La llamada (5 page)

Read La llamada Online

Authors: Olga Guirao

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: La llamada
8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y así fue, en efecto: de aquella necesidad de comunicación, de aquel deseo ardiente, acabó surgiendo la laringe humana y, con ella, su civilización entera.

Pero aún nos llevó algún tiempo comprender del todo que, más que una especie inteligente propiamente dicha, lo que nosotros habíamos creado era una nueva forma de dolor.

Porque aquellos pequeños seres, incapaces de comunicarse de verdad, extraviados en la limitación de su lenguaje, vivían atrozmente solos y, al final, desaparecían sin más, como los animales; la integridad de su memoria, en una palabra, su personalidad, no podía ser transmitida a ningún otro, sino que simplemente se extinguía, de tal forma que con cada uno de ellos nacía y moría el mundo entero y esa certidumbre y ese miedo empapaban los contados días de su vida de una trágica y despavorida ansiedad.

No se puede expresar con palabras la vergüenza y el pesar que nos causó sabernos artífices de la inmensidad de ese dolor y de esa angustia que, en sí misma, también era una forma de locura moral. Pero lo cierto es que, por más que nos pesara y avergonzase, no podíamos volver atrás: las criaturas monstruosas y deformes que habitaban el Laboratorio —en adelante, la Tierra— eran inteligentes
y,
según el más viejo
y
terminante de todos nuestros códigos, ya no podían ser modificadas en modo alguno: tenían que ser respetadas en su integridad.

No obstante, hubo quien pensó —mi Maestro también lo creía— que, más que respetados, los hombres habían sido abandonados a su suerte, con la esperanza de que al final el Omnia resolvería el problema acabando con ellos y con su dolor.

Sea como fuere, después de todo aquello, las bases en torno al Laboratorio fueron cerradas y destruidas. Sólo nosotros nos quedamos, para hacer de intérpretes de los seres humanos, simplemente porque era necesario comprenderles; y allí seguimos desde entonces, ocultos en nuestra Base, más allá de los cinturones de Van Allen, a muy pocos kilómetros de distancia en realidad.

La verdad es que nuestro cometido no ha sido fácil. La comunicación con los hombres es abrasiva y sofocante, imposible de soportar para cualquiera que no esté bien entrenado, lo que, por sí mismo, ya constituye un obstáculo insalvable para cualquier forma de rescate colectivo.

Así pues, se acerca el fin para estas desdichadas criaturas que, desde su origen, viven como apestados, sin saberlo siquiera, a merced del Omnia, en esta tierra de nadie que se extiende fuera del Cosmos habitado.

Pero antes de que todo acabe yo quiero dejar constancia en su propio idioma de que la culpa no es suya; aunque sean suyos el dolor, la violencia y la brutalidad, ellos son inocentes. La culpa es nuestra y sólo nuestra; y el Universo entero —el mismo que los verá morir dentro de poco— lo sabe tan bien como yo.

El puño americano

Gracia Durán, en cambio, no tenía ni idea de toda esta historia que yo no era capaz de explicarle. Desde su punto de vista los seres humanos eran criaturas completas, creadas a imagen y semejanza de un Dios compasivo que los amaba; y la posibilidad de que todos ellos fueran a morir sin remedio en un holocausto monstruoso le resultaba sencillamente inconcebible.

—No puedo creerlo. ¿No vais a hacer nada por la gente de este planeta? —insistió.

—Eso me temo —le respondí sucintamente.

Pero en realidad no lo temía: lo sabía a ciencia cierta. Para ser exactos, me había costado lo indecible conseguir autorización para trasladar a Gracia a la Base, de manera que la posibilidad de llevar a cabo una evacuación general estaba absolutamente descartada.

—No lo entiendo —añadió.

—Ya me doy cuenta, Gracia, y lo siento mucho, pero sólo dispongo de un pasaje para ti, si lo quieres. No puedo ofrecer nada más.

—Pero tú mismo has dicho que cuando el Omnia chocó con vosotros os ayudaron a escapar...

—Esta vez no será así.

—Pero ¿por qué?

—Es una larga historia —respondí.

Me disponía a tratar de contársela de algún modo cuando ocurrió lo peor que podía pasar: dos policías que circulaban por la carretera observaron el resplandor de la estufa a través de la ventana y se detuvieron para ver qué sucedía.

Sentí su presencia cuando se encontraban a unos cien metros de distancia, mientras se dirigían hacia nosotros tanteando con la punta de los dedos los cierres sueltos de sus pistoleras; me puse en pie de un salto y el ruido de sus mentes me alcanzó de lleno, igual que la llama de un soplete.

Intenté sobreponerme a aquel contacto insufrible, pero a duras penas lo conseguí.

Lo mejor que pude, encajé una silla bajo el pomo de la puerta tratando de atrancarla y me oculté tras ella. En la ventana brilló el resplandor de una linterna.

Gracia se levantó también:

—Es la policía —dijo.

Yo sabía mucho más que ella: había percibido con claridad el universo de violencia que hervía en la determinación de aquellos dos hombres que se acercaban vacíos como zombis, tan endurecidos que ya no eran capaces de sentir ni su propio dolor. En particular, había uno que daba miedo: bajo los guantes, en la mano derecha, llevaba un puño americano. Con una puerilidad absoluta ardía en deseos de probarlo, como si fuera un juguete, en la cara de cualquiera; estaba ebrio de rabia, sin otro motivo que aquel afán absurdo de pegarle a alguien.

Entrar en contacto de un modo tan estrecho, casi fundirse con aquel sujeto, era una experiencia nauseabunda; sin embargo, yo no podía eludirla porque percibir aquel monstruo estaba en mi naturaleza: era mi lenguaje, el mismo que después conservaría el recuerdo de aquel instante de violencia y acabaría esparciendo su fetidez sin remedio a través del espacio y del tiempo.

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Qué pasará si te ven? —me preguntó Gracia en un susurro.

—Vete a saber... Si se asustan, hasta podrían pegarme un tiro.

—¿No llevas nada para defenderte?

—¿Un arma...? No.

—¿Y qué vas a hacer?

—Pues echar a correr, supongo.

En ese instante la puerta empezó a debatirse violentamente contra la silla que la atrancaba. Alguien gritó desde el otro lado:

—¡Policía! ¡Abran!

Gracia no podía verles a causa de la oscuridad, pero yo sentí que se disponían a entrar haciendo uso de toda su fuerza.

—Lo mejor será abrir —le dije—. Escúchame: yo me largaré en cuanto pueda, pero tú ten mucho cuidado, por favor. Esta gente es muy violenta —le pedí mientras me situaba a su izquierda, en la zona más oscura del cuarto.

Luego todo fue muy rápido; Gracia apartó la silla, abrió la puerta y preguntó:

—¿Qué ocurre?

—¿Qué hace usted aquí? Esto es una propiedad municipal.

—Sólo me guarecía de la lluvia; no hago nada en particular.

—¿Y ese fuego?

—Es la estufa.

—Su documentación, por favor —ordenó uno de los policías.

—Apártese de la puerta —añadió el otro.

Gracia sacó su monedero y les tendió el carnet de identidad, pero siguió obstruyendo la entrada con su cuerpo. Entonces percibí que había tenido la desatinada idea de tratar de ayudarme de algún modo.

—Apártese de la puerta —repitió el policía con una lentitud espeluznante, pero Gracia no se movió.

A la pobre no se le ocurría nada más que quedarse allí en medio, exasperando a la policía. No era una actitud razonable, de manera que me pareció necesario tratar de impedírselo:

—Hazle caso, Gracia: sal de la puerta —le ordené desde el ángulo ciego en el que me había ocultado y, lo más majestuosamente que pude, avancé hacia la luz.

El policía que sostenía el monedero de Gracia lo dejó caer al suelo y retrocedió estupefacto; el otro gritó:

—¡Hostia! —y se quedó mirándome paralizado de terror.

Pasé ante ellos sin volverme y sin correr, pero sin perder un instante. Para cuando se les ocurrió que podían echarse la mano al cinto, yo ya había llegado a la carretera.

Curiosamente, ninguno de ambos corrió tras de mí. Mi transporte me alcanzó un instante después y la última cosa que percibí, justo cuando se iniciaba el ascenso, fue la voz furibunda de uno de ellos que clamaba:

—¡¿Se puede saber qué demonios era eso...?!

Sirviéndome del satélite, pasé las siguientes cuatro horas llamando a Gracia por teléfono y al final, a las siete de la mañana, hora de Barcelona, di por sentado que la habían detenido. Seguramente, sólo se proponían obtener alguna información sobre mí, pero la situación me resultaba muy angustiosa, en especial por culpa de algo que había percibido durante mi breve encuentro con los dos policías: resulta que aquella noche uno de sus jefes les había pedido que informasen por escrito sobre cualquier cosa fuera de lo común que observaran durante el servicio. Cuando intentaron que les concretase un poco más, no pudo hacerlo:

—Cualquier cosa fuera de lo común, sea lo que sea... —repitió el jefe.

—Pero ¿a qué se refiere? ¿Qué buscamos?

—No lo sé... —insistió—. No lo han dicho. Es una alerta indeterminada. No buscamos nada en especial. Se trata de que informen de inmediato sobre cualquier cosa que resulte extraordinaria.

Luego los dos policías habían bromeado mucho a costa de la alerta:

—Pues hoy me ha sonreído la del archivo. ¿Tú crees que tendríamos que informar por escrito?

Pero en el momento en que se hallaron frente a mí y me vieron pasar, ambos supieron en el acto que la «cosa extraordinaria» en cuestión era yo.

Todo resultaba sumamente inquietante: ¿De dónde había salido aquella alerta? ¿Y por qué? Estaba claro que últimamente habíamos sido muy descuidados. Todo el mundo deseaba bajar al Laboratorio, sólo por el placer de estar allí, para ver el mar, para nadar, para acercarse a una ciudad cualquiera y experimentar una vez más la ardiente aspereza de aquella proximidad humana. Nadie se contenía en lo más mínimo; incluso la recogida de especies vegetales —nuestro negocio de siempre— ahora se llevaba a cabo sin la menor precaución. Así pues, durante los últimos meses habían tenido lugar toda clase de incidentes y cientos de humanos nos habían visto.

En suma, con la llegada del Omnia la situación había cambiado por completo: ser descubiertos ya no tenía ninguna importancia y todo el mundo quería aprovechar la ocasión para pasear una última vez por aquel espacio maravilloso que, a fin de cuentas, también había sido nuestro jardín.

Confieso que ni se me había ocurrido pensar que Gracia pudiera acabar pagando las consecuencias de tanto desbarajuste y, como no podía hacer otra cosa, seguí llamándola y llamándola ininterrumpidamente por teléfono durante todo un día, al cabo del cual estaba medio loco de angustia y dispuesto a hacer lo que fuera para liberarla.

Sin embargo, no fue necesario hacer nada en particular porque a las cinco en punto de la tarde Gracia cogió por fin el teléfono y entonces me enteré cumplidamente de todo lo que había pasado: en una pequeña parte, por la propia Gracia, y en otra, muchísimo mayor, a través de las personas que tenían el teléfono intervenido y que nos escuchaban en secreto.

En efecto, los dos policías del parque me habían visto y también me habían oído con toda claridad y, como era de temer, a aquella primera pregunta destemplada le habían seguido muchas más:

—Responda: ¿qué—demonios—era—eso? —repitió lentamente uno de ellos.

—No lo sé —contestó Gracia.

—No me venga con cuentos; usted lo conoce muy bien: él la ha llamado por su nombre.

—¿Cómo?

—La ha llamado Gracia —añadió el policía recogiendo el monedero, que seguía en el suelo, y consultando el carnet de identidad que había dentro—. Ha dicho: «Sal de la puerta, Gracia». Y usted se llama Gracia, ¿no?

—Pero no le conozco. No le había visto nunca hasta hoy.

—¿Y qué hacían aquí?

—Charlar a cubierto de la lluvia.

—¿Charlar de qué?

—Del fin del mundo.

—Ya veo. Pues tendrá que acompañarnos a comisaría. —Pero ¿por qué?

—Para identificarse.

—Me llamo Gracia Durán y ustedes tienen mi carnet. Esto es un abuso.

—Andando —replicó el guardia cogiéndola por el brazo—, que tenemos que hacer un bonito informe por escrito de todo esto.

Al final el informe resultó sumamente absurdo; de hecho, cuanto más se plegaba Gracia a la realidad, más irreal resultaba todo lo que contaba.

—Así pues, el extraterrestre la llamó por teléfono.

—Ya se lo he dicho: en mitad de la noche.

—Y ¿cómo es que tenía su número?

—No tengo ni la menor idea. Ya lo he explicado antes: es un admirador; yo soy compositora y él es un admirador. Habrá buscado mi número en la guía... ¡Yo que sé!

—¿No le parece un poco sorprendente, tratándose de un extraterrestre? Uno no se los imagina consultando la guía de teléfonos...

—Tampoco hablando un castellano perfecto y ya ve... Usted mismo lo ha oído.

—Sí... —musitó el guardia con una expresión extraña—. Lo he oído y lo he visto...

Sus ojos... Estaban iluminados desde dentro, ¿verdad?

—Me parece que no. Seguramente sólo reflejaban la luz de la linterna que llevaban ustedes; es un efecto como de espejo que tienen para aprovechar la luz, según creo.

—Y usted, ¿cómo lo sabe esto?

—Porque él me lo contó. Verá: cuando se sentó ante el fuego sus ojos empezaron a reflejar las llamas de la estufa; era un efecto muy extraño y también muy hermoso, así que le hice un comentario y él me lo explicó.

—Pues a mí no me pareció nada hermoso, la verdad: yo lo encontré absolutamente aterrador —añadió el guardia con franqueza.

—No sé qué decirle... Al principio a mí también me asustó, pero después... Tengo la impresión de que es un ser inofensivo, como aquellos birbanos de
Amadeo
Astronauta...
¿recuerda?

—¿Cómo qué...?

—No, claro, no lo recuerda, usted es demasiado joven, pero cuando yo era niña había un cuento;
Amadeo Astronauta
se llamaba... Era un cuento maravilloso, ilustrado por Ferrándiz, con vespas voladoras y saturninos de color malva... Le hablo de la década de los sesenta; la carrera espacial estaba en su apogeo y los niños vivíamos aquello con mucho entusiasmo, como si de verdad fuera una anticipación de nuestro futuro... La perra
Laika
, Gagarin, el
Apolo XI
... Y luego nos hemos sentido muy frustrados el resto de nuestra vida, siempre esperando que lleguen los birbanos...

Other books

Patricia and Malise by Susanna Johnston
Safe in the Fireman's Arms by Tina Radcliffe
Behind the Palace Doors by Michael Farquhar
The Amazing Harvey by Don Passman
The Vanishing by Webb, Wendy
In the Shadows by Erica Cope
Superbia 3 by Bernard Schaffer