Me vuelvo y le sonrío:
—Pues no.
Toco el timbre y Rob sale a la puerta al cabo de un momento, vestido solo con un traje de baño. ¿Acaso será el día de andar desnudos? ¿No se dan cuenta de que está previsto que las temperaturas bajen de diez grados esta noche? He de reconocer que se pone algo nervioso al verme.
—Ah, hola, Hope —dice. Retrocede unos pasos, coge una camiseta de la cesta de ropa para lavar que hay junto al lavadero, al lado del pasillo de la entrada, y se la pone enseguida—. No te esperaba. Ejem, ¿cómo está tu abuela?
Su preocupación, fingida o no, me sorprende por un momento.
—Bien —digo rápidamente, pero después muevo la cabeza—: No, no está bien; no sé por qué te he dicho lo contrario. Sigue en coma.
—Lo lamento —dice Rob.
—Gracias.
Nos quedamos allí de pie un momento, mirándonos el uno al otro, hasta que Rob recuerda sus modales.
—Perdón, ¿quieres entrar?
Asiento con la cabeza y se hace a un lado para dejarme pasar. Al entrar en mi antigua casa tengo la impresión de ingresar en una versión de mi vida anterior al estilo de
En los límites de la realidad
. Todo es igual, pero diferente. La misma vista de la bahía por los ventanales de atrás, aunque con cortinas distintas. La misma escalera en curva que conduce al primer piso, pero con el bolso de otra mujer en el rellano. Muevo la cabeza de un lado a otro y lo sigo hacia la cocina.
—¿Quieres tomar algo? ¿Té frío o un refresco? —me ofrece.
—No, gracias —digo y muevo la cabeza—. No me voy a quedar mucho. Tengo que ir a ver a Mamie, pero antes tengo que hablar de algo contigo.
Rob suspira y se rasca la coronilla.
—Oye, ¿es otra vez por lo del maquillaje? Creo que exageras, pero he intentado ser estricto sobre eso, ¿vale? El otro día vino a casa con pintalabios e hice que se lo quitara y me diera la barra.
—Te lo agradezco —le digo—, pero no he venido a hablar de eso.
—Entonces, ¿de qué? —pregunta, abriendo mucho los brazos.
Nos quedamos allí de pie un momento, mirándonos fijamente, sin que ninguno dé ningún paso para sentarnos o relajarnos.
—De Sunshine —digo con voz inexpresiva.
Parpadea unas cuantas veces y sé, tan solo por aquella sencilla reacción, que sabe lo que le voy a decir y sabe que tengo razón. Es curioso que haber vivido una docena de años con alguien te permita conocer todas sus tretas.
Ríe, incómodo.
—Vamos, Hope, si ya no hay nada entre tú y yo —dice—. No estarás celosa de que haya encontrado a alguien.
Me limito a mirarlo fijamente.
—Vamos, Rob, ¿crees en serio que he venido por eso?
Me sonríe un momento con suficiencia, pero, cuando no bajo la mirada, cambia de expresión y se encoge de hombros.
—No lo sé. ¿Por qué has venido?
—Mira —le digo—, me da igual con quién salgas, pero lo que me afecta es que eso tenga consecuencias negativas para Annie, y estás saliendo con una mujer que, aparentemente, piensa que tiene que competir con Annie por tu afecto.
—No compiten por mi afecto —dice Rob.
Sin embargo, por la ligera elevación de las comisuras de sus labios, me da la impresión de que es plenamente consciente de lo que pasa y que aquello le produce una euforia egoísta y enfermiza. Me arrepiento por enésima vez de no haber advertido, a los veinte años, que tener una hija con un egoísta supondría que la criatura siempre tendría que sobrellevar su egoísmo. Entonces era demasiado ingenua para darme cuenta de que no se puede cambiar a un hombre y mi hija está pagando por ese error.
Cierro los ojos un instante y trato de armarme de paciencia.
—Annie me ha hablado de un collar de plata que encontró a la vista en su cuarto de baño, donde es evidente que Sunshine lo dejó, junto con tu nota, para refregarle por las narices que la prefieres a ella.
—Yo no prefiero a nadie —protesta Rob, pero parece incómodo.
—Es que ese es el problema —le digo—. Tú eres el padre de Annie y eso es muchísimo más importante que lo que seas para la chavala con la que sales hace como treinta y cinco segundos. Tendrías que preferir a Annie. Siempre. En cualquier situación. Y si Annie se equivoca, claro que se lo tienes que hacer saber, pero no haciéndola sentir que prefieres a otra persona antes que a ella. Eres su padre, Rob, y, si no empiezas a comportarte como tal, la vas a destrozar.
—No pretendo hacerle daño —dice y, por el tono quejumbroso de su voz, sé que lo dice de verdad, aunque no sirva para nada.
—También tienes que prestar atención a la manera en que la tratan las personas que dejas entrar en tu vida —prosigo— y si sales con alguien que se esfuerza por hacerle daño a tu hija, ¿no te parece que algo no está bien? ¿En varios niveles distintos?
Rob mira hacia abajo y mueve la cabeza de un lado a otro.
—Tú no conoces toda la situación.
Se rasca la nuca, se vuelve y se queda mirando por el ventanal un buen rato. Sigo su mirada hasta un grupo de veleros blancos que se mecen sobre el horizonte perfectamente azul y me pregunto si estará pensando, como yo, en aquellos primeros días de nuestro matrimonio, cuando él y yo solíamos salir con la barca cerca de Boston sin ninguna preocupación.
Pero pienso también en que por aquel entonces yo estaba embarazada y me mareaba a menudo y en que Rob se limitaba a apartar la vista cuando yo vomitaba por la borda. Él siempre conseguía lo que quería —una esposa sumisa y servicial a su lado para dar la impresión de una pareja perfecta— y yo siempre dibujaba una sonrisa y le hacía caso. ¿Habrá sido así durante todo nuestro matrimonio? ¿Se podría resumir tan fácilmente como yo vomitando por la borda de un velero y Rob fingiendo no darse cuenta?
Nos volvemos el uno hacia el otro al mismo tiempo y me pregunto si, en algún nivel, será consciente de lo que pienso. Me sorprende porque inclina la cabeza y me dice:
—Lo siento. Tienes razón.
Me deja tan atónita que no sé qué decir. Creo que es la primera vez que reconoce algo desde que lo conozco.
—De acuerdo —digo, por fin.
—Me ocuparé de esto —dice—. Lamento haberle hecho daño.
—De acuerdo —repito.
Realmente estoy agradecida; no a él, que fue quien metió la pata y le hizo daño a mi hija, sino por que Annie no tenga que sufrir más y porque todavía tenga un padre que la quiera, aunque sea un poco y aunque haya que empujarlo en la dirección correcta para que actúe correctamente.
También estoy agradecida —y más de lo que había advertido aún— por haber dejado de convivir con mi ex. Mi error no consistió en dejar que el matrimonio acabase, sino en engañarme al pensar que me convenía casarme con él.
De pronto me pongo a pensar en todo lo que Alain me ha contado acerca de Mamie y Jacob y, con una claridad apabullante, me doy cuenta de que jamás —ni con Rob ni con nadie— he tenido nada que se pareciera ni remotamente a eso. Ni siquiera sé si creía en eso antes y por eso nunca me había dado cuenta de que me faltaba. Las historias de Alain me ponen triste, no solo por Mamie, sino también por mí misma.
Sonrío a Rob y advierto entonces que también estoy agradecida por algo más: me alegro de que me haya dejado ir; me alegro de que sintiera la necesidad de tener una aventura con una chica de veintidós años; me alegro de que se le ocurriera poner fin a nuestro matrimonio, porque eso significa que existe una pequeña posibilidad —de lo más remota— de que no sea demasiado tarde para mí, después de todo. Ahora solo tengo que encontrar la manera de creer en la clase de amor que menciona Alain.
—Gracias —le digo a Rob.
Sin decir nada más, me vuelvo y me dirijo hacia la puerta. Al salir, encuentro a Sunshine de pie en el jardín delantero, con las manos en las caderas y cara de enfadada. Me pregunto si habrá estado allí todo el tiempo, tratando de hilvanar una frase para decirme. En ese caso, no debo olvidarme de felicitar a Rob por haber escogido a aquella lumbrera.
—¿Sabes? No me puedes faltar al respeto en mi propia casa —dice Sunshine y vuelve a sacudir su larga coleta de atrás hacia delante, lo que le da el aspecto de un caballo testarudo que agita mucho la cola.
—Lo tendré en cuenta, si es que alguna vez voy a tu casa —le respondo, vivaracha—, pero, puesto que esta no es tu casa, sino la casa en la que he vivido la última década, te sugiero que te guardes tus comentarios.
—Vale, pues parece que ya no vives más aquí —dice y después menea las caderas de una forma extraña y me mira con suficiencia, como si hubiese dicho algo terriblemente demoledor, cuando en realidad no ha hecho más que reforzar mi sensación recién descubierta de fantástica libertad.
Le sonrío.
—Tienes razón —respondo—. Así es, gracias a Dios.
Atravieso el jardín, cruzando por donde solían estar mis adorados rosales, hasta quedar de pie frente a ella.
—Una cosa más, Sunshine —le digo con calma—: si haces algo, cualquier cosa, que haga daño a mi hija, dedicaré el resto de mi vida a asegurarme de que lo lamentes.
—Estás loca —murmura y da un paso atrás.
—¿Ah, sí? —le pregunto alegremente—. Pues, como me busques las cosquillas, te enterarás.
Mientras me alejo, la escucho murmurar a mis espaldas. Me subo al coche, enciendo el motor y salgo a la calle principal. Me dirijo al oeste, hacia Hyannis, porque pienso pasar el resto del día con Mamie, mientras empiezo a comprender las lecciones sobre el amor que no me había dado cuenta que me faltaban hasta ahora.
MAGDALENAS DE ARÁNDANOS ESTRELLA POLAR
Magdalenas
INGREDIENTES
Streusel para la cobertura (véase la receta a continuación)
½ taza de mantequilla
1 taza de azúcar granulado
2 huevos grandes
2 tazas de harina
2 cucharaditas de levadura química
½ cucharadita de sal
¼ de taza de leche
¼ de taza de nata agria
1 cucharadita de extracto de vainilla
2 tazas de arándanos
PREPARACIÓN
EL
STREUSEL
PARA LA COBERTURA
INGREDIENTES
½ taza de azúcar granulado
¼ de taza de harina
¼ de taza de mantequilla muy fría, cortada en cubitos
2 cucharaditas de canela
PREPARACIÓN
Rose
Durante años, en la oscuridad de la noche de aquel pueblo idílico del cabo Cod, tan alejado de su lugar de procedencia, las imágenes volvían siempre a la cabeza de Rose. Espontáneas. Innecesarias. Imágenes que nunca había visto en persona, pero que, de todos modos, quedaban grabadas a fuego en su memoria. A veces, la imaginación pinta con más fuerza que la realidad.
Niños llorando a los que separan de sus madres de ojos inexpresivos.
Grupos de personas sucias que chillan mientras las lavan con mangueras.
El terror en el rostro de los padres en el preciso instante en el que se dan cuenta de que no hay vuelta atrás.
Largas filas de niños a los que arrean hacia la muerte de forma sistemática.
Y siempre, en aquellas imágenes que se representaban como una película interminable en su cabeza, las personas tenían la cara de sus familiares, sus amigos, sus seres queridos.
Y Jacob, Jacob, que la había amado. Jacob, que la había salvado. Jacob, a quien ella había enviado, como una tonta, a una muerte espantosa.
En el infierno oscuro de su estado de coma, las imágenes de sus seres queridos flotaban frente a ella como una película. Tantas veces había imaginado lo que les podía haber ocurrido que ahora lo visualizaba como si lo hubiese visto con sus propios ojos.
A la deriva en aquel mundo oscuro y submarino entre la vida y la muerte, veía cuando separaban violentamente a Danielle y a David de su madre —sus caritas surcadas de lágrimas, los ojos como platos por la confusión— y sus alaridos le resonaban en los oídos. Se preguntaba cómo habrían muerto. ¿Allí mismo, en el Vel’ d’Hiv, a pocas manzanas de la torre Eiffel, a cuya sombra habían vivido toda su corta vida? ¿O después, apiñados en los vagones de tren donde faltaba el aire, de camino a campos como Drancy, Beaune-la-Rolande o Pithiviers? ¿O habrán llegado incluso hasta Auschwitz, para ser conducidos enseguida, en una fila ordenada, a una cámara de gas, donde, sin duda, habrán exhalado, aterrorizados, los últimos suspiros? ¿Habrán gritado? ¿Habrán comprendido lo que les estaba ocurriendo?
Maman
y
papa
. ¿Los habrán separado en el Vel’ d’Hiv o habrán seguido juntos hasta que los deportaron de Francia? ¿Cómo habrá aguantado
papa
que lo separasen violentamente de la familia que siempre había protegido con uñas y dientes? ¿Los habrá defendido? ¿Lo habrán golpeado los guardias para castigar su obstinación? ¿O se habrá marchado voluntariamente, resignado ya al ver que todo era inútil? ¿Habrá quedado sola
maman
, con los niños apiñados alrededor y consciente de la terrible verdad: que ya no podría protegerlos? ¿Qué sentiríamos si nos diésemos cuenta de que ya no podemos controlar nuestro destino, que ya no está en nuestras manos proteger a los hijos por los que estaríamos dispuestos a morir?
Hélène. A Rose se le partía el corazón cada vez que pensaba en su hermana mayor. ¿Y si se hubiese esforzado más para tratar de hacerla entrar en razón? ¿Habría podido salvarla, si hubiese logrado convencerla de que el mundo había perdido toda lógica y se había vuelto loco? ¿Se habrá arrepentido Hélène en sus últimos momentos de no creer lo que le decía Rose? ¿O se habrá aferrado hasta el final a la esperanza de que tal vez solo se los llevaban para trabajar, en lugar de para morir? En cierto modo, Rose siempre se la imaginaba yéndose mientras dormía, sola y en paz, aunque por los «fantasmas» sabía que su fin había sido, probablemente, muy diferente. Cada vez que pensaba que, según lo que le habían contado, la habían matado a golpes solo porque estaba demasiado enferma para trabajar, Rose tenía que ir corriendo al cuarto de baño para vomitar y después tardaba días en volver a retener los alimentos.