La llamada (6 page)

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Authors: Olga Guirao

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: La llamada
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—¿Quiénes son los birbanos?

—Los habitantes de Birba... O sea, nadie en realidad, ya le digo, era un cuento de mi infancia.

—Amadeo Astronauta.

—Eso es.

—Pero aquel monstruo del parque no era un cuento...

—No, no lo era.

—Dígame: ¿Usted le ha creído? ¿Ha creído lo que le ha contado?

Gracia le miró directamente a los ojos y a continuación respondió afirmativamente con la cabeza:

—Sí. No sé por qué, pero le he creído. Estoy segura de que dice la verdad.

—Pues por la cuenta que nos trae, señora, yo espero de todo corazón que se equivoque —añadió el policía.

—¿Puedo marcharme ya?

—Mire, si no le importa —le pidió el guardia con su expresión más anodina—, yo preferiría que volviera a contármelo todo desde el principio una vez más.

Horas después, cuando Gracia extenuada pedía a voz en grito que la asistiese un abogado, apareció el comisario jefe con una media sonrisa:

—No hace falta llamar a un abogado, señora Durán, porque usted no está detenida —dijo.

—Entonces me voy.

—Todavía no, lo lamento. Resulta que necesitamos su colaboración. Está ocurriendo algo muy extraño y hay mucha gente interesada en llegar al fondo del asunto. En este momento viene hacia aquí alguien desde los Estados Unidos sólo para hablar con usted.

—¿Y no puedo esperarle en mi casa?

—Por favor, le ruego que tenga paciencia. Nos han pedido encarecidamente que la mantengamos aquí mientras llega. Ya no puede tardar.

—¿Y se puede saber con qué derecho piden tal cosa?

—Con el derecho que da la urgencia y la gravedad del asunto.

—Y con el deseo de complacerles a toda costa que tienen ustedes.

—También, no voy a negarlo, señora Durán —respondió el comisario con amargura—. ¿Está usted completamente convencida de que todo esto es lo que parece?

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, también podría tratarse de un engaño, ¿no? Hoy en día se hacen maravillas... En el cine, por ejemplo.

—No era un disfraz; yo no tengo ninguna duda sobre eso.

—¿Ninguna en absoluto...?

—¿Qué opinan los policías que le vieron? —le preguntó Gracia.

—Pues ellos no sé —contestó el comisario con una mirada glacial—, pero yo opino que tendrían que haberle detenido y que no lo hicieron.

—Mire, es que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos... Entró en una especie de cajetín de ascensor y desapareció.

—Y el ascensor ¿estaba allí, en mitad de la carretera?

—No... No creo; más bien le salió al paso. Yo diría que bajó de pronto, frente a él, pero no estoy segura. Fue muy rápido y estaba oscuro.

—También pudo ser un truco.

—Y que pudiera leer mis pensamientos, ¿cómo lo explica? ¿Cree que fue un truco?

—No —replicó el comisario—, eso más bien fue una apreciación personal suya.

—Lo que no entiendo es por qué me retienen aquí si creen que todo esto es un engaño o una... broma.

—Con franqueza, si dependiera de mí, ya la habría mandado a casa, pero resulta que, por alguna misteriosa razón, los americanos se han interesado mucho en este curioso asunto del marciano, de manera que aquí estamos todos, señora Durán, esperándoles de un momento a otro —añadió.

Y después, a modo de punto final, hizo una rara reverencia y le tendió a Gracia una lata de Coca—Cola
light.

El norteamericano en cuestión llegó a primera hora de la tarde; parecía extenuado y se llamaba Walker Jones.

—Siento las molestias que haya podido causarle, señora Durán —se excusó en un español casi perfecto—. Me temo que me he precipitado al pedir que la retuvieran aquí, sobre todo porque seguramente no era necesario.

—¿Y por qué lo ha hecho entonces?

—No sé... Por precaución... Por hábito.

—¿Tiene usted el hábito del secuestro?

—Espero que no, señora Durán —replicó Jones sin acritud—; aunque puede que en ocasiones tienda a excederme un poco, lo reconozco. Seamos amigos, por favor, se lo ruego. Sé que he empezado mal y lo siento: le pido perdón.

—Y bien, ¿qué es lo que quiere de mí?

—¿Sabe que es usted la única persona que ha hablado con ellos?

—Aquí los hay que piensan que son un engaño.

—Lo sé. Y también sé que se equivocan.

—¿Se da cuenta de que, si estamos en lo cierto, es posible que se aproxime el fin del mundo?

—Sí: he leído sus declaraciones, con mucho detenimiento, en el avión.

—¿En el avión?

—La policía española ha tenido la amabilidad de mandármelas.

—Entonces ya sabrá que no sé dónde está ni tampoco cómo localizarle.

Walker Jones clavó sus fríos ojos azules en Gracia, que le sostuvo la mirada sin pestañear:

—No lo crea, señora Durán —le respondió tras un minuto de silencio interminable—. La está llamando por teléfono sin descanso desde hace horas.

—Entonces habrán localizado la llamada...

—Sí... Y no.

—¿Qué quiere decir?

—Sabemos que la llama a través de un satélite europeo, pero de una forma un tanto insólita.

—¿Insólita...? ¿Por qué?

—La llamada proviene del otro lado del satélite.

—No comprendo...

—Pues que al parecer la llama desde el espacio exterior.

—¿Me llama desde... su... su nave? —preguntó Gracia un poco perpleja.

—No es difícil en realidad; es una operación totalmente asequible: utiliza el satélite, igual que nosotros, poco más o menos.

—En ese caso, debería usted permitirme volver a casa para que pueda hablar con él.

—Podríamos arreglarlo para que conteste desde aquí mismo.

—Seguro que sí, pero a mí no me da la gana de contestar desde aquí. Estoy muy cansada, quiero irme a mi casa y no me apetece nada jugar a los espías con usted.

—No sea injusta, ¿quiere? —replicó Jones sin alzar la voz—; yo tampoco he dormido y estoy haciendo todo lo que puedo por ponerme en su lugar. Ahora, por favor, haga usted algún esfuerzo por ponerse en el mío: tengo la responsabilidad de tomar las decisiones más convenientes en esta situación, que es totalmente inaudita y que afecta gravemente a la seguridad; debo tratar de ponerme en contacto con los visitantes y no quiero cometer ningún error; no cuento con más información que la que usted nos ha proporcionado —mintió— y, para decirlo todo, no estoy seguro de que sea totalmente fidedigna.

—O sea, que no me cree.

—No es eso; sí que la creo, pero tengo la impresión de que no nos lo ha contado todo.

—¿Por qué?

—Veamos, señora Durán: ese ser se cita con usted, le expresa su entusiasmo por su música y le informa de que el mundo va a ser destruido... Bien, pero ¿por qué? ¿Para qué?

Gracia guardó silencio; en realidad, era lo único que había omitido: mi invitación.

Walker Jones tomó nota de aquel silencio y prosiguió:

—¿No le parece extraño? Venir hasta aquí sólo para decirle que vamos a morir sin remedio... No tiene sentido; incluso es cruel...

Gracia no quería mentir, pero se daba perfecta cuenta de que aquel salvoconducto inverosímil que tanto la aterrorizaba a ella podía llegar a constituir una valiosa mercancía, algo por lo que algunas personas matarían llegado el caso, así que continuó callada, notando cómo el silencio se iba llenando de una extraña electricidad.

—Vino a por usted, ¿verdad? —dijo de pronto Jones, y su mirada se incendió—. Es eso, ¿no? —insistió—: fue un encuentro privado... personal...

—No le comprendo —respondió Gracia.

—Si hubiera venido para contactar, para hablar con nosotros, no se habría dirigido a usted; habría elegido otra clase de interlocutor...

Gracia observó fascinada la metamorfosis que se había producido en el rostro de Walker Jones: había auténtica ansiedad, fuego azul, en sus ojos.

—Vino a buscarla, ¿verdad? —repitió Jones y la ferocidad de su mirada se volvió tan insoportable que Gracia tuvo que apartar la vista—. ¡Oh, vamos, por favor!

¡Dígamelo! —gritó.

—¿El qué...? —preguntó ella irritada.

—No tengo tiempo... ¡Necesito saber la verdad ahora mismo!

—Mire, lo siento, pero estoy harta; ya he dicho todo lo que sé y ahora me voy a mi casa —dijo Gracia poniéndose en pie—. Si me llamara de nuevo por teléfono, ¿quiere que... —titubeó un instante— le pregunte alguna cosa en particular?

Walker Jones se levantó a su vez: era la viva estampa de la impotencia y la desesperación, pero no trató de detenerla.

—Dígale que quiero hablar con él... que necesito verle... —musitó—. Acudiré a donde me diga; iré solo, si lo prefiere, en las condiciones que quiera... Sólo tiene que decir dónde y cuándo.

—Muy bien: si puedo, se lo diré en su nombre.

—Ayúdeme a conseguir una entrevista, señora Durán, por favor. Hágalo por su país, por su mundo... —suplicó Jones.

—Usted cree que yo tengo algún tipo de relación con él, ¿verdad? —inquirió Gracia.

Walker Jones se la quedó mirando fijamente, en silencio, y no contestó. Entonces Gracia cayó en la cuenta de que ésa era la razón por la que la habían tratado con respeto después de todo, la razón por la que ahora la dejaban marcharse sin más: se había convertido en una especie de embajadora y por el momento preferían mostrarse diplomáticos con ella. Se hacía evidente que si quería salir de allí en el acto, lo mejor era dejarles con la duda:

—Y dígame, ¿qué clase de relación cree usted que tenemos? ¿Algo físico quizá...?

—continuó burlona—. Pues, mire, le advierto que no es feo en realidad...

Walker Jones encajó la burla y no respondió, aunque conocía de sobras nuestra apariencia: se había pasado la vida entera buscándonos y aún conservaba como un tesoro el secreto recuerdo de un encuentro asombroso que tuvo lugar en el verano de 1958, en algún lugar de la Guayana Venezolana.

En efecto, en la memoria de Walker Jones había algo inexplicable que me dejó muy intrigado; me encontré con ello de sopetón, sin previo aviso, a las cinco en punto de la tarde del primero de marzo, justo en el momento en que él se puso el auricular para escuchar la conversación telefónica que yo sostenía con Gracia.

—Tengo razones para creer que me han intervenido el teléfono —me advirtió ella nada más descolgar.

—Lo sé —le respondí.

—Ha venido un norteamericano... Me ha dicho su nombre, pero no consigo recordarlo... —se lamentó Gracia.

—Se llama Walker Jones —le aclaré.

—¿Le conoces? —me preguntó muy sorprendida.

—Verás, Gracia, el señor Jones es una de las personas que nos están escuchando a través del teléfono, de manera que sí: ahora ya le conozco.

Aunque consiga vivir mil años, nunca podré olvidar ese primer contacto con Walker Jones. ¡Fue tan interesante y dramático...! Los dos hombres que habían venido con él —y que también estaban escuchándonos— le tenían por un jefe impasible y escéptico, duro como una roca de basalto, pero aquella tarde no parecía estar en su papel; temblaba por dentro, igual que si volviera a tener seis años y se hubiera perdido de nuevo en un lugar extraño y desconocido: para ser exactos, allí donde el río Caroní se encuentra con el Orinoco.

Casi cinco décadas después, Walker Jones ya no podía recordar cómo fue que se cayó al agua; sólo sabía que llevaba muchas horas perdido cuando se acercó al río y se cayó. Eso fue todo. No tenía más que seis años pero, hasta cierto punto, comprendió de inmediato la gravedad de la situación y sintió un frío espantoso mientras le arrastraba la violenta corriente del Caroní.

La oscuridad era casi total, salvo por una minúscula porción de luna. Trató de gritar y empezó a tragar agua; con toda seguridad se habría ahogado sin remedio cuando algo le asió por debajo: volvió la cabeza y sólo alcanzó a distinguir el claro de luna en los ojos de una extraña criatura que le pedía, no en español sino en inglés, que se cogiera con fuerza a su cuello y que no se soltara por nada del mundo.

Pegado a su espalda sintió la fortaleza tremenda de aquel cuerpo tratando de alcanzar la orilla a nado y se aferró a él con tal violencia que se le agarrotaron los dedos. Más allá, en el interior de las tinieblas, resonaba cada vez más fuerte el fragor espeluznante del salto de agua de Cachamay.

Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, ya estaban de pie, entre la maleza de la orilla, y el extraño le observaba con el rostro iluminado por un rayo de luna que salía de sus ojos. Acusando el esfuerzo físico, le preguntó, en voz muy baja, si tenía frío; y el pequeño Walker Jones le contestó que no, tiritando de frío y de miedo.

Entonces el extraño, igual que lo habría hecho una mujer, le quitó la ropa mojada, lo depositó sobre su pecho y lo rodeó con sus brazos. Poco a poco la suavidad de aquella rara piel de resplandor metálico fue envolviendo a Walker lo mismo que una manta y después, como por encanto, le inundó una profunda calma y se quedó dormido.

Se despertó al rayar el alba y el extraño seguía allí, en la misma posición, mirándole fijamente.

—Tú eres el ángel de la guarda, ¿verdad? —le preguntó el niño en inglés.

Camila, la vieja criada venezolana que le cuidaba y que durante los últimos meses había tratado de suplir en lo posible la ausencia de su madre, le había hablado un poco del ángel de la guarda; pero el pequeño Walker no se lo imaginaba así, tan grande y extraño.

—Dime, ¿eres el ángel de la guarda? —insistió el niño.

—Sí —respondió el ángel por fin, también en inglés.

—¿Y las alas?

—No tengo.

—¿Por qué?

—Porque soy viejo y se me han caído... Con los años se caen, ¿sabes?

—No... No lo sabía. —En realidad, Walker no sabía nada de los ángeles de la guarda, salvo que vivían en el cielo, junto con sus abuelos paternos, y cuidaban de los niños pequeños—. ¿Y cómo volverás a tu casa si no tienes alas?

—Volveré a pie. Y nadando.

—¿Tú no vives en el cielo?

—No, ya no. Ahora vivo aquí, en la selva, con mis amigos.

—¿Y yo puedo ir también?

—Tú tienes que volver a casa, Walker.

—¿Por qué no puedo ir contigo?

—Porque tu papá se quedaría muy triste si te vas.

—Mi mamá también se fue.

—Ya lo sé, Walker —le contestó el ángel.

—¿Tú sabes si volverá mi mamá? —preguntó de pronto el niño.

—No, pequeño, no lo sé. Y tampoco sé por qué se fue. Pero, mira, ya que ha surgido el tema, hay algo que sí sé.

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