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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (22 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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—¿Mamá? —pregunta y, por el tono de su voz, me doy cuenta de que algo pasa.

—¿Qué pasa, cielo? —pregunto.

—Es Mamie —dice y le tiembla la voz—. Ha tenido… ha tenido un derrame cerebral.

Se me paraliza el corazón y miro a Alain anonadada. Sé que él lo ve todo reflejado en mi rostro.

—¿Está…? —pregunto.

No acabo la frase.

—Está ingresada —dice Annie—, pero no pinta bien.

—Dios mío.

Miro a Alain, que parece aterrado.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta.

Cubro el auricular con la mano y le digo:

—Mi abuela ha sufrido un derrame cerebral y está en el hospital.

Alain se lleva una mano a la boca y yo vuelvo a concentrarme en mi hija.

—¿Estás bien, mi vida? —pregunto—. ¿Con quién estás?

—Con el señor Keyes —farfulla.

—¿Con Gavin? —pregunto, confundida—. Pero ¿dónde está tu padre?

—Trabajando —dice—. He… he tratado de comunicarme con él, pero su asistente ha dicho que está en medio de un caso importante y que me llamará cuando el tribunal levante la sesión.

Cierro los ojos y trato de respirar.

—Lamento muchísimo no estar allí contigo, cielo. Volveré en cuanto pueda, te lo prometo.

—Te he llamado al hotel —dice Annie con un hilo de voz—. ¿Dónde estabas?

Alzo la mirada hacia Alain, que tiene los ojos llenos de lágrimas.

—Tengo muchas cosas que contarte, Annie —le digo—. Te lo diré en cuanto llegue a casa, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dice con voz queda.

—¿Me dejas hablar un minuto con Gavin?

No responde, pero escucho un crujido cuando le pasa el teléfono.

—¿Hola? —dice él un minuto después y solo cuando oigo su voz y expulso el aire me doy cuenta de que he estado conteniendo la respiración.

—Gavin, ¿qué ha pasado? —le pregunto sin rodeos.

Lo primero que debería hacer —lo sé— es agradecerle que hubiese acudido una vez más en mi ayuda, pero no puedo pensar más que en Mamie y en cómo lo está llevando Annie.

—Hope, tu abuela ha sufrido un derrame cerebral, pero la han estabilizado —dice con seriedad, aunque con una suavidad que me tranquiliza—. No ha recuperado el conocimiento, pero está en observación. Es demasiado pronto para evaluar hasta qué punto ha quedado afectada.

—¿Cómo…? ¿Qué…?

No acabo las frases, porque en realidad no sé qué es lo que trato de preguntarle. Miro otra vez a Alain, sin saber qué hacer. Se ha hundido en un sillón frente a mí y me observa con ojos llorosos y la mano nudosa todavía sobre la boca.

—¿Cómo te has enterado? —pregunto por fin.

—Me llamó Annie —explica Gavin enseguida—. Estaba en casa de su padre. Supongo que en la institución de vida asistida de tu abuela todavía tenían el teléfono de tu antigua casa como teléfono de contacto para emergencias, de modo que una enfermera llamó allí y Annie respondió. Como no conseguía a nadie que la llevara al hospital, me llamó a mí.

—Perdón —farfullo—. Quiero decir, gracias.

—Hope, no seas tonta —dice Gavin—. Fue un placer poder ayudar a Annie. Me alegro de que me haya llamado. Yo estaba en la misma calle, acabando una reparación en la casa de Joan Namvar, de modo que pude ir a buscarla enseguida.

Cierro los ojos.

—Gracias, Gavin. Ni siquiera sé cómo darte las gracias.

—No hay de qué —dice, restándole importancia.

—¿Está bien ella? —pregunto—. Annie, quiero decir.

—Está bien —dice—. Afectada, pero bien. No te preocupes. Me quedaré con ella hasta que tu ex salga de trabajar.

—Gracias —susurro—. Te compensaré, Gavin.

—No te preocupes —repite.

Respiro hondo.

—Regresaré en el primer vuelo que tenga plazas.

No se me da bien lo de aceptar favores de los demás y sé que por este me sentiré culpable por bastante tiempo.

—¿Y tú estás bien, Hope? —pregunta Gavin.

Parpadeo unas cuantas veces. A mí nunca me preguntan esas cosas.

—Sí —digo, aunque sea mentira—. ¿Me pasas a Annie otra vez?

—Claro —dice Gavin—. Aguarda un momento. Hasta pronto.

Otra vez el crujido y Annie coge el teléfono.

—¿Mamá? —pregunta.

—Oye, lamento lo de tu padre —le digo—. Ahora mismo lo llamo y le digo que…

—Estoy bien, mamá —interrumpe Annie—. El señor Keyes está conmigo.

Suspiro y me pellizco el puente de la nariz.

—Estaré de vuelta lo más pronto que pueda, cielo —digo.

—Lo sé —dice Annie.

—Te quiero, mi vida.

Después de una pausa, Annie repite:

—Lo sé —y a continuación añade—: Yo también te quiero.

Solo entonces me echo a llorar.

Mientras me esfuerzo por controlarme, Alain llama por teléfono a todas las compañías aéreas. Doy vueltas por su apartamento, sintiéndome como un animal enjaulado. Por milésima vez, imagino a Annie llorando en la sala de espera sin nadie que la consuele, aparte de Gavin Keyes. Aunque él se ha portado de maravilla con nosotras estos últimos meses, ella no lo conoce tan bien y debe de estar muy asustada por Mamie. Su padre debería estar allí, acompañándola, en lugar de Gavin. En cuanto Alain acabe con el teléfono, pienso llamar a Rob para cantarle las cuarenta.

—Te he cambiado el billete —me dice Alain cuando finalmente cuelga— y he comprado otro para mí. El primer vuelo directo que he podido conseguir ha sido el de las 13.25, que llega a Boston poco después de las tres. Había vuelos que salían antes de París, pero, con las escalas, habríamos llegado a Boston más tarde.

Parpadeo y asiento, aunque me da la impresión de que falta una eternidad para las 13.25 de mañana.

—Gracias —le digo—. ¿Qué te debo?

Sé que ahora no es momento para pensar en cuestiones monetarias, pero estoy segura de que el coste superará con creces el cheque de mil dólares que me ha dado Mamie y no sé cómo lo voy a pagar.

Alain me mira desconcertado.

—No seas insensata —dice—. No es momento para hablar de esas cosas. Tenemos que llegar a Boston lo antes posible para ver a Rose.

Asiento con la cabeza. Ya insistiré más tarde. Ahora no tengo suficiente energía.

—Gracias —digo con suavidad.

Pregunto a Alain si puedo volver a usar su teléfono y me observa con atención mientras hablo primero con la asistente de Rob y después, cuando la convenzo de que me pase la llamada, con él. Hablo con voz tensa.

—¡Por Dios, Hope! Iré lo antes posible —dice Rob—. Estoy en medio de una audiencia importante. Y la vida de Annie no corre peligro ni nada por el estilo.

—Tu hija está en el hospital, sola y asustada —le digo, apretando los dientes—. ¿Es que eso no te importa?

—Ya te he dicho que iré lo antes que pueda —repite.

—Pues sí, ya te he escuchado la primera vez —replico— y entonces me pareció igual de egoísta.

Cuando cuelgo el teléfono, me doy cuenta de que estoy temblando. Alain cruza la habitación y me abraza. Vacilo por un momento y lo abrazo a mi vez.

—¿No estás casada con el padre de Annie? —pregunta Alain al cabo de un momento y me doy cuenta de que, con todo lo que hemos hablado de Mamie, casi no le he contado nada de mí misma.

—No —le digo—, ya no.

—Lo lamento —dice Alain.

Me encojo de hombros.

—No lo lamentes —digo—. Es mejor así.

Trato de que mi voz suene más alegre y despreocupada de lo que siento, pero, por el rostro de Alain, advierto que él ve más allá de mi aparente indiferencia. Agradezco que no me pregunte nada más.

—Te puedes quedar aquí esta noche, si quieres —dice Alain—, aunque creo que has dejado cosas en el hotel que has de recoger.

—Pues sí, tengo que hacer la maleta —digo, atontada— y pagar.

—Esta noche no dormiré —dice Alain—. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, así que, mañana por la mañana, regresa a la hora que quieras, aunque sea temprano, y desayunaremos juntos antes de ir al aeropuerto.

Asiento con la cabeza.

—Gracias —murmuro.

—Gracias a ti —dice Alain. Me aprieta la mano y me da un beso en cada mejilla—. Me has devuelto a mi familia.

Yo tampoco puedo dormir aquella noche, por más que lo intente. Me avergüenza estar tendida bajo las mantas mientras mi hija está sola y asustada a miles de kilómetros. Trato de llamar a Annie dos veces más, pero no contesta: salta directamente el contestador y me pregunto si se habrá quedado sin batería. A eso de las cuatro de la mañana de París, consigo contactar a Gavin en su móvil y me dice que él se marchó del hospital cuando llegó Rob, a eso de las 19. Que él sepa, el estado de Mamie no ha variado desde entonces.

—Trata de descansar un poco, Hope —dice Gavin con suavidad—. Vas a volver a casa lo antes posible y ahora no sirve de nada que te quedes despierta.

Le doy las gracias entre dientes y cuelgo. Lo siguiente que recuerdo es estar mirando fijamente un reloj que indica las 5.45 de la mañana. No recuerdo haberme quedado dormida.

Llego a casa de Alain a las siete, después de ducharme, embutir el resto de mis cosas en el talego, pagar el hotel y coger un taxi en la calle.

Alain me recibe en la puerta, ya vestido para emprender nuestro viaje: pantalones de
sport
, camisa y una corbata azul marino. Me besa en las dos mejillas y me abraza.

—Veo que tú tampoco has dormido demasiado —dice.

—Casi nada.

—Pasa —dice y se hace a un lado—. Están aquí mi amigo Simon, que conoció a nuestra familia antes de la guerra, y mi amigo Henri, que es otro superviviente. Quieren conocerte.

Con el alma en vilo, sigo a Alain hacia el interior de su apartamento. En el salón, dos hombres beben tacitas de
espresso
junto a la ventana, mientras la luz que entra a raudales ilumina sus cabelleras blancas como la nieve. Los dos se ponen de pie y me sonríen cuando entro y observo que parecen mayores que Alain y están bastante más encorvados.

El que tengo más cerca habla primero. Sus ojos verdes están llorosos.

—Alain tiene razón. Eres igualita a Rose —susurra.

—Simon —dice Alain, que entra en el salón después que yo—, te presento a mi sobrina Hope McKenna-Smith. Hope, este es mi amigo Simon Ramo, que conocía a tu abuela.

—Eres igualita a ella —repite.

Avanza unos pasos hacia el centro de la habitación. Cuando se agacha para darme un beso en cada mejilla, observo dos cosas: que está temblando y que lleva un número tatuado en la parte interna del antebrazo izquierdo.

Se da cuenta de que me quedo mirándolo.

—Auschwitz —se limita a decir.

Asiento con la cabeza y miro enseguida hacia otro lado, avergonzada.

—Yo también —dice el otro hombre.

Levanta el brazo izquierdo y veo un tatuaje similar: la letra be seguida de cinco dígitos. Se adelanta para besarme en las dos mejillas y retrocede sonriendo.

—Nunca conocí a tu abuela —dice—, pero debió de ser muy guapa, porque tú eres hermosa, jovencita.

Sonrío apenas.

—Gracias.

—Soy Henri Levy.

Me da un vuelco el corazón y miro a Alain.

—¿Levy?

—Es un apellido muy común —explica Alain rápidamente—. No tiene nada que ver con Jacob.

—Ah —digo y me siento extrañamente abatida.

—¿Nos sentamos? —Henri señala las sillas—. Tu tío olvida que tengo noventa y dos años. Como él está, ¿cómo se dice en inglés?, hecho un chaval…

Suelto una carcajada y Alain sonríe.

—Pues sí, un chaval —dice Alain—. Seguro que eso es lo que ve la joven Hope cuando me mira.

—No prestes atención a estos ancianos, Hope —me dice Simon, mientras regresa tambaleándose a su silla—. La juventud se lleva dentro y hoy por dentro me siento de treinta y cinco.

Sonrío y, al cabo de un momento, Alain me ofrece una taza de
espresso
que acepto agradecida. Los cuatro nos sentamos en el salón y Simon se inclina hacia delante.

—Ya sé que ya lo he dicho —empieza—, pero me haces retroceder en el tiempo. Tu abuela era… es… una mujer maravillosa.

—Siempre ha estado enamorado de ella —agrega Alain con una sonrisa burlona—, pero él tenía once años, como yo, y ella le hacía de canguro.

Simon mueve la cabeza de un lado a otro y dirige a Alain una mirada fulminante.

—Ella también estaba enamorada de mí —dice—. Lo que pasa es que todavía no se había dado cuenta.

Alain ríe.

—Te olvidas de Jacob Levy.

Simon pone los ojos en blanco.

—Mi gran rival por el afecto de Rose.

Alain me mira y dice:

—Jacob solo era el rival de Simon en la imaginación de Simon. Para el resto del mundo, Jacob era el príncipe azul y Simon, un sapo en miniatura con unas piernas como palillos.

—¡Oye! —protesta Simon—, que mis piernas se han desarrollado muy bien, gracias.

Se señala las piernas y me guiña el ojo.

Vuelvo a reír.

—Vamos a ver —dice Henri al cabo de un momento—, tal vez Hope nos pueda contar algo sobre ella. Y eso no significa que no nos interesen las piernas de Simon.

Los tres me miran expectantes y carraspeo, nerviosa de pronto al convertirme en el centro de atención.

—Ejem, ¿y qué quieren saber?

—Alain dice que tienes una hija —comenta Henri.

Asiento con la cabeza.

—Pues sí. Se llama Annie y tiene doce años.

Simon me sonríe.

—¿Y qué más, Hope? —pregunta—. ¿A qué te dedicas?

—Tengo una panadería. —Miro fijamente a Alain—. Mi abuela la abrió en 1952. Son todas recetas de su familia, de aquí, de París.

Alain mueve la cabeza de un lado a otro y se vuelve hacia sus amigos.

—Es increíble, ¿no es cierto?, que haya mantenido viva la tradición de nuestra familia todos estos años…

—Más increíble sería que nos hubiese traído algo de bollería esta mañana —dice Henri—, ya que tú, Alain, no te has molestado en convidarnos a nada.

Alain alza la mano, simulando que acepta la derrota, y Simon inclina la cabeza a un lado.

—Tal vez Hope nos pueda hablar de algunos de sus bollos —dice—, para que podamos imaginar que los comemos.

Echo a reír y me pongo a describirles algunos de mis preferidos. Les hablo de los
strudel
que preparamos y de las tartas de queso. Les cuento de los Star Pies de Mamie, que son prácticamente iguales a los trozos de pastel que había encontrado el día anterior en la panadería askenazí. Ellos sonríen y asienten con la cabeza, entusiasmados, hasta que empiezo a mencionar otras de nuestras especialidades: los cuernos de gacela aromatizados con agua de azahar, las sabrosas galletas de anís e hinojo y los bizcochos de pistacho y miel.

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