Henri y Alain me miran fijamente, desconcertados; Simon, en cambio, da la impresión de que acaba de ver un fantasma, porque se le ha demudado el rostro.
Suelto una risita nerviosa y pregunto:
—¿Qué pasa?
—Esas pastas no corresponden a la tradición judía, que yo sepa —dice Henri—. Tu abuela no puede haberlas recibido de su familia.
Observo las miradas que intercambian Henri y Simon.
—¿Y qué? —insisto.
Simon es el primero en hablar.
—Hope —dice con suavidad y de su voz ha desaparecido todo rastro de chanza—, creo que eso es repostería musulmana, del norte de África.
Yo también los miro fijamente.
—¿Repostería musulmana? —Muevo la cabeza de un lado a otro—. ¿Cómo puede ser?
Henri y Simon vuelven a intercambiar miradas. Da la impresión de que Alain comprende entonces lo que quieren decir. Pregunta algo en francés y, cuando Simon responde, Alain murmura:
—No puede ser verdad. ¿O sí?
—¿De qué están hablando? —pregunto, inclinándome hacia delante.
Me están poniendo nerviosa. Sin hacerme caso, intercambian rápidamente unas cuantas palabras más en francés. Alain consulta el reloj, asiente con la cabeza y se pone de pie. Los otros dos también.
—Ven, Hope —dice Alain—. Tenemos algo que hacer.
—¿Cómo? —pregunto, totalmente perpleja—. ¿Acaso tenemos tiempo?
Alain vuelve a mirar su reloj y yo también miro el mío. Son casi las ocho.
—Encontraremos el tiempo —dice—. Esto es importante. Vamos y trae tus cosas.
Cojo mi talego y los sigo y nos marchamos en silencio del apartamento.
—¿Adónde vamos? —pregunto cuando llegamos a la Rue de Turenne y Henri levanta un brazo para llamar un taxi.
—A la Grande Mosquée de París —dice Simon—. La Gran Mezquita.
Me lo quedo mirando fijamente.
—¿Cómo? ¿Vamos a una mezquita?
Alain extiende la mano y me roza la mejilla.
—Confía en nosotros, Hope —dice. Le brillan los ojos y me sonríe—. Te lo explicaremos por el camino.
-N
o sabíamos si hacer caso de los rumores —empieza Alain, cuando, después de apretujarnos en un taxi, nos dirigimos volando hacia el sur, en dirección al río.
En el exterior, las calles van reviviendo y llenándose de gente a medida que el sol comienza a calentar la tierra y a bañar los edificios en su luz amarillo limón.
—¿Qué rumores? —pregunto—. ¿De qué hablan?
Alain y Simon intercambian miradas. Henri es el primero en hablar:
—Ha habido rumores de que los musulmanes de París salvaron a muchos judíos durante la guerra —dice, circunspecto.
Lo miro fijamente y después observo a Alain y a Simon, que asienten con la cabeza.
—Un momento. ¿Me está diciendo que los musulmanes salvaron a gente judía?
—Nunca lo oímos decir durante la guerra —dice Simon y echa un vistazo a Alain—. Bueno, casi nunca.
Alain asiente con la cabeza.
—Una vez, Jacob dijo algo que me hizo pensar… —Su voz se vuelve imperceptible y mueve la cabeza de un lado a otro—. Pero nunca llegué a creérmelo.
—En una época —dice Henri—, nos considerábamos hermanos, en cierto modo, los judíos y los musulmanes. A los musulmanes no los persiguieron como a nosotros durante la guerra, aunque siempre los hicieron sentir intrusos, igual que a los judíos. Supongo que algunos musulmanes se habrán tomado la persecución de los judíos como algo personal. ¿Cómo saber si el país no se volvería después contra ellos?
—Y por eso, según los rumores, nos ayudaron —dice Simon—, pero nunca supe si era verdad.
—¿Qué quiere decir? —le pregunto.
—Siempre se ha dicho que dieron alojamiento y cobijo a muchos niños cuyos padres habían sido deportados y también a algunos adultos —dice Alain— y que hasta llegaron a enviarlos clandestinamente a la zona libre y en algunos casos los ayudaron a conseguir documentación falsa.
—¿Me estás diciendo que hubo musulmanes que sacaron a los judíos de París de forma clandestina? —pregunto.
Muevo la cabeza de un lado a otro, porque me cuesta creerlo.
—En aquella época, al frente de la Gran Mezquita de París estaba el musulmán más poderoso de Europa —dice Henri y echa una mirada a Alain—: Si Kaddour Beng…
Comment s’est-il appelé
?
—Benghabrit —dice Alain.
Henri asiente con la cabeza:
—Sí, eso es: Si Kaddour Benghabrit. Al gobierno francés le daba miedo meterse con él y es posible que él usara su poder y su influencia para salvar muchas vidas.
Muevo la cabeza de un lado a otro y contemplo el París que pasa por la ventanilla. La silueta de las torres de Notre-Dame se recorta contra el cielo a lo lejos, a la derecha, cuando cruzamos un puente a toda velocidad y llegamos a la orilla izquierda. Me llega el tañido distante de unas campanas que dan la hora.
—¿Quieren decir que tal vez fuera así como mi abuela logró huir de París? ¿Que tal vez la ayudaran a escapar los musulmanes de la Gran Mezquita?
—Eso explicaría dónde aprendió a confeccionar pastelería musulmana —dice Alain.
—Y daría respuesta a muchos interrogantes —añade Henri—. No creo que haya ningún registro. Nadie habla de eso. Los secretos de aquel pasado han muerto con el pasado. En la actualidad, hay bastante tensión entre los grupos religiosos. Es imposible saber si es cierto.
—¿Y qué más da si lo es o no? —susurro.
Y entonces recuerdo, de golpe, lo que me había dicho Mamie justo antes de mi viaje a París, cuando la presionaba para que me respondiera si era o no judía: «Pues sí, soy judía, pero también soy católica y musulmana». Siento un escalofrío y abro mucho los ojos.
El taxi se detiene junto al bordillo, delante de una construcción blanca con tejas de color verde oscuro, arcos ornamentados y cúpulas brillantes. Un minarete con ribetes verdes se eleva por encima del edificio y, si bien no cabe duda de que, en los detalles, es marroquí, se parece mucho a una de las torres de Notre-Dame por las que acabamos de pasar. Otra cosa que Mamie ha dicho me resuena en la cabeza: «Son los seres humanos los que crean las diferencias —me había dicho la semana anterior—. Eso no significa que Dios no sea siempre el mismo».
Henri le paga al taxista y nos apeamos. Doy una mano tanto a Henri como a Simon cuando estiran las piernas y suben a la acera.
—En otra época, solía hacerlo yo —dice Henri, sonriendo.
Me guiña un ojo y los cuatro nos dirigimos hacia una entrada en forma de arco situada en la esquina del edificio.
—Si aquí nadie quiere hablar de lo ocurrido —le digo a Alain al oído cuando entramos a un pequeño patio—, ¿a qué hemos venido?
Pasa su brazo por el mío y sonríe:
—A echar un vistazo a la repostería —dice.
Motean el patio las franjas del sol que se filtra a través de los árboles y arroja sombras sobre las baldosas blancas del suelo. Hay mesitas hechas con azulejos azules y blancos distribuidas en el medio del patio y a lo largo de las paredes y todas están rodeadas de sillas de madera con asientos y respaldos tejidos de color azul brillante. Unas plantas de un verde intenso con flores amarillas trepan por las paredes y los gorriones saltan de mesa en mesa. Es apacible, tranquilo y está tan vacío que —estoy segura— aún no ha abierto.
Un árabe de mediana edad vestido todo de negro se acerca y dice algo en francés. Alain le responde y me señala y, durante un minuto, los cuatro hablan rápidamente en un francés que no comprendo. En un principio, el hombre hace gestos negativos con la cabeza, pero al final se encoge de hombros y nos hace señas de que lo sigamos por una escalerilla que conduce al edificio principal.
Al otro lado de la entrada hay un hombre más joven, de cabello oscuro y piel aceitunada, que está llenando de dulces un exhibidor, y se me paraliza el corazón cuando miro dentro, porque contiene muchos pasteles y casi la mitad de ellos son exactamente iguales a los que horneo en mi propia panadería. Están los delicados cuernos de gacela, espolvoreados con azúcar glas blanco como la nieve; los pastelillos de color verde claro, envueltos en masa blanca y con trocitos de pistacho por encima; las rodajas de
baklava
bañadas de miel, y las pastas de almendra coronadas con una sola cereza. Hay rollos de pasta filo bañados en azúcar; porciones gruesas de tarta de almendras con azúcar y recubierta de almendras, y hasta las rosquillas de canela y miel que han sido las preferidas de Annie desde que era niña.
El corazón me late con fuerza cuando alzo la mirada y miro a Alain.
—¿Son las mismas? —pregunta.
Asiento lentamente.
—Son las mismas —confirmo.
Sonríe y, con los ojos llorosos de pronto, se vuelve hacia el hombre mayor, que nos mira con el ceño fruncido. Intercambian unas cuantas frases en francés y después Alain se vuelve hacia mí y me dice:
—Hope, ¿le puedes hablar a este hombre acerca de tus dulces? Le he dicho lo que pensamos que tal vez le haya sucedido a Rose.
Sonrío al hombre, que parece escéptico.
—Lo que ustedes confeccionan aquí —le digo— es igual a lo que mi abuela me enseñó a hacer a mí. Son los mismos productos que vendemos en nuestra panadería, en el cabo Cod.
El hombre mueve la cabeza de un lado a otro.
—Pero eso no significa nada. Esta repostería es muy común y hay muchos judíos procedentes del norte de África. Los pasteles no son solo musulmanes, ¿sabe? Su abuela podría haber aprendido a hacerlos en cualquier parte. Es probable que se los enseñara otro judío.
Me desaliento. Es absurdo que toda nuestra hipótesis sobre el pasado dependa de una colección de pastelillos.
—Desde luego —murmuro—. Perdone.
Asiento despacio y me doy la vuelta.
Alain me pone una mano en el brazo y me pregunta:
—¿Estás bien, Hope?
Vuelvo a asentir, aunque no es cierto. No encuentro las palabras, porque siento que estoy a punto de echarme a llorar y no acabo de entender el motivo. No sé por qué es tan importante para mí poder explicar lo que le ocurrió a Mamie, pero así es. Ahora estoy segura de que me ha hecho venir para que me entere de su pasado, aunque tal vez nunca lleguemos a saber cómo logró sobrevivir durante la guerra.
—Vámonos —logro decir por fin.
El hombre de negro nos saluda con una rápida inclinación de cabeza y se aleja, mientras Henri y Simon emprenden el regreso por donde hemos venido. Alain y yo nos disponemos a regresar, cuando, de pronto, percibo un olor familiar y me detengo en seco. Me doy la vuelta poco a poco y miro al joven que, detrás del mostrador de la pastelería, está introduciendo en el exhibidor una bandeja rectangular de pasteles espolvoreados con azúcar. Regreso al mostrador.
—Perdone —digo—, pero ¿tienen, por casualidad, esto… —me esfuerzo por recordar el nombre del dulce que vi en la pastelería del Marais—, Ronde des Pavés?
El joven me mira.
—¿Ronde des Pavés? —repite—. Yo no hablar bien el inglés.
Mais, non
. No sé qué es, Ronde des Pavés.
—Esto…
Busco con la mirada a Alain, que se coloca a mi lado, delante del mostrador.
—¿Puedes decirle que la Ronde des Pavés es un pastel hecho de semillas de adormidera, almendras, uvas, higos, ciruelas y azúcar con canela? ¿Le puedes preguntar si le resulta familiar?
Sé que podría estar perdiendo el juicio, pero juraría que me llega en el aire el olor de los Star Pies. Antes de traducirlo, Alain me mira con extrañeza.
—Era una receta de mi madre —me dice.
Asiento con la cabeza.
—Es la especialidad de nuestra panadería —le digo— y el dulce preferido de mi abuela.
Alain me mira y parpadea unas cuantas veces, se vuelve hacia el joven y se lo traduce rápidamente. Observo que el joven asiente y le responde. Alain se vuelve hacia mí.
—Dice que sí. Dice que aquí, sin embargo, hacen pastelillos individuales y que la masa tiene forma de estrella.
Me quedo boquiabierta.
—Así es como me enseñó a hacerlos Mamie —digo con voz queda—. Los llama Star Pies.
Alain se rasca la cabeza. A mi lado, Simon y Henri guardan silencio. Todos miramos fijamente al joven, mientras Alain le cuenta lo de los Star Pies en francés. El joven abre mucho los ojos, me mira rápidamente y después otra vez a Alain. Dice algo muy deprisa en francés y entonces Alain se vuelve hacia mí y me traduce:
—Dice que hay un hombre que vive en el sexto distrito, no muy lejos de aquí. Su familia tiene una panadería musulmana. La receta vino por él. Tal vez nos pueda explicar su origen.
Asiento con la cabeza y miro al joven.
—Gracias —le digo—,
merci beaucoup
.
—
De rien
. —El joven me saluda con una inclinación de cabeza y sonríe—.
Bonne chance
.
Me late con fuerza el corazón mientras sigo a Alain y a sus dos amigos a través del patio y hacia la calle.
—¿Te parece que los pasteles tendrán algo que ver con mi abuela? —le pregunto.
—No hay forma de saberlo —dice Alain, pero, por el brillo de sus ojos y la manera en que acelera el paso, deduzco que es optimista y eso me llena de ánimo a mí también.
Hacemos señas a un taxi y viajamos en silencio durante quince minutos, hasta que el taxista se detiene delante de la dirección que nos ha dado el joven. Es una panadería pequeña que parece típicamente francesa, salvo por el cartel, escrito en árabe y en francés. Dentro huele mucho a levadura y las paredes están llenas de
baguettes
dispuestas en filas verticales. El exhibidor que hay delante es un despliegue interminable de pastas salpicadas de fruta y azúcar cristalizado. Reconozco de inmediato los grandes Star Pies con la tapa de masa característica en forma de retícula que llevo años haciendo y se me vuelve a acelerar el corazón. Seguro que aquello es una señal de que vamos bien encaminados.
A la joven que hay detrás del mostrador le preguntamos si podemos hablar con el propietario y al cabo de un momento aparece un hombre alto y de mediana edad, de piel color caramelo y cabello negro azabache, con canas en las sienes. Lleva un delantal de panadero completamente blanco sobre unos pantalones color caqui perfectamente planchados y una camisa azul clara.
—Ah, sí, Sahib me ha llamado desde la mezquita y me ha dicho que vendrían —dijo, después de saludarnos—. Soy Hassan Romyo y me alegro de que hayan venido, pero me temo que no voy a poder ayudarles.