El señor Haddam sonríe.
—En aquella época no podíamos poner nada por escrito —dice—. Sabíamos que nuestro destino quedaba ligado al de las personas que salvábamos. Si los nazis o la policía francesa hubiesen allanado la mezquita y hubiesen encontrado siquiera una prueba, por insignificante que fuera, habría sido el fin de todos nosotros. Por eso, ayudábamos con discreción —concluye—. Es de lo que más orgulloso estoy en toda mi vida.
—Gracias —susurra Alain— por lo que hizo, por salvar a mi hermana.
El señor Haddam mueve la cabeza de un lado a otro.
—No hace falta que me agradezca nada. Era nuestra obligación. Nuestra religión nos enseña que quien salva una vida salva al mundo entero.
Alain produce un sonido extraño, como si se ahogase.
—En el Talmud está escrito que, si alguien salva una vida, es como si hubiese salvado al mundo —dice en voz baja.
Él y el señor Haddam se miran el uno al otro durante un momento y sonríen.
—Entonces no somos tan diferentes —dice el señor Haddam. Mira a Henri y a Simon y otra vez a Alain—. Nunca he comprendido la guerra entre nuestras religiones ni la guerra contra el cristianismo. Si hay algo que aprendí durante el tiempo que la joven Rose pasó con nosotros es que todos hablamos con el mismo Dios. No es la religión lo que divide a la humanidad, sino la bondad y la maldad que hay aquí en la tierra.
Las palabras calan hondo y nos miramos en silencio los unos a los otros.
—Su hermana —continúa el señor Haddam, volviéndose a Alain— sufría todos los días por haber dejado a su familia. Siempre pensó que no había hecho lo suficiente para salvarlos, pero usted comprende, desde luego, que hizo lo que tenía que hacer: tenía que salvar a su bebé.
En el silencio que se produce a continuación se hubiese podido oír el ruido de una mosca.
—¿Su bebé? —pregunta Alain al fin, con la voz una octava más aguda de lo habitual.
De pronto se me queda la boca seca.
—Sí, claro —dice el señor Haddam y parpadea—. Por eso vino aquí: porque estaba encinta. ¿No lo sabían?
Alain me mira fijamente.
—¿Lo sabías tú?
—Claro que no —digo—. Es… No es posible. Mi madre no nació hasta 1944 —me vuelvo hacia el señor Haddam— y no tenía ningún hermano. No puede ser que mi abuela estuviera embarazada en 1942.
Hace una pausa y se pone de pie.
—Discúlpenme un momento —dice y desaparece en su dormitorio, mientras Alain y yo nos seguimos mirando fijamente.
—¿Cómo es posible que estuviese embarazada? —pregunta Alain.
—Bueno, si Jacob y ella estaban enamorados… —dice Henri y deja la frase sin acabar.
Alain mueve la cabeza de un lado a otro.
—No, no, de ninguna manera. Ella era muy religiosa —dice— y jamás habría hecho algo así. —Me mira y añade—: Las cosas eran distintas en aquella época. Nadie tenía relaciones antes de casarse y mucho menos Rose.
—Es posible que el señor Haddam no lo recuerde bien —digo.
Regresa de su dormitorio con una fotografía en la mano y me la entrega. Enseguida reconozco a mi abuela: se parece mucho a mí cuando tenía dieciséis o diecisiete años y lleva la cabeza envuelta en un pañuelo. Rodea con un brazo a un niño sonriente de cabello oscuro y, con el otro, a una mujer de mediana edad.
—Somos mi madre y yo —dice el señor Haddam en voz baja— con tu abuela el día que se marchó. Fue la última vez que la vi.
Asiento con la cabeza, pero no soy capaz de hablar, porque no puedo apartar la mirada del vientre protuberante de la fotografía: no cabe duda de que mi abuela está embarazada. Mira a la cámara con los ojos bien abiertos, que transmiten una tristeza extraordinaria, incluso en un blanco y negro granuloso. Alain se sienta a mi lado en el sofá y contempla también la fotografía.
—Sabía que, si la llevaban a uno de los campos, la matarían en cuanto supieran que estaba embarazada —dice el señor Haddam con suavidad al cabo de un momento—. Sabía que tenía que protegerse a sí misma para proteger al bebé. Ese fue el único motivo por el cual dejó que Jacob la separase de su familia.
—Dios mío —murmura Alain.
—Pero ¿qué ocurrió con el bebé? —pregunto.
El señor Haddam me mira con el ceño fruncido.
—¿Estás segura de que el bebé no era tu madre?
Asiento con la cabeza.
—Mi madre nació un año y medio después y era hija de mi abuelo Ted, no de Jacob. —Me vuelvo hacia Alain y añado en voz baja, porque el mero hecho de pronunciar aquellas palabras me horroriza—: El bebé debió de haber muerto.
Alain agacha la cabeza.
—Hay tantas cosas que no sabemos… ¿Y si no despierta? —murmura.
Sus palabras me devuelven volando desde un pasado que no podemos comprender a un presente que no podemos controlar. Sin embargo, lo que sí podemos controlar es llegar al aeropuerto a tiempo. Miro el reloj, me pongo de pie y digo:
—Perdone usted, señor Haddam, pero tenemos que marcharnos. No sé cómo darle las gracias.
Sonríe.
—Jovencita, no hace falta —responde—. Saber que Rose siguió viva y que llevó una vida dichosa basta como agradecimiento por un millón de años.
Me pregunto entonces si la vida de mi abuela habrá sido dichosa. ¿Habrá superado alguna vez la tristeza que debió de sentir cuando creyó que había perdido a Jacob y a su familia para siempre?
—Por favor —dice el señor Haddam—, dile a tu abuela que pienso en ella a menudo y que le agradezco que me ayudara a creer en encontrar el amor. Me cambió la vida y jamás la olvidaré.
—Muchas gracias, señor Haddam —murmuro—. Se lo diré.
Me da un beso en cada mejilla y, mientras sigo a Alain, Henri y Simon, que se dirigen a la calle a coger un taxi para ir al aeropuerto, me pregunto si será por eso que Mamie me ha hecho venir. Me pregunto si, en el fondo de su corazón, ella quería que me enterara de la historia de su primer amor y de aquel hijo que perdió y por el cual renunció a todo. Tal vez de todo esto tenga yo que aprender algo acerca del amor.
O puede que sea demasiado tarde para mí. Alain y yo guardamos silencio en el trayecto al aeropuerto, cada uno absorto en su propio mundo.
GALLETAS DE ANÍS E HINOJO
INGREDIENTES
2 tazas de azúcar
4 huevos
2 cucharaditas de extracto de anís
3 tazas de harina y un poco más para estirar la masa
3 cucharaditas de levadura química
1 cucharadita de sal
1 cucharadita de semillas de anís
2 tazas de azúcar glas
1 cucharada de semillas de hinojo
PREPARACIÓN
Rose
Algo iba muy mal y Rose se daba cuenta. Se había pasado la tarde sentada delante de su televisor, mirando las reposiciones diurnas de unos programas que —lo sabía— ya había visto, aunque no le importaba, porque, de todos modos, no recordaba las tramas. Se había sentido muy cansada y, al regresar a su habitación, advirtió que ya no sentía el cuerpo. Entonces todo se volvió negro.
El mundo seguía siendo oscuro como la noche cuando fueron a buscarla los del hogar. Los oyó decir «inconsciente», «derrame cerebral» y «precario» y habría querido decirles que se encontraba bien, pero descubrió que ya no podía usar la lengua ni abrir los ojos y así se dio cuenta de que le fallaba el cuerpo, como le estaba fallando la cabeza. Tal vez hubiese llegado la hora.
De modo que se relajó y se dejó arrastrar aún más hacia el pasado. Sonaban a lo lejos las sirenas de las ambulancias, los médicos gritaban y daban órdenes desde lejos y, al lado de su cama, una niña le hablaba con voz queda, pero ella dejó de aferrarse al presente y se dejó llevar, como los restos que flotan en las olas, hasta un tiempo justo antes de que el mundo se desmoronara. Había voces allí también, en la oscuridad, igual que ahora. Y, a medida que desaparecía el presente, empezó a ver con claridad el pasado y Rose se encontró en el estudio de su padre, en el apartamento de la Rue du Général Camou. Otra vez tenía diecisiete años y le daba la impresión de que tenía una bola de cristal y nadie le creía.
—Por favor —le suplicaba a su padre, con la voz ronca después de innumerables horas de tratar de convencerlo en vano—. ¡Si nos quedamos, moriremos,
papa
! ¡Vienen a por nosotros!
Había nazis por todas partes. Las calles estaban llenas de soldados alemanes y la policía francesa los seguía dócilmente. Los judíos ya no podían salir sin la estrella de David amarilla cosida sobre el pecho izquierdo que los identificaba como diferentes.
—¡Qué tontería! —dijo su padre, un hombre orgulloso que creía en su país y en la bondad del ser humano—. Los únicos que huyen son los delincuentes y los cobardes.
—No,
papa
—susurró Rose—, no solo los delincuentes y los cobardes, sino las personas que quieren salvarse, que no quieren seguir a ciegas con la esperanza de que todo saldrá bien.
Su padre cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. A su lado, la madre de Rose le acarició el brazo para reconfortarlo y miró a su hija:
—Estás disgustando a tu padre, Rose.
—¡Pero,
maman
! —exclamó Rose.
—Somos franceses —dijo su padre lacónicamente y abrió los ojos—. A los franceses no los deportan.
—Sí que los deportan —musitó Rose—. Además,
maman
no es francesa. Para ellos, sigue siendo polaca. Según ellos, tanto ella como nosotros somos extranjeros.
—No digas tonterías, criatura —replicó su padre.
—Esta redada va a ser distinta —dijo Rose. Le daba la impresión de que ya lo había dicho miles de veces, pero su padre no le prestaba atención, porque no le daba la gana—. Esta vez vienen a por todos nosotros. Jacob dice…
—¡Rose! —la interrumpió su padre, golpeando la mesa con el puño. A su lado, la madre de Rose se sobresaltó y movió la cabeza con tristeza—. ¡Ese chico tiene una imaginación desenfrenada!
—¡No son imaginaciones suyas,
papa
! —Rose nunca había hecho frente a sus padres, pero tenía que conseguir que le creyeran. Era una cuestión de vida o muerte. ¿Cómo podían ser tan ciegos?— Eres nuestro padre,
papa
, ¡y tienes que protegernos!
—¡Basta! —bramó su padre—. ¡No vas a decirme tú cómo ocuparme de mi familia! ¡El chico ese, Jacob, no me va a decir cómo ocuparme de mi familia! Yo os protejo a vosotros, mis hijos, y a vuestra madre, según las normas. ¡No me vas a decir tú lo que debe hacer un padre! ¿Qué sabes tú de esas cosas?
Rose contuvo las lágrimas que asomaban a sus ojos. Sin querer, se apoyó la mano derecha en el vientre, pero la apartó enseguida, cuando advirtió que su madre la observaba con curiosidad y fruncía el ceño. No podría ocultárselo mucho más tiempo y entonces se enterarían. ¿Se lo perdonarían? ¿La comprenderían? Rose suponía que no.
Deseaba poder contarles la verdad, pero aquel no era el momento. Solo serviría para complicar las cosas. Antes de hacer nada, tenía que salvarlos.
—Rose —dijo su padre al cabo de un momento. Se puso de pie y se acercó a donde ella estaba sentada. Se arrodilló a su lado, como solía hacer cuando ella era pequeña. En aquel momento, ella recordó la paciencia con la que le había enseñado a atarse los cordones de los zapatos, la manera en que la había consolado la primera vez que ella se desolló las rodillas y que, cuando era pequeñita, le pellizcaba las mejillas y la llamaba
ma filfille en sucre
, mi niñita de azúcar—. Haremos lo que nos digan. Si cumplimos las normas, todo irá bien.
Lo miró a los ojos y en aquel momento se dio cuenta de que jamás lo convencería; se echó a llorar, porque ya lo había perdido: ya los había perdido a todos.
Aquella noche, cuando Jacob fue a buscarla, ella no estaba lista. ¿Cómo podría estar lista alguna vez? Le miró los ojos verdes con chispas doradas, que siempre le habían recordado a un océano mágico, y pensó que le gustaría perderse en ellos para siempre. Sus propios ojos se llenaron de lágrimas calientes, ardientes, y se dio cuenta de que tal vez no volviera a navegar nunca más aquellos mares.
—Tenemos que irnos, Rose —susurró él, apremiante.
La estrechó entre sus brazos y trató de absorber los sollozos de ella con su cuerpo.
—Pero ¿cómo los voy a dejar, Jacob? —susurró en su pecho.
—Es necesario, amor mío —dijo él—. Tienes que salvar a nuestro bebé.
Ella alzó la mirada. Sabía que él tenía razón. Los ojos de él también estaban llenos de lágrimas.
—¿Tratarás de protegerlos? —le preguntó.
—Con todo mi ser —prometió Jacob—, pero primero tengo que protegerte a ti.
Antes de marcharse, ella se coló en la habitación que compartían Alain y Claude. Claude dormía profundamente, pero Alain estaba despierto.
—Te vas, ¿verdad, Rose? —susurró Alain cuando ella se le acercó.
Ella se sentó en el borde de su cama.
—Sí, cariño mío —susurró—. ¿Quieres venir con nosotros?
—Tengo que quedarme con mamá y papá —dijo Alain al cabo de un momento—. Tal vez tengan razón.
—No la tienen —dijo Rose.
Alain asintió con la cabeza.
—Lo sé —susurró. Esperó un momento y después la abrazó—. Te quiero, Rose.
—Yo también te quiero, jovencito —respondió y lo apretó con fuerza contra ella.
Sabía que Alain no comprendía el motivo de su partida. Sabía que, para él, ella estaba escogiendo a Jacob antes que a su familia, pero no podía hablarle del bebé que crecía en sus entrañas. Solo tenía once años: era demasiado joven para comprender. Esperaba que algún día él se diera cuenta de que ella sentía como si le estuvieran partiendo en dos el corazón.