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Authors: Kristin Harmel

Tags: #Romántico

La lista de los nombres olvidados (37 page)

BOOK: La lista de los nombres olvidados
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—Es cierto: es un riesgo que corres —dice—, pero en la vida hay que correr riesgos. Si no, no vives.

—Pero así estoy bastante bien —le digo— y tal vez sea suficiente. ¿Cómo sabes que Gavin no lo cambiará?

—No lo sé —dice Alain—, pero hay una sola manera de averiguarlo.

Alain se pone de pie y coge mi teléfono móvil de la encimera, donde se está cargando.

—Llámalo y pídele que te acompañe mañana. No hace falta que tomes ninguna decisión por ahora, pero abre la puerta, Hope. Abre la puerta para dejarlo entrar.

Cojo el teléfono que me ofrece y respiro hondo.

—De acuerdo.

Annie se despierta conmigo a las tres de la mañana y, mientras bebo café frente a la mesa de la cocina y leo el periódico de ayer, ella come Rice Krispies y bebe un vaso de zumo de naranja, sin quitarme los ojos de encima.

—¿Entonces el señor Keyes ha dicho que sí? —pregunta—. ¿Irá contigo?

—Pues sí —le digo y carraspeo—. Pasará por aquí a las cuatro.

—Estupendo —dice ella—. El señor Keyes es muy amable, ¿no te parece?

Asiento y miro mi café.

—Efectivamente —digo con cautela.

—Se le da bien arreglar cosas.

La miro con extrañeza.

—Pues sí, claro. A eso se dedica.

Suelta una carcajada.

—No, bueno, o sea, que arregla personas y cosas. Vamos, que le gusta ayudar a los demás.

Sonrío.

—Sí, supongo que sí.

Annie no dice nada por un segundo.

—O sea, bueno, que ya sabes que le gustas, ¿no? Se nota, por la forma en que te mira.

Siento que el rubor me sube por el cuello. No estoy lista para hablar de este tema con Annie.

Pruebo a hacer un chiste malo:

—¿Como tu padre mira a Sunshine?

Annie hace una mueca.

—No, no es lo mismo.

Río y estoy a punto de añadir algo, en señal de protesta, pero ella se me adelanta.

—Papá mira a Sunshine como si tuviera miedo, me parece —dice.

—¿Miedo?

Lo piensa durante un minuto.

—Miedo de quedarse solo —dice—. En cambio, Gavin te mira de otra forma.

—¿Qué quieres decir? —pregunto con suavidad.

Me doy cuenta de que me apetece mucho oír su respuesta.

Se encoge de hombros y baja la vista a sus cereales.

—No lo sé. Como si simplemente quisiera estar contigo. Como si le parecieras fantástica. Como si quisiera hacer cosas para facilitarte la vida.

Guardo silencio por un minuto. No sé qué decir.

—¿Y eso te molesta? —me atrevo a preguntar por fin.

Annie parece sorprendida.

—No. ¿Por qué?

Me encojo de hombros.

—No lo sé. Ha sido difícil para ti ver a tu padre con otra pareja tan pronto. Supongo que me gustaría que supieras que yo no voy a hacer lo mismo, que tú eres mi prioridad absoluta, ahora y siempre.

La miro con detenimiento mientras se lo digo. Quiero que sepa que lo digo en serio.

Parece incómoda.

—Ya lo sé —dice—, pero eso no quiere decir que no puedas, o sea, salir con el señor Keyes.

Echo a reír.

—Cariño, no me ha invitado a salir.

—Aún no —dice y hace una pausa—. Y seguro que no lo ha hecho, porque tú te comportas como si él no te gustara. Pero, o sea, es que no puedes quedarte sola para siempre.

Mis pensamientos de la noche anterior acuden en tropel.

—No estoy sola —digo con voz queda—. Te tengo a ti y a Mamie y ahora también a Alain.

—Mamá, no voy a estar aquí siempre —dice con seriedad—. Me tendré que ir a la universidad, ¿no?, o sea, dentro de unos años y es probable que Alain tenga que regresar a París, ¿verdad? Y Mamie se va a morir algún día.

Doy un respingo, porque yo no había sabido sacar el tema con Annie.

—Pues sí, aunque espero que todavía podamos disfrutarla un poco más. —Hago una pausa—. ¿No te afecta la idea de que, probablemente, la perdamos dentro de poco?

Se encoge de hombros:

—La echaré mucho de menos, ¿no?

—Yo también.

Nos quedamos en silencio un buen rato. Me da mucha pena por mi hija, que ya ha tenido que experimentar demasiadas pérdidas.

—No quiero que te quedes sola, mamá —dice Annie al cabo de un momento—. Nadie debería estar solo.

Asiento y parpadeo para suprimir unas lágrimas inesperadas.

—Pero encuentra a Jacob, ¿vale? —musita—. Tienes que encontrarlo.

—Ya lo sé. Yo también quiero encontrarlo. Te prometo que haré todo lo posible.

Annie asiente, muy seria, y se pone de pie para vaciar el resto de la leche en el fregadero y poner el tazón y el vaso de zumo en el lavavajillas.

—Me vuelvo a la cama. Solo quería levantarme para desearte buena suerte —dice. Se dirige hacia la puerta de la cocina y se detiene—. ¿Mamá?

—Dime, cielo.

—La forma en que te mira el señor Keyes… —dice. Su voz se pierde y ella baja la mirada—. Creo que tal vez podría ser algo así como Jacob Levy solía mirar a Mamie.

Cuando Gavin me pasa a buscar a las cuatro con su Jeep Wrangler, lleva una taza de café comprada en la gasolinera para mí.

—Ya sé que tú estás acostumbrada a levantarte antes del amanecer —dice, mientras espera a que me abroche el cinturón de seguridad. Me entrega la taza de café y añade—: Pero yo tuve que pasar a buscar un café, porque, en mi mundo, yo seguiría durmiendo.

—Perdona —farfullo.

Echa a reír.

—No seas tonta. Me alegro de estar aquí, pero la cafeína ayuda.

—En realidad, no tienes que conducir —le digo—. Podemos ir en mi coche.

—Que no —dice—. El mío ya tiene gasolina y está listo para salir. Conduzco yo. —Hace una pausa y añade—: A menos que quieras conducir tú, pero me parece más fácil así. Tú vas de copiloto.

—Si estás seguro de que no te molesta…

Viajamos en silencio los primeros treinta minutos, salvo algún comentario sobre la ruta que seguiremos para llegar a Nueva York y la posibilidad de toparnos con tráfico a las afueras de Manhattan. Gavin bosteza y sube el volumen de la radio cuando suena
Livin’ on a Prayer
de Bon Jovi.

—Me encanta esta canción —dice y se pone a cantar el estribillo con tanto entusiasmo que me hace reír.

—No sabía que la conocieras —le digo cuando acaba.

Me dirige una mirada rápida.

—¿Quién no conoce
Livin’ on a Prayer
?

Siento que me sonrojo.

—Quería decir que pareces demasiado joven para conocerla.

—Tengo veintinueve —dice Gavin— y eso significa que estaba tan vivo como tú cuando apareció esta canción.

—¿Qué edad tenías entonces? ¿Tres años?

Yo tenía casi once en 1986. Vivíamos en dos mundos diferentes.

—Cuatro —dice Gavin, y me vuelve a mirar—. ¿Por qué te pones así?

Me miro el regazo.

—Es que eres tan joven. Mucho más joven que treinta y seis.

Se encoge de hombros.

—¿Y?

—Bueno, que… ¿No te parezco algo mayor? —pregunto y reprimo el impulso de añadir «para ti».

—Sí, claro, y un día de estos recibirás por correo la tarjeta de miembro del Club de la Tercera Edad —dice Gavin. Parece advertir que no me río—. Oye, Hope, que ya sé tu edad y no entiendo qué tiene que ver.

—¿No te da la impresión de que venimos de dos mundos totamente distintos?

Vacila.

—Vamos a ver, Hope, no puedes ir por la vida cumpliendo todas las normas y haciendo lo que los demás esperan de ti, en lugar de usar tu propia cabeza, ¿no te parece? Si no, un día nos despertamos y resulta que tenemos ochenta años y nos damos cuenta de que no hemos vivido.

Me pregunto si así se sentirá Mamie. ¿Habrá hecho lo que se esperaba que hiciera? ¿Se habrá casado y habrá sido madre solo porque eso era lo establecido para las mujeres en aquella época? ¿Se habrá arrepentido?

—Pero ¿cómo lo sabes? —pregunto, tratando de contener mi corazón, que se ha disparado—. Quiero decir, ¿cómo sabes qué normas tienes que cumplir y cuáles no?

Gavin me echa un vistazo.

—En realidad, no creo que tenga que haber normas. Me parece que cada uno tiene que ir tomando decisiones sobre la marcha, aprender por experiencia y seguir adelante para tratar de corregir los errores. ¿Qué opinas tú?

—No lo sé —digo en voz baja.

Puede que tenga razón, pero, en tal caso, significa que he estado viviendo de forma incorrecta todos estos años. He tratado de ceñirme a las normas en todo momento. Me casé con Rob porque estaba embarazada. Me mudé al cabo Cod porque mi madre me necesitaba. Me hice cargo de la panadería porque era el negocio familiar y no podía dejarlo desaparecer. Renuncié a mis sueños de ser abogada porque ya no encajaba dentro de lo que supuestamente debía hacer.

Empiezo a darme cuenta de que, al ir siempre sobre seguro, al hacer lo que se esperaba de mí, tal vez haya renunciado a más de lo que pensaba. ¿Habré dejado atrás también a la persona que debía llegar a ser? ¿Habré renunciado a ser yo misma a lo largo de aquel camino por hacerlo todo bien? Me pregunto si aún estaré a tiempo de tomar decisiones y empezar a regirme por mis propias normas. ¿Podré rescatar la vida que tengo que tener?

—Puede que sea demasiado tarde —murmuro con voz audible.

Gavin me echa un vistazo.

—Nunca es demasiado tarde —se limita a decir.

Guardamos silencio mientras cruzamos el puente de Sagamore, que atraviesa en forma de arco el canal de cabo Cod. Todavía faltan un par de horas para que amanezca y, al llegar a la zona continental en medio de la oscuridad, me da la impresión de que estamos solos en el mundo. No hay más coches en la carretera. Sobre la superficie oscura del agua que hay debajo, las luces del puente y de las casas de las dos orillas se reflejan hacia el cielo, señalando las estrellas. Las estrellas de Mamie. Creo que nunca más podré volver a mirar el cielo nocturno sin pensar en mi abuela y en todas las tardes que se ha pasado esperando a que salieran las estrellas.

Gavin no vuelve a hablar hasta que enfilamos la I-195 hacia Providence.

—¿Qué pasa con la panadería? —pregunta.

Le clavo la mirada.

—¿A qué te refieres?

Me mira rápidamente y vuelve la atención a la carretera.

—Annie me ha dicho que le parece que hay algún problema. Te ha oído hablar con Matt Hines.

Me invade el desaliento. No me había percatado de que Annie supiese que algo iba mal. No quería que se enterara.

—No pasa nada —le digo, eludiendo el tema.

Gavin asiente con la cabeza y mira directamente al frente.

—No quiero meterme donde no me llaman —dice— y sé que eres una persona reservada. Solo quiero que sepas que, si quieres hablar de algo, puedes contar conmigo. Sé lo importante que es la panadería para ti.

Miro por la ventanilla mientras empezamos a atravesar Fall River, que, envuelta en la neblina matutina, parece una ciudad industrial fantasma.

—Estoy a punto de perderla —le digo a Gavin al cabo de un rato—. A la panadería. Por eso Matt ha venido tantas veces. Existía la posibilidad de que la salvaran unos inversores, pero supongo que lo eché todo a perder cuando me fui a París.

—¿Eso te dijo Matt?

Asiento con la cabeza y vuelvo a mirar por la ventanilla.

—Qué absurdo —dice Gavin—. Si alguien quiere invertir de verdad, no dejará pasar una buena oportunidad comercial porque una persona se haya tenido que marchar unos cuantos días por un asunto familiar urgente. Si Matt te ha dicho eso, es que es idiota… O está tratando de hacerte sentir culpable.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así?

Gavin se encoge de hombros.

—Tal vez no sea tan buena persona.

—Tal vez —murmuro.

Da la impresión de que todos los hombres que he dejado entrar en mi vida a lo largo de los años pertenecen a esta categoría.

—¿Y cómo te sientes con respecto a la posibilidad de perder la panadería? —pregunta Gavin después de una pausa.

Me lo pienso.

—Siento que soy un fracaso —respondo.

—Si pierdes la panadería, Hope, no es porque tú hayas fracasado —dice Gavin—. No conozco a nadie que trabaje más que tú. No es un fracaso, sino que es la situación económica, que está fuera de nuestro control.

Manifiesto mi desacuerdo con la cabeza.

—La panadería ha pertenecido a mi familia durante sesenta años. Mi madre y mi abuela la mantuvieron a flote a pesar de un montón de vicisitudes; cuando me la pasan a mí, yo la destruyo.

—Tú no has destruido nada —dice Gavin.

Muevo la cabeza de un lado a otro y me miro el regazo.

—Lo destruyo todo.

—Eso es absurdo y tú lo sabes. —Gavin carraspea—. ¿Es esto lo que siempre has querido hacer? ¿Encargarte de la panadería de tu familia?

Echo a reír.

—No, claro que no. Quería ser abogada. Iba por la mitad de la carrera, en Boston, cuando descubrí que estaba embarazada de Annie, de modo que dejé la universidad, me casé con Rob y al final volví a vivir al cabo Cod.

—¿Y por qué dejaste la universidad?

Me encojo de hombros.

—Me pareció que era lo que tenía que hacer.

Gavin asiente con la cabeza y parece reflexionar durante un minuto.

—¿Te gustaría reanudarla? —pregunta—. ¿Todavía quieres ser abogada?

Me lo pienso.

—Me siento muy frustrada por haber abandonado los estudios —digo—, pero, al mismo tiempo, tengo la extraña sensación de que tal vez no era mi destino llegar a ser abogada. Tal vez mi destino sea encargarme de la panadería. Es que ya no me imagino la vida sin ella y más ahora que sé lo que supone para mi familia, ahora que sé que es, prácticamente, lo único que trajo mi abuela de su pasado.

—¿Sabes una cosa? No creo que vayas a perder la panadería —dice Gavin al cabo de un minuto.

—¿Por qué lo dices?

—Porque pienso que en la vida las cosas se suelen resolver cuando más las necesitamos.

Lo miro.

—¿Y eso es todo? ¿Que las cosas pasan como tienen que pasar?

Gavin echa a reír.

—De acuerdo, pues sí, parezco una de esas tarjetas de Hallmark.

Guardo silencio unos instantes.

—Annie te considera una suerte de «arreglatodo» para personas —digo con un hilo de voz.

Ríe otra vez.

—¿En serio?

Lo miro de reojo.

—¿Sabes qué? No hace falta que me arregles ni que me salves ni nada de eso.

Me mira y mueve la cabeza de un lado a otro.

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