdo —traduce—. Vamos ahora mismo.

Cinco minutos después, Simon, Henri, Alain y yo nos dirigimos en taxi hacia el sur, a una dirección en la Rue des Lyonnais que, según
monsieur
Romyo, queda muy cerca. Miro otra vez mi reloj. Son las 8.25. No sé si llegaremos a tiempo para el vuelo, pero, en este preciso momento, me da la impresión de que esto es algo que tenemos que hacer.

Estoy temblando cuando paramos delante del edificio de apartamentos donde vive Nabi Haddam, que ya nos espera en la puerta. Por lo que nos ha dicho el señor Romyo, sé que tiene solo un año menos que Alain, pero parece de otra generación. La cabellera es negro azabache y no tiene el rostro tan surcado de arrugas como mi tío. Lleva un traje gris y tiene las manos juntas. Cuando nos apeamos del taxi, me mira fijamente.

—Eres su nieta —dice, vacilante, antes de que tengamos ocasión de presentarnos—. Eres la nieta de Rose.

Respiro hondo.

—Sí.

Sonríe y se me acerca a grandes zancadas. Me besa en las dos mejillas.

—Eres su vivo retrato —dice y, cuando se aparta, veo lágrimas en sus ojos.

Alain se presenta como el hermano de Rose y Henri y Simon lo saludan también. Digo a
monsieur
Haddam que me llamo Hope.

—Un nombre muy adecuado —murmura—, porque
hope
quiere decir «esperanza» y tu abuela sobrevivió gracias a la esperanza. —Parpadea unas cuantas veces y sonríe—. Pasen, por favor.

Hace señas hacia la puerta del edificio, introduce un código y nos conduce por un corredor oscuro. Una puerta situada a la izquierda está entreabierta y la abre del todo para nosotros.

—Mi casa —dice y hace un gesto para abarcarla—. Sean ustedes bienvenidos.

Cuando nos hemos sentado en una habitación en penumbras cubierta de libros y de fotografías de los —supongo— miembros de la familia de
monsieur
Haddam, Alain se inclina hacia delante.

—¿Y cómo conoció usted a mi hermana? ¿A Rose?

—¿Cómo dice? —dice él. Parpadea unas cuantas veces y añade—: Lo siento, estoy casi
sourd
, sordo. Perdone.

Alain repite la pregunta en voz alta y esta vez el señor Haddam asiente.

Sonríe y se apoya en el respaldo de la silla. Se queda mirando a Alain un buen rato antes de responder.

—¿Es usted su hermano pequeño? ¿Tenía once años en 1942?


Oui
—dice Alain.

—Hablaba de usted a menudo —dice, simplemente.

—¿Ah, sí? —pregunta Alain en voz baja.

Monsieur
Haddam asiente.

—Creo que es uno de los motivos por los cuales era tan amable conmigo. Yo solo tenía diez años entonces, ¿sabe?, y a menudo me decía que le recordaba a usted.

Alain mira hacia abajo y sé que está haciendo esfuerzos para no llorar delante de los demás hombres.

—Ella pensaba que todos ustedes habían desaparecido —dice
monsieur
Haddam al cabo de un momento—. Creo que su corazón estaba muy triste por eso. A menudo lloraba hasta dormirse y decía sus nombres, mientras lloraba.

Cuando Alain vuelve a levantar la vista, una sola lágrima le surca la mejilla derecha. Se la seca.

—Yo también pensaba que ella había desaparecido —dice—. Todos estos años.

Monsieur
Haddam se vuelve hacia mí.

—Si tú eres su nieta —dice—, ella sobrevivió, ¿no?

—Sobrevivió —digo en voz baja.

—¿Sigue viva aún?

Hago una pausa.

—Sí.

Estoy a punto de decirle que ha tenido un derrame cerebral, pero me contengo. No estoy segura de si lo hago porque no estoy dispuesta a aceptarlo o porque no quiero arruinarle al señor Haddam su final feliz. Por fin, le pregunto:

—¿Cómo…? ¿Qué ocurrió?

El señor Haddam sonríe.

—¿Quiere alguno de ustedes una taza de té? —pregunta.

Todos lo negamos con la cabeza. Los hombres están tan ansiosos como yo por conocer la historia.

—Pues bien —dice el señor Haddam—, se lo diré. —Respira hondo—. Ella vino con nosotros en julio de 1942, la noche que empezaron aquellas espantosas redadas.

—El Vel’ d’Hiv —digo.

El señor Haddam asiente.

—Sí. Antes de eso, creo que mucha gente no quería ver lo que ocurría. Incluso después, muchas personas siguieron sin verlo, en cambio, Rose… Ella lo vio venir y acudió a nosotros en busca de refugio.

»Mi familia la acogió. Ella dijo a los encargados de la mezquita que la familia de su madre eran panaderos, de modo que nos preguntaron si podíamos brindarle refugio por un tiempo. En aquella época, en el mundo importaba más compartir una profesión que tener distintas religiones.

»Yo admiraba a Rose de tal forma que mi padre al principio se preocupó, porque ella era diferente y no se suponía que yo estimara tanto a una joven de un mundo diferente, pero ella era amable y gentil y me enseñó muchas cosas. Con el tiempo, creo que mis padres se dieron cuenta de que ella no era tan diferente de nosotros, después de todo.

Hace una breve pausa y agacha la cabeza. Al final, suspira y prosigue:

—Vivió con nosotros como musulmana durante dos meses. Todas las mañanas y todas las noches, decía nuestras oraciones con nosotros, con lo cual mis padres estaban contentos, aunque también seguía rezándole a su Dios. Yo la escuchaba todas las noches, hasta muy tarde, implorándole que protegiera a sus seres queridos. Me da la impresión de que, en usted, Dios respondió a sus plegarias.

Sonríe a Alain, que se cubre la cara con las manos y aparta la mirada.

—Le enseñamos muchas cosas sobre el islamismo y sobre repostería —prosigue el señor Haddam— y ella, a su vez, también nos enseñó muchas cosas. Trabajaba en nuestra panadería. Mi madre y ella pasaban muchas horas en la cocina, hablando juntas en voz baja. No sé de qué hablaban. Mi madre decía que eran cosas de mujeres. Rose nos enseñó la
tarte des étoiles
, la torta estrellada que los ha traído hoy aquí. Era su preferida y también la mía, porque Rose me contó la historia.

—¿Qué historia? —pregunto.

El señor Haddam parece sorprendido.

—La historia de por qué hacía la torta estrellada.

Alain y yo nos miramos.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Cuál es la historia?

—¿No la saben? —pregunta el señor Haddam. Cuando Alain y yo lo negamos con un gesto, continúa—: Porque la hacía pensar en la promesa que le hizo el amor de su vida de que la amaría mientras hubiese estrellas en el firmamento.

Miro a Alain.

—Jacob —susurro y él asiente.

Me doy cuenta de que todos los años que llevo haciendo Star Pies he estado rindiendo homenaje a un hombre de cuya existencia no tenía ni la más remota idea. Del fondo de la garganta me sale un ruidito, cuando sofoco un sollozo procedente de quién sabe dónde.

—Había muchas noches en las que no era seguro estar fuera o el cielo estaba cubierto o el aire estaba lleno de humo —prosigue el señor Haddam—. Como esas noches no podía ver las estrellas, Rose decía que necesitaba algún consuelo, de modo que empezó a ponerlas en sus tartas. Años después, cuando yo era joven, mi madre me hacía los mismos pasteles y me recordaba que el amor verdadero es lo más importante. Aquel concepto no era habitual en aquella época en la que muchos matrimonios se concertaban, pero ella tenía razón, de modo que esperé y me casé con el amor de mi vida. Por eso, por el resto de mi vida, he seguido haciendo las
tartes des étoiles
en honor a Rose y he enseñado a mis hijos y a mis primos y a la generación siguiente a hacer lo mismo, a recordar que hay que esperar al amor, como hizo Rose, como hice yo.

»Entonces, ¿se reunió Rose con el hombre que amaba? —pregunta el señor Haddam al cabo de un momento—. ¿Después de la guerra?

Alain y yo nos miramos.

—No —digo y siento el peso de la pérdida contra mi pecho.

El señor Haddam mira hacia abajo y mueve la cabeza de un lado a otro con tristeza.

A mi lado, Henri carraspea. Me había quedado tan embelesada con el relato del señor Haddam que casi me había olvidado de que él y Simon seguían allí.

—¿Y cómo consiguió Rose salir de París? —pregunta.

El señor Haddam mueve la cabeza.

—Es imposible saberlo a ciencia cierta. Parte del motivo por el cual la mezquita consiguió salvar a tantas personas era que todo estaba envuelto en un velo de misterio. El Corán nos enseña a ayudar al que lo necesita, pero de forma discreta, porque Dios conocerá nuestros actos. Por este motivo y por el peligro que suponía, nadie hablaba de estas cosas, ni siquiera entonces y mucho menos a un niño de diez años. Sin embargo, por lo que he sabido después, creo que muchos de los judíos que protegíamos salían por las catacumbas hasta el Sena. Es posible que la subieran de contrabando a una barcaza que la llevara río abajo hasta Dijon o que la hicieran cruzar la línea de demarcación con documentación falsa.

—Pero ¿eso no era caro? —pregunta Henri—. ¿Conseguir documentación falsa? ¿Cruzar la línea? —Se vuelve hacia mí y añade—: Mi familia no pudo salir, por lo que costaba.

—Sí —responde el señor Haddam—, pero la mezquita ayudaba con la documentación. Eso sí que lo sé. Y su amado, ¿Jacob? Él le dio dinero. Ella se lo cosió dentro del forro de un vestido. Mi madre la ayudó.

»Después de llegar a la zona no ocupada, le habrá costado menos salir del país —prosigue el señor Haddam—. Aquí, en París, vivía como musulmana con documentación falsa, pero en Dijon, o dondequiera que fuese, es probable que rellenase un impreso del censo para la
gendarmerie
. Siendo francesa, seguro que, pagando un pequeño soborno, habrá obtenido papeles que dijeran que era católica y, desde allí, habrá llegado a España.

—En España conoció a mi abuelo —digo.

—¿Tu abuelo no es Jacob? —pregunta el señor Haddam con el ceño fruncido—. Me parece imposible que se haya enamorado tan pronto de otro hombre.

—No —digo con suavidad—, mi abuelo se llamaba Ted.

Agacha la cabeza.

—Entonces se casó con otro… —Hace una pausa—. Siempre supuse que Rose había muerto —dice—, como tantos otros en aquella época. Siempre pensé que, si hubiese estado viva, después de la guerra se habría puesto en contacto con nosotros, pero puede que solo quisiera olvidar esta vida.

Pienso en lo que me había dicho Gavin: que algunos supervivientes del Holocausto, cuando creían que lo habían perdido todo, querían volver a empezar de cero.

—Pero ¿cómo es que no se tiene constancia de todo esto? —pregunto al cabo de un momento—. Lo que hizo su familia y lo que hicieron las demás personas de la Gran Mezquita fue tan valiente y tan heroico…

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