—Entiendo que su punto de vista sea otro —le contesté—, pero lo cierto es que su benefactor se saltó sin contemplaciones todas las instrucciones relativas al trato directo con humanos que, dicho sea de paso, estaba totalmente prohibido. Así pues, también tuvo que ser alguien acostumbrado a ir a su aire, un auténtico
outsider,
por así decirlo; alguien capaz de mentir incluso... Es evidente: tuvo que ser él.
—Concluyo por sus palabras que ustedes no mienten a menudo.
—Nunca, señor Jones. En nuestro mundo es un signo de delirio o demencia. Nadie miente; no tiene sentido mentir. Pero le confieso que no me cuesta nada entender que alguien que conviva con humanos acabe mintiendo copiosamente, por compasión o incluso porque aquí, en el Laboratorio, puede ser más fácil que decir la verdad... Yo, sin ir más lejos, lo he hecho varias veces por omisión en estos últimos días... Lo que me induce a creer que aquel ángel, que mentía con tantísima soltura, se relacionaba a menudo con seres humanos, o sea, que seguramente ya llevaba algún tiempo por aquí; quizá desde 1956 precisamente.
—Se me hace difícil entender que le censure usted por lo que hizo —replicó Walker Jones—; no sólo me salvó la vida, sino que me devolvió la serenidad. Yo no tenía más que seis años y la desaparición de mi madre me había hecho pedazos: sólo él se dio cuenta de la enormidad de mi angustia y trató de ponerle algún remedio.
Verdaderamente fue como un ángel de la guarda para mí. Eso no es mentir...
—Veo que usted también le quiere y lo celebro, señor Jones, pero sí que mintió. Ya sé que desde su punto de vista esa mentira carece de importancia e incluso es digna de aplauso; pero desde la óptica de los que creen que el contacto con los seres humanos es muy contaminante, constituye una especie de corroboración.
—¿Y usted en particular qué opina?
—¿Yo? Pues que toda la hazaña en cuestión tiene el perfil del Maestro, no cabe duda. Él era así: osado, compasivo, indisciplinado también... Y mucho.
—¿En qué consistía su magisterio?
—Bueno, cuando yo entré en relación con él, ya era traductor: traductor de francés, para ser exactos. Pero mucho antes había sido un biólogo insigne, el equivalente de lo que aquí vendría a ser un gran genetista. Hizo enormes hallazgos, absolutamente maravillosos... En verdad era un genio, pero por desgracia en una ocasión cometió un gran error, un error terrible, monstruoso, y nunca pudo perdonárselo. Luego, con el tiempo, abandonó su profesión y se convirtió en traductor. Hay quien dice que el dolor por lo que había hecho acabó trastornándole y que por ese motivo se mató. Por mi parte, yo no creí nunca ni lo uno ni lo otro, así que ya puede usted imaginarse la loca alegría que me ha producido encontrarme de pronto en el Caroní con su ángel de la guarda.
—Sí, me lo imagino; ha tenido que ser toda una impresión... Y dígame: ¿qué clase de error cometió? ¿Qué fue lo que hizo?
—Es una larga historia, señor Jones. Se da la casualidad de que también me disponía a contársela a Gracia Durán cuando nos interrumpió la policía. ¿Qué le parece si esta noche, cuando ya hayan descansado un poco, se pasa usted por casa de la señora Durán y los dos esperan allí mi llamada? Tengo la impresión de que no lo nota a causa de la excitación, pero usted también está muy cansado.
—Sí, es verdad. Hace tres días que no duermo.
—Entonces seguiremos esta noche, por teléfono, a las doce más o menos, si le parece bien.
—Me parece perfecto.
—Antes de despedirme, quisiera pedirle algo.
—Dígame.
—Esta noche, cuando vaya a casa de Gracia Durán, ¿tendrá la bondad de quitar todos los micrófonos que ha instalado?
—Desde luego, no se preocupe.
—Y si es posible, empiece ahora mismo a tomar un relajante muscular: unos 600 mg de metocarbamol, por ejemplo, cada cuatro horas más o menos —sugerí con la mayor naturalidad, como si tal cosa, tratando de que pareciese una petición banal.
—¿Un relajante muscular?
—Sí, eso es. Me irá bien para indagar en su memoria. No lo olvide por favor —le pedí sucintamente.
Aquel modo de ocultar el filo de los hechos, omitiendo aspectos esenciales de la verdad, era incluso peor que mentir: me hacía sentir mal, como si me estuviera aprovechando de su sordera para conducirle, igual que a un ratón, a través de un laberinto de mi invención. Y Walker no se lo merecía: su valor y su inteligencia le ponían muy por encima de todos aquellos esfuerzos por dosificarle la información.
Sin embargo, puesto que no quedaba otro remedio, concluí:
—Entonces, hasta las doce de esta noche, señor Jones. —Y después colgué en seguida, incluso con cierta precipitación, ante todo para no tener que seguir mintiéndole, ni siquiera por omisión.
La noticia de que el Maestro podía seguir vivo y encontrarse aún en el Laboratorio, detuvo en seco las operaciones de evacuación. De pronto, aquel profundo silencio que en los últimos meses se había ido depositando por todas partes como una fina capa de ceniza se transformó en una tremenda polvareda: todo el mundo parecía tener una opinión al respecto; hasta los ingenieros, que habían partido poco antes con las matrices de los invernaderos, aprovecharon las comunicaciones de rutina para hacer insólitas proposiciones de rescate. Y como es natural, tampoco faltaron los que se oponían alegando vivamente que aun en el caso de que el Maestro siguiera allí, con toda seguridad se negaría a ser rescatado.
Pero por encima y por debajo de las interminables discusiones sobre si su sentido de la expiación era más o menos insaciable, y más allá de los fundados temores de que, llegado el caso, por una u otra razón, no hubiera forma de hacerle abandonar el Laboratorio, saltaba a la vista que mi hallazgo había desencadenado cierta euforia: no se trataba sólo de la posibilidad de comprender por fin —y acaso remediar— la oscura desaparición de uno de los espíritus más significativos de nuestra civilización, también era una forma de distraernos un poco de la angustia de tener que dejar el Laboratorio, nuestro maravilloso jardín que, dicho sea de paso, también era el último pedazo de tierra firme que nos quedaba.
Mucho me temo que para un pueblo de botánicos, dedicados desde siempre al comercio de especies vegetales, no disponer de tierra propia suponía una tragedia nada desdeñable; y toda la generosidad de nuestros futuros anfitriones —que en verdad habían hecho grandes esfuerzos para acogernos lo mejor posible— no iba a cambiar el hecho incuestionable de que seríamos sus huéspedes.
En definitiva, era un alivio poder pensar en otra cosa, así que todos nos entregamos a aquel extraño asunto con una completa devoción, máxime porque además no admitía demora.
Lo primero y más esencial —en esto estaba todo el mundo de acuerdo— era confirmar mis suposiciones, para lo cual se contaba con la buena memoria de Walker Jones, aunque, por desgracia, a un poco más de medio siglo de distancia.
Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de encontrar algo examinando su memoria en el propio Laboratorio, pero si a la postre no bastaba, no habría más remedio que llevarle hasta la Base por razones de seguridad para desencriptarlo absolutamente todo.
En cualquier caso, los riesgos para Walker serían mínimos y en su mayor parte debidos a la velocidad del viaje —lamentablemente, no disponíamos de tiempo para trasladarle en una nave, lo que nos obligaba a utilizar los transportes de las plataformas de enlace—. Pero para nosotros, en cambio, aquel procedimiento resultaba bastante peligroso y especialmente indeseable en términos de contaminación intelectual.
En efecto, Walker Jones no era como Gracia, y su vida había sido la propia de un hombre de acción: varias veces había estado a punto de morir y otras —pocas— había tenido que matar; en su juventud, había alcanzado a probar el nauseabundo sabor de la guerra en las junglas de Vietnam; estaba al corriente de la oscuridad del verdadero poder y también de los muchos recovecos de la codicia; conocía el secreto del miedo y del valor en ese momento justo en que confluyen; sabía cuanto hay que saber sobre la larga mano de la policía y el gusto de los hombres por la violencia y, por si todo eso fuera poco, tampoco ignoraba los ominosos placeres de la prostitución masculina.
Sorprendentemente, de entre todas sus faltas, estas últimas en especial eran las que más le pesaban. Durante toda la vida había sufrido lo indecible a causa de aquella particularidad de sus pulsiones —la homosexualidad—, tratando alternativamente de vencerla u ocultarla: de hecho, aquel mismo Walker Jones de valor lindante con el delirio que había saltado completamente solo sobre el Mekong; el mismo que había escapado de Praga con un ciclomotor, haciendo caso omiso de las balas y sin detenerse en el paso fronterizo, también había llorado de miedo e impotencia ante un policía militar que le había descubierto con otro hombre en un hotel de Saigón. Desesperado, se había arrodillado delante de aquel tipo y le había suplicado que no le delatase, sollozando y sabiendo de antemano que luego tendría que pasarse el resto de la vida conviviendo con semejante recuerdo.
No obstante, en términos generales, la culpa de todo esto no había sido sólo suya: Walker amaba profundamente su trabajo; en apariencia, lo había sacrificado todo a aquella pasión helada a la que se entregaba con el fanatismo y la dedicación absoluta que es propia de cualquier sacerdocio. O eso creía él: estaba convencido de que era su trabajo lo que le había impedido llevar una vida plena; sabía a ciencia cierta que, si llegaba a trascender que era homosexual, su posición en la Agencia se volvería insostenible. Por ese motivo se había arrodillado en aquel hotel de Saigón. Y, en efecto, estaba en lo cierto: era así o, cuando menos, así fue durante mucho tiempo. Lo que no era verdad, lo que ya no estaba tan claro en su tragedia personal, era el orden mismo de los efectos y las causas: ¿había tenido que renunciar a una vida afectiva a causa de su trabajo o había elegido amar ese trabajo infame y peligroso precisamente para no tener que afrontar la singularidad de sus deseos...?
Personalmente, yo creo que era tan cierto lo uno como lo otro, y que por esa razón había acabado viviendo en aquella tremenda soledad, sin otra compañía que su maldito trabajo, hasta tal punto que ya no le quedaba nada más.
En mi opinión, era mucho más digno de compasión que de censura. Sin embargo, tampoco se me ocultaba que fundirse con él —entrar en íntima relación con aquel vértigo de sus espantosos recuerdos, sus sentimientos y su dolor— con toda seguridad sería demasiado para cualquiera que no tuviera el hábito de tratar con humanos,
y
también para los que sí lo tenían.
Supongo que por esa razón no me sorprendí gran cosa cuando, poco después de las diez, hora de Barcelona, los representantes de nuestros anfitriones —una especie de oficiales de enlace que habían llegado poco antes para colaborar en el traslado— se negaron rotundamente a permanecer en la Base si admitíamos la presencia de Walker Jones.
Por supuesto no podían, ni querían, impedirnos hacer lo que estimásemos oportuno para obtener alguna información sobre el paradero del Maestro y, hasta cierto punto, comprendían nuestros esfuerzos por localizarle, pero lamentablemente no se sentían autorizados por su gente para pasar por semejante prueba.
Con toda la razón, opinaban que su mundo, que era sumamente delicado y que, por no tener, no tenía ni animales que no fueran invertebrados, no estaba preparado para entrar en contacto con la despiadada realidad de los Servicios Secretos de las sociedades humanas. Esa proximidad les daba un miedo atroz; estaban aterrados pensando que, a causa de aquel encuentro con Walker Jones, pudieran acabar siendo repudiados por los suyos o, alternativamente, obligando a su pueblo a tener que soportar para siempre la exacta fetidez de unos cuantos asesinatos políticos. O sea que creían —y estaban en lo cierto— que el contacto con el mal mancha irremediablemente.
En definitiva: se oponían en redondo a exponer su inocencia —y con ella su tranquilidad y su cordura— a un incierto experimento que podría expulsarlos a todos y para siempre del paraíso de serenidad en el que vivían.
En cierto sentido, era como si se negaran rotundamente a comer del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, y lo que es más: llegado el caso, se mostraban mucho más inclinados a proscribir a los temerarios que a tolerarlos. Y no sólo porque, al aceptar aquella fruta prohibida, habrían transgredido las reglas que todos nos habíamos dado, desafiando con ello a los demás y a sí mismos, sino más bien por la sencilla razón de que manchaban.
Simplemente, no estaban dispuestos de ninguna manera a verse obligados por la fuerza de los hechos a vivir en la contaminación de aquel desafío, motivo por el cual le advertían a todo el mundo, y muy en particular a mí, que se marcharían de la Base para no volver en el mismo momento en que acordásemos recibir a Walker.
Y por último, también se sentían obligados a notificarme que, hasta que se resolviese la cuestión y mientras tanto, no tendrían más remedio que seguir reflexionando sobre la posibilidad de declararme persona non grata en todo caso.
Lo peor, con mucha diferencia, es que tenían toda la razón: por eso se mostraban tan implacables.
Ellos provenían de un mundo frágil, no muy grande, perdido entre apacibles lloviznas y nieblas incesantes. La suya era una sociedad antigua, suspendida en una atmósfera de orden, un poco inmóvil pero sumamente acogedora; allí no había armas, ni policías, ni cárceles; la fatalidad de que alguno de ellos matase deliberadamente a otro era algo que no podía ocurrir y que, de hecho, no había ocurrido nunca: una enormidad desconocida en aquel amigable universo de brumas.
Por ese motivo resultaba más que razonable preguntarse qué consecuencias tendrían las brutales experiencias de Walker Jones en la conciencia de aquellos seres de inmaculada palidez. ¿Qué grave perturbación —o qué cambio devastador— causaría en su perfecta inocencia la obscenidad del crimen y la tortura? ¿Qué efecto les produciría sentir en la garganta el gusto por la muerte, el sabor del odio, la brutalidad del placer, sucio y amargo, de hacer sufrir a los otros? ¿Qué ocurriría cuando comprendieran que después del primer asesinato, o del enésimo, ya no se siente nada, salvo un poco de hambre o de cansancio? Dicho de otra forma: ¿qué nefastas consecuencias no tendría sobre aquel mundo sensible la monstruosa impasibilidad de Walker Jones?