—¿Quieres cogerla en brazos, mamá? —preguntó Josephine.
Con lágrimas en los ojos, Rose asintió. Se situó al lado de su hija, que le entregó a la criaturita dormida. La cogió en brazos y de inmediato recordó lo natural que parecía abrazar a alguien tan pequeño que era parte de sí misma, parte de todo lo que ella quería. Sintió que la invadía el impulso de proteger a aquella criatura con tanta intensidad como la primera vez que tuvo en brazos a su propio bebé.
Rose bajó los ojos para mirar a su nieta y vio tanto el pasado como el futuro. Cuando la niña abrió los ojos, Rose dio un respingo. Por un momento, habría jurado que veía algo sabio y antiguo en los ojos de la recién nacida, pero después desapareció y Rose supo que solo lo había imaginado. Meció al bebé con suavidad y advirtió que ya la había enamorado. Rogó que se le concediera la fuerza suficiente para hacer las cosas bien aquella vez.
—Espero que… —murmuró Rose y se quedó mirando fijamente a la niña, sin acabar la frase.
Y no la acabó, porque no sabía qué podía esperar. Había millones de cosas que quería para aquella criatura, un millón de cosas que ella misma no había tenido nunca. Tenía todas las esperanzas del mundo para ella.
—¿Y ya sabes cómo la vas a llamar, cielo? —preguntó Ted.
Rose alzó la mirada y vio que su hija la observaba con extrañeza y que después, poco a poco, se le iba dibujando en el rostro una sonrisa.
—Pues sí —dijo Josephine—: la llamaré Hope.
E
l miércoles por la noche, Annie ha llamado a más de un centenar de números de su lista, pero todavía no ha encontrado ni rastro del Jacob Levy de Mamie. Cada vez me da más la impresión de que podríamos estar persiguiendo un fantasma. Cuando se ha ido a dormir, selecciono de la lista una docena de nombres de la costa oeste y los llamo, pero no tengo más suerte que ella. Todas las personas con las que consigo hablar me dicen que jamás han oído hablar de un Jacob Levy llegado de Francia en la década de 1940 o en la de 1950. Ni siquiera da resultado una búsqueda en internet de los registros de pasajeros que pasaron por Ellis Island.
A la mañana siguiente, Annie entra en la panadería con aspecto solemne unos minutos antes de las seis, mientras voy incorporando arándanos secos, trozos de chocolate blanco y nueces de macadamia fileteadas a un montón de masa dulce para hacer galletas.
—Tenemos que hacer más —anuncia, mientras arroja la mochila al suelo, donde cae con un ruido seco que hace que me pregunte fugazmente acerca del daño que le debe de estar haciendo a su espalda llevar de un lado a otro varios libros de texto pesados todos los días.
—¿Con respecto a Jacob Levy? —deduzco y, antes de que pueda responder, añado—: ¿Puedes empezar a sacar los pasteles descongelados, por favor? Voy un poco retrasada.
Asiente y se dirige al fregadero a lavarse las manos.
—Pues sí, con respecto a Jacob —dice; sacude las manos, se las seca en el paño de cocina con un
cupcake
azul que hay junto al fregadero y se vuelve—: Tenemos que encontrar alguna manera mejor de dar con él.
Suspiro.
—Annie, ya sabes que lo más probable es que resulte imposible.
Pone los ojos en blanco.
—¡Qué negativa eres siempre!
—Lo que pasa es que soy realista.
La observo, mientras empieza a sacar con cuidado los cuernos de gacela del recipiente hermético. Separa cada pasta de su envoltura de papel parafinado y la coloca en una bandeja para llevar al exhibidor.
—Creo que, si queremos encontrarlo, tenemos que investigar más.
Enarco una ceja.
—¿Investigar? —pregunto con cautela.
Asiente, sin advertir la nota de escepticismo en mi voz.
—Pues sí. Ya que no sirve de nada limitarnos a llamar a la gente, tenemos que, o sea, tratar de buscar en algunos documentos, ¿no?, y no solo en Ellis Island, porque podría haber llegado a cualquier parte.
—¿En qué documentos?
Me mira con irritación.
—Yo qué sé. La adulta eres tú. No me puedo ocupar yo de todo.
Se dirige con paso firme a la parte delantera de la panadería con la bandeja llena de cuernos de gacela y regresa enseguida al obrador para empezar a poner las rebanadas descongeladas de
baklava
sobre trozos de papel parafinado.
La observo por un momento.
—Lo único que quiero es que no te lleves una desilusión —le digo a Annie cuando regresa al obrador.
Me fulmina con la mirada.
—Eso no es más que el recurso que utilizas para escurrir el bulto —dice—. No puedes dejar de hacer las cosas solo porque podrías hacerte daño. —Mira el reloj—. Ya son las seis. Voy a abrir.
Asiento y vuelvo a mirarla mientras se va. Me pregunto si tendrá razón y, en ese caso, ¿cómo es que sabe tanto más que yo sobre la vida?
La escucho hablar con alguien al cabo de un momento y salgo para comenzar otro largo día de sonreír a los clientes, fingiendo que lo que más me agrada del mundo es envolver pastas para ellos.
Salgo del obrador y me sorprendo al ver a Gavin delante del mostrador, mirando los dulces que ya están en el exhibidor. Va mejor vestido de lo habitual, con pantalones caqui y una camisa de color azul claro. Annie ya se ha puesto a meter rebanadas de
baklava
en una caja para él.
—¡Hola! —le digo—. ¡Qué elegante vas hoy!
En cuanto salen las palabras de mi boca, me siento estúpida.
Sin embargo, se limita a sonreírme y dice:
—Me he tomado el día para ir al hogar de ancianos de North Shore. He venido a buscar unos pasteles para ellos. Cuando les llevo algo de comer, me reciben mejor.
Suelto una carcajada.
—Seguro que les caes bien tanto si les llevas algo de comer como si no.
Annie lanza un fuerte suspiro, como para recordarnos que sigue allí. Los dos la miramos y ella entrega a Gavin la caja, que ha dejado muy bonita, envuelta con una cinta blanca, mientras hablábamos.
—Dime, Annie —dice Gavin, dirigiendo su atención a ella—, ¿qué tal va la búsqueda de Jacob Levy?
—No demasiado bien —murmura Annie—. Nadie ha oído hablar de él.
—¿Has ido llamando a los nombres que figuran en tu lista?
—Son como centenares de nombres —dice Annie.
—Hummm… —dice Gavin—. ¿Y no habrá otra manera de buscarlo?
Annie se entusiasma.
—¿Como cuál?
Gavin se encoge de hombros.
—No lo sé. ¿Sabes su fecha de nacimiento? Si tuvieras su fecha de nacimiento, tal vez podrías buscarlo en internet.
Annie asiente, excitada.
—Pues sí, tal vez. Buena idea. —Espero que le dé las gracias, pero, en cambio, oigo que le suelta—: O sea, que eres judío.
—¡Annie! —exclamo—. No seas maleducada.
—No soy maleducada —dice ella—. Solo pregunto.
Observo a Gavin, que me guiña un ojo, lo cual hace que me sonroje un poco.
—Sí, Annie, soy judío. ¿Por?
—Es que no tengo ningún amigo judío —dice ella— y, ahora que sé que soy, o sea, judía, sentía curiosidad por saber, bueno, en qué consiste el «judeísmo».
—No se dice «judeísmo», sino «judaísmo» —le digo—. Además, tú no eres judía, Annie, sino católica.
—Ya lo sé —dice ella—, pero puedo ser las dos cosas. Mamie es las dos cosas. —Se vuelve otra vez hacia Gavin—. Entonces, o sea, ¿vas a la iglesia judía una vez a la semana?
Gavin sonríe.
—Se llama «templo» y no, no voy todas las semanas, aunque debería, supongo. Algunos viernes trabajo y otros, pues tengo muchas cosas que hacer. Eso no está bien, ¿verdad?
Annie se encoge de hombros.
—No lo sé. Nosotras, o sea, nunca vamos a ninguna iglesia, tampoco.
—Pues pensaba ir al templo mañana —prosigue él—. Puedes venir conmigo, Annie, si sientes curiosidad y si tu madre está de acuerdo.
Annie me mira con entusiasmo.
—¿Puedo ir, mamá?
Vacilo y miro a Gavin.
—¿Estás seguro? —le pregunto.
—Desde luego —dice—. Siempre voy solo. Estaría bien tener compañía. En realidad, voy a una sinagoga que queda en Hyannis. Si mañana vais a ver a tu abuela, puedo pasar a buscar a Annie por el hospital cuando acabe el horario de visita.
Annie me mira sonriente y me encojo de hombros.
—Por mí, no hay problema —digo—, si estás seguro de que no te molesta.
—En absoluto —dice Gavin—. Pasaré a buscarte mañana por la noche, ¿vale?
—Ideal —dice Annie—, gracias. Será genial, o sea, tener dos religiones al mismo tiempo.
Me la quedo mirando fijamente.
—¿Cómo has dicho?
Se siente incómoda.
—Quiero decir que es, o sea, como otra faceta mía, ¿no? —Como no digo nada, hace una pausa y pone los ojos en blanco—. Por Dios, mamá, ya sé que soy católica. No te subas por las paredes.
—No es eso —digo, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Quiero decir que me acabas de dar una idea sobre cómo podemos buscar a Jacob.
—¿Cómo? —pregunta Annie.
Ella y Gavin me miran con curiosidad.
—A través de organizaciones interconfesionales —digo con lentitud—. Si Jacob confió en un amigo cristiano para llevar al amor de su vida a una mezquita durante la guerra, evidentemente, se trata de alguien que respeta las demás religiones, ¿verdad?
Gavin asiente con la cabeza, pero Annie parece confundida.
—¿Y qué? —pregunta.
—Que podría ser que viniera a Estados Unidos y continuara con esa tradición, ¿no? —digo—. Tal vez pertenezca a una organización interconfesional en alguna parte.
—¿Qué quieres decir? —pregunta Annie.
Gavin responde en mi lugar:
—Creo que lo que tu madre quiere decir es que tal vez Jacob se haya vinculado con alguna de esas organizaciones en las que las personas colaboran para el entendimiento interreligioso —dice—. Algo así como cuando personas de distintas religiones colaboraron en París para ayudar a salvar a tu bisabuela.
Annie no parece convencida.
—No lo sé —dice—. Parece una tontería, aunque supongo que vale la pena probar.
—Voy a llamar a algunas organizaciones interconfesionales —le digo a Annie.
—Y yo probaré a llamar a algunas sinagogas —dice Gavin—. Vosotras tratad de averiguar la fecha de nacimiento de Jacob, ¿vale?
Annie y yo asentimos con la cabeza. Gavin agradece a Annie las pastas con amabilidad, me sonríe y se vuelve para marcharse.
—Si averiguáis algo, me llamáis por teléfono, ¿vale? —dice Gavin, mientras se dirige a la puerta—. ¡Os veo a las dos mañana!
—¡Adiós! —dice Annie alegremente, saludándolo con la mano.
—Adiós —repito—. Y conduce con cuidado.
Sonríe una vez más, se vuelve y sale de la panadería.
—¡Qué majo es! —dice Annie, cuando se ha marchado.
—Pues sí —coincido. Carraspeo y reanudo los preparativos para la jornada—. Es majo.
Como Annie va a dormir a la casa de Rob esta noche y no he tenido demasiado trabajo, le envío un mensaje de texto para decirle que no hace falta que se moleste en venir después de la escuela, ya que puedo limpiarlo todo yo sola. Me llama desde la casa de su padre, en cuanto baja del autobús, y me cuenta, toda entusiasmada, que él le ha dejado una nota para decirle que estarán ellos dos solos y preguntándole si puede llevarla a cenar a un lugar especial.
—¡Qué estupendo, cielo! —le digo.
Me alegro, porque me da la impresión de que Rob se está esforzando por hacerla sentir importante. Tal vez lo que le dije el otro día sirva para algo, después de todo.
—Cuando vayas al hospital, ¿puedes saludar a Mamie de mi parte y decirle que iré a verla mañana? —pregunta Annie—. Por si te pudiera oír…
—Claro que sí, mi vida —le digo.
Después de cerrar, paso por casa a recoger a Alain y conversamos durante todo el trayecto hasta el hospital. Me doy cuenta de lo mucho que disfruto teniéndolo cerca: encaja a la perfección en nuestra vida. Algunos días me ayuda en la panadería; otras veces se pasa el día junto a la cama de Mamie, y en ocasiones —hoy, por ejemplo— se queda en casa y me sorprende haciendo tareas domésticas. Hace unos días, a mi regreso, encontré colgados en las paredes todos los cuadros enmarcados que tenía en el ático y hoy descubrí que había vaciado y ordenado la despensa y el congelador, que estaban casi vacíos, y había comprado más provisiones.
—Es lo menos que puedo hacer —respondió Alain, cuando lo encaré, incrédula—. No ha sido nada. Fui al supermercado en taxi.
En el hospital, sentados los dos junto a la cama de Mamie, Alain me coge la mano. Él le murmura un rato en francés y yo cumplo mi promesa y le transmito el mensaje de Annie, aunque no creo que Mamie pueda oírme a través de la niebla del coma. Sé que tanto Alain como Annie están convencidos de que ella sigue estando allí, pero yo no estoy tan segura. Me reservo mi impresión.
Mientras Alain le susurra a Mamie, me pongo a pensar en Gavin, sin saber muy bien por qué. Supongo que es solo porque ha sido tan servicial y porque me siento más sola que nunca.
Finalmente, Alain se echa atrás en su silla: parece que ha acabado de contarle lo que quería decirle. Mamie sigue durmiendo y su pecho estrecho sube y baja poco a poco.
—Parece tan plácida —dice Alain—, como si estuviera en algún sitio en el que fuese más feliz que aquí.
Asiento con la cabeza y parpadeo para hacer desaparecer las lágrimas que me asoman de pronto a los ojos. Parece estar en paz, sin duda, pero eso no hace más que confirmar mi idea de que ya no está aquí y me dan ganas de llorar.
—Alain —digo al cabo de un momento—, tú no sabrás la fecha de nacimiento de Jacob, ¿verdad?
Alain sonríe y mueve la cabeza de un lado a otro. Por un momento, pienso que me está diciendo que no la sabe, pero al final dice:
—En realidad, sí que la sé. Rose y yo lo conocimos la víspera de su decimosexto cumpleaños.
Me inclino hacia delante con interés:
—¿Cuándo?
—El día de Nochebuena de 1940. —Alain cierra los ojos y sonríe—. Rose y yo íbamos caminando por los Jardines de Luxemburgo. Yo la había acompañado a visitar a una amiga en el barrio latino y teníamos prisa por llegar a casa antes del toque de queda, porque los alemanes querían que todos los parisinos estuviéramos en casa con las cortinas opacas echadas.
»Pero a Rose siempre le había gustado aquel parque y, como al atravesar el sexto distrito pasábamos cerca, sugirió que lo cruzáramos —continúa Alain—. Fuimos, como siempre, a ver la estatua del parque que más le gustaba: la estatua de la Libertad.