Los neandertales entraron en el campamento lentamente y con recelo, susurrando entre sí con una lengua desconocida y sincopada. Sus ojos veloces quedaban cubiertos por el velo de unas cejas muy pobladas. Eran más bajos que los miembros del clan del Bisonte; tenían brazos muy musculosos, grandes como un garrote, el pelo alborotado y unas barbas sin cortar. Las mujeres, de pecho voluminoso y espalda ancha, devoraban con la mirada a las mujeres del clan del Bisonte, más altas, delgadas y con el pelo plateado.
Tal había ordenado a sus hombres que formaran dos filas, una frente a otra, con las lanzas en alto, y asintió cuando el pueblo de la Sombra, tal y como habían prometido, dejó sus lanzas amontonadas en el suelo.
El jefe del pueblo de la Sombra dio un paso al frente con un bebé en brazos que permanecía en silencio. El hombre lucía un magnífico collar de dientes de oso.
Kek se encargó de traducirlo. «Soy Osa. Este es mi hijo. Sánalo.»
Tal dio unos cuantos pasos hacia delante y pidió que le dejara ver el bebé. Apartó la sábana de piel con la que estaba tapado y vio a un bebé lánguido, sin fuerza, de varios meses de edad y con los ojos cerrados. Su pecho se contraía con cada respiración. Con el permiso del padre, le tocó la piel: estaba caliente y seca como un hueso viejo. Vio que tenía el vientre suelto.
Lo volvió a tapar con la sábana. El jefe se quitó el collar y se lo dio a Tal.
Tal lo aceptó y se lo puso en el cuello.
Intentaría curar al bebé.
A través de Kek, Tal ordenó a los neandertales que se reunieran en la orilla del río y esperaran. Mem y él organizaron a los mejores lanceros para que montaran guardia mientras Tala y él se apresuraban a recolectar las plantas adecuadas. Cuando regresaron, habían llenado un zurrón con dos tipos de corteza, un puñado de hojas redondas y carnosas y las raíces fibrosas de un tubérculo. Cuando Tala llenó un odre con agua del río, Tal dijo que ya estaban listos para empezar.
Como el bebé estaba muy enfermo, Tal decidió llevarlo a la sala más profunda y sagrada para sanarlo. Iba a necesitar de todos los poderes a su disposición. Osa llevó al bebé en sus fuertes brazos y siguió a Tal al interior de la cueva; lo acompañaban tres hombres de su clan, tipos muy toscos que parecían asustados por el hecho de adentrarse en la oscuridad únicamente con la luz de una antorcha. Mem, Tala y uno de los sobrinos de Tal representaban al clan del Bisonte. Kek completaba el grupo. Él era el responsable de tender un puente entre ambos mundos y ambas lenguas.
Los neandertales profirieron un grito cuando vieron las paredes pintadas. Señalaron las pinturas y empezaron a murmurar. Kek les habló en su lengua gutural e intentó calmarlos demostrándoles que podía tocar las imágenes sin problema y sin ningún temor a ser aplastado o mutilado.
Les costó bastante convencer a los miembros del pueblo de la Sombra para que atravesaran a gatas el túnel que conducía a la Sala de las Plantas. Uno de los toscos guerreros insistió en ser el último en entrar en el túnel por temor a que todo fuera una trampa. Apiñados en la bóveda adornada con las manos, murmuraron y parpadearon al ver las manos estarcidas, y alzaron las suyas para inspeccionarlas a la luz del enebro y la grasa que ardía.
Ahí, gran parte del grupo esperó en tensa cortesía, tan separados físicamente como permitía la bóveda. Tal, Mem, Kek, el jefe y uno de sus parientes entraron en la décima sala con el bebé.
Tal entonó uno de los cánticos de sanación de su madre y procedió a preparar el remedio. Utilizando una de sus largas hojas de sílex cortó las hojas carnosas y las raíces fibrosas en trocitos y, cuando acabó, dejó el cuchillo apoyado de punta contra la pared. Echó los pedazos de hojas y raíces en el cuenco de piedra de su madre. A continuación añadió trozos de corteza, que desmenuzó con sus ásperas manos. Finalmente agregó un poco de agua fresca del odre. Removió y aplastó la mezcla con las manos hasta que se convirtió en una masa verde y puso un poco más de agua para que quedara lo bastante líquida para dársela.
A la luz de las lámparas titilantes siguió cantando, sentó al bebé en su regazo y le pidió al padre que le abriera los labios resecos para introducirle una pequeña cantidad de líquido. El bebé tosió y escupió. Tal esperó y le dio un poco más. Luego más. Hasta que el bebé hubo tomado gran parte de la mezcla.
Dejaron al bebé en el suelo, envuelto en su piel de ciervo, y los hombres permanecieron de pie a su lado; dos especies, que compartían una tierra, unidas en el interés común de salvar a un pequeño ser humano.
Tal cantó durante horas.
Tuvieron que traer nuevas antorchas.
A lo largo de la noche fueron informando a los dos clanes, que permanecían apiñados en la cornisa, a ambos lados de la entrada de la cueva, en una paz cautelosa. Tala salía y les contaba a los miembros del clan del Bisonte que el bebé gemía, o vomitaba, o que por fin dormía plácidamente. Uboas le dio tiras de carne seca a su hijo antes de que regresara corriendo junto a su padre.
Cuando empezaron a despuntar los primeros rayos de sol fuera de la cueva, parecía que el bebé se había recuperado. Era capaz de levantar la cabeza por sí solo para beber agua. Tal comunicó que iban a abandonar la cueva porque la curación estaba surtiendo efecto. El padre del bebé mostró su aprobación con un gruñido.
Entonces sucedió la catástrofe.
Se oyó un ruido de tripas y un olor nauseabundo inundó la sala: el bebé había evacuado gran parte de su peso. Acto seguido emitió un suspiro agudo y dejó de moverse.
Los hombres miraron el cuerpo sin vida, aturdidos y en silencio.
El padre del bebé se arrodilló y lo movió, intentando despertarlo. Gritó algo y Kek le respondió chillando también. A juzgar por su tono, Tal dedujo que su hijo intentaba evitar un desastre.
Osa se puso en pie lentamente. Bajo la tenue luz de las lámparas titilantes, sus ojos hundidos eran los objetos más brillantes de la sala. Entonces profirió un grito estremecedor que parecía de otro mundo, una mezcla entre el grito de un hombre y el rugido de un animal, tan atronador y reverberante que dejó paralizados a los demás.
Para ser un hombre pesado, se movía como un león. En un abrir y cerrar de ojos había cogido el cuenco de piedra de Tal con su enorme mano. Ni Tal, ni ninguno de los demás, tuvo tiempo de reaccionar. Vio una imagen borrosa y oscura cuando el brazo del neandertal trazó un arco y le golpeó con el cuenco detrás de la oreja.
De repente una luz refulgente lo iluminó todo, como si el sol hubiera bajado del cielo y se hubiera abierto paso por todas las salas de la cueva hasta llegar a la décima.
Estaba en el suelo, a gatas.
Era consciente de los gritos que se oían a lo lejos, de los sonidos del sílex al atravesar la carne, de grandes alaridos de dolor y guerra.
Oyó caer a varios hombres, el golpe sordo de la muerte.
Levantó la cabeza.
El hombre pájaro se alzaba sobre él, abría el pico de forma orgullosa.
Alzaré el vuelo, pensó. Volaré para siempre.
La cabeza le pesaba demasiado. ¿Qué era eso que había en el suelo? Se esforzó para ver algo a través de la tenue luz y del dolor y la bruma que le enturbiaba el pensamiento.
Era el pequeño bisonte de marfil; se le había caído de la escarcela del cinturón.
Intentó cogerlo mientras concebía sus últimos pensamientos.
Clan del Bisonte.
Uboas.
Tala fue el único que salió de la cueva con vida. Fue él quien mató a Osa al golpearle la cabeza contra la pared. Kek murió a manos de su propio hermano y uno de los neandertales mató a Mem. En el combate cuerpo a cuerpo los hombres se apuñalaron, pisotearon y golpearon hasta formar una masa de cuerpos sangrientos.
Tala tenía un brazo roto, aunque no sabía si era por un golpe que había dado o que había recibido. Salió corriendo al exterior para dar la voz de alarma. Tal había muerto. El pueblo de la Sombra los había atacado. Tenía que haber venganza.
De forma rápida y brutal, los hombres del clan del Bisonte se abalanzaron sobre los neandertales asustados. Como los habían obligado a dejar las lanzas en el campamento, no tardaron en echar a todos los hombres, mujeres y niños por el precipicio.
Se habían hecho llamar el pueblo del Bosque. Ahora ya no existían.
Tala se convirtió en el jefe del clan. Ya habría tiempo más adelante para ceremonias. Acuciados por la crisis, los miembros del clan formaron una fila y empezaron a obedecer sus órdenes. Uboas, con gran estoicismo, no hizo caso de su propia pena y empezó a hacer una tablilla de madera y tendones para el brazo roto de su hijo.
Sacaron fuera a todos los hombres muertos. Salvo a Tal. Tala ordenó a sus hombres que cortaran la mano al bebé muerto, el hijo de Osa, antes de sacarlo de la cueva. Uno de los miembros del clan utilizó el cuchillo de Tal para seccionar los deditos, formó un pequeño montón con ellos y luego dejó apoyada de nuevo la hoja contra la pared, como la había dejado Tal. Con los huesos de los dedos Tala se haría un collar a modo de trofeo, pero con las prisas una de las pequeñas falanges cayó al suelo y nunca llegó a formar parte del collar.
Los miembros del clan del Bisonte lanzaron a todos los neandertales, tanto si estaban vivos como muertos, por el borde del precipicio, a las rocas que había más abajo, para que se unieran a sus hermanos. Los leones, los osos y las águilas iban a darse un buen festín.
En cuanto a los cadáveres de los miembros de su clan, los bajaron con cuidado por los acantilados para enterrarlos en la tierra blanda, junto al río. Esa era su costumbre. El clan esperó a oír la decisión de Tala con respecto a Kek. ¿Formaba parte de su clan o de los Otros?
Era hermano de mi padre, dijo Tala, y uno de los nuestros. Una vez muerto debían tratarlo como miembro del clan del Bisonte.
La decisión de Tala fue bien recibida y todos se mostraron convencidos de que también sabría honrar los restos mortales de su extraordinario jefe. Tala regresó a la cueva. Su intención era sentarse junto a su padre muerto y beber Agua del Cielo; después de eso sabría qué hacer.
Al atardecer el clan terminó de poner su mundo en orden. Subieron a los acantilados una vez más y se reunieron en la entrada de la cueva.
Tala salió, se dirigió a ellos con voz clara y con determinación, agitando el brazo sano para resaltar sus palabras. Había volado con la manada de bisontes y a lo lejos había visto al hombre pájaro, que entraba volando en la cueva y desaparecía.
Ya tenía la respuesta.
Dejarían a Tal en la Sala de las Plantas, en el lugar sagrado que él había creado. Con su cuenco al lado. Con el bisonte de marfil. Con la mejor hoja de sílex. El hombre pájaro le haría compañía. Nadie volvería a entrar en la cueva jamás.
Mientras los demás ancestros moraban en torno a las hogueras en el cielo, el gran Tal viviría eternamente en la cueva que él pintó.
Jueves por la tarde
L
uc aún tenía varias horas libres hasta la cena con Isaak. Estaba tumbado en la cama, con el ordenador abierto sobre la barriga, a punto de quedarse dormido y retirarse a un santuario del olvido. La bandeja de entrada del correo electrónico lo miraba fijamente a la cara. Dudaba si cerrar el portátil y olvidarlo todo durante un rato.
Sin embargo, en lugar de ello abrió el mensaje de Margot.
Tarde o temprano tendría que hacerlo, ¿por qué no ahora? Había que estar a las duras y a las maduras, de modo que decidió echar un vistazo al último período feliz de una vida. El asunto del mensaje tan solo decía: «Fotos de Hugo». Respiró hondo, muy emocionado, y abrió los adjuntos.
Se descargaron varios archivos jpg en una serie de imágenes incrustadas.
Las fue pasando de una en una.
Había varias fotografías de Luc, Sara y Odile paseando por Domme.
Fotografías en la mesa del restaurante: Sara y Luc juntos; Hugo, con una sonrisa de oreja a oreja, abrazando a Odile, y una mano mal disimulada rozándole el pecho.
Luego había una foto en grupo de los cuatro, hecha por el camarero; en la mesa, una selección de los postres de la casa. Casi se oían las risas.
Al final de todo había una foto más.
La miró fijamente. No encajaba, su presencia ahí no tenía sentido.
Hizo clic en el archivo para verlo a pantalla completa.
¿Qué demonios?
Era un óleo sobre una pared amarilla. Un hombre joven, del Renacimiento tal vez, sentado y mirando con recelo al artista. Tenía un rostro largo y afeminado; el pelo le llegaba por debajo de los hombros. Llevaba una especie de boina de terciopelo negro ladeada, una camisa blanca con las mangas ahuecadas y, lo más sorprendente de todo, sobre un hombro un suntuoso abrigo de piel de leopardo.
¿Qué hacía eso en el móvil de Hugo? ¿Había utilizado alguien la cámara después de su muerte? ¿Quién iba a llevar el teléfono móvil de un muerto a un museo y utilizarlo para tomar una fotografía de un cuadro?
¡Un momento! ¡La marca de la fecha y la hora!
La hora en la que fue tomada la fotografía aparecía en la nítida pantalla digital: 23.53.
¿Qué le había dicho el gendarme en el lugar del accidente?
«No llegó al pueblo. Si salió del campamento a las once y media, el accidente no pudo suceder más tarde de las once y cuarenta.»
Luc estaba sentado en el borde de la cama, pasándose la mano por el pelo una y otra vez, como si la electricidad estática fuera a crear más sinapsis en su cerebro.
¡23.53! ¿Trece minutos después de la supuesta hora de su muerte, Hugo toma una fotografía de un óleo?
Entonces recordó otra conversación que asomó en su conciencia con una claridad llamativa, una información que volvía a ser accesible y que su mente debía de haber almacenado para un posible uso futuro.
En la fiesta de bienvenida de la excavación, el presidente del consejo del Périgueux, monsieur Tailifer, dedicó un buen rato a hablar de la historia local.
«Los miembros de la Resistencia atacaron la vía ferroviaria principal, cerca de Ruac, y huyeron con una fortuna, quizá unos doscientos millones de euros en dinero de hoy, y algunos cuadros muy famosos, incluido, según corre el rumor, el
Retrato de un joven
de Rafael, cuyo destinatario era el propio Goering. Parte del botín fue a parar a De Gaulle, en Argel, y estoy seguro de que se hizo un buen uso de él, pero gran parte del dinero y de las obras de arte se esfumaron. Del cuadro de Rafael nunca más se supo.»