No, no podían permitir que tuviera lugar tal conversación.
Guardaban su secreto con gran celo. Fuera de los límites de la abadía de Ruac no los conocía nadie. Con el paso de los años, la abadía había involucionado, se había encerrado en sí misma, se había convertido en una isla. Esa situación se debía, en parte, al giro doctrinal que habían tomado hacia el cistercianismo, en homenaje a las enseñanzas y vínculos filiales con Bernardo, cuya figura era cada vez más influyente. El mundo exterior solo ofrecía tentación y pecado. Bernardo enseñó que una buena comunidad monástica se bastaba con el sudor de la frente de sus miembros para satisfacer las necesidades terrenales y las plegarias celestiales a Cristo y la Virgen María para mantenerlos espiritualmente. Sin embargo los monjes empezaban a perder la buena sintonía con sus hermanos seglares del pueblo de Ruac y por ese motivo debían ocultarse.
Una vez a la semana, en ocasiones dos, preparaban el Té de la Iluminación y se retiraban a la soledad de sus celdas o, si la noche lo permitía, yacían en una cama de helechos bajo su roble favorito. Entonces viajaban a otro lugar, otra época, otro plano, uno que, estaban convencidos de ello, los acercaba más a Dios.
Durante un tiempo, Bartolomé se mostró preocupado por la hostilidad de Bernardo. Aún recordaba nítidamente sus lejanas palabras. «Anoche el Diablo nos infligió un gran mal. ¿Acaso tenéis alguna duda de esto?»
Había alzado un dedo acusador. «¡Maligno! ¡Maligno!»
Bernardo era un hombre sumamente culto, mucho más que él. Junto con Abelardo compartía el honor de ser el hombre más inteligente que Bartolomé había conocido jamás. Los papas acudían a él para que zanjara disputas. Incluso los reyes. Pero en esta cuestión, y Bartolomé había acabado convenciéndose a sí mismo de ello, era él quien tenía razón: Bernardo se había mostrado corto de miras.
En ningún momento el té le había restado un ápice del fervor que sentía hacia Cristo. Tampoco había socavado su determinación de rezar y trabajar para alcanzar la pureza espiritual. De hecho, aumentaba su vitalidad espiritual y física. Se despertaba todas las mañanas con el tañido de las campanas de la capilla, con el corazón henchido de amor y el paso ágil. Y sobrellevaban sus arrebatos coléricos con estoicismo, estando a las duras y a las maduras, intentando no hacerse daño unos a otros.
Jean, el enfermero y herborista, y él predicaron las virtudes del té entre los monjes de la abadía y poco después todos empezaron a utilizarlo como tónico revitalizante y vehículo espiritual. Los monjes no hablaban con franqueza de sus experiencias personales, pero los días que preparaban grandes cantidades de la infusión formaban cola con entusiasmo para tomar su ración. Incluso el abad acudía con su cáliz personal antes de regresar presurosamente a la intimidad de su casa abacial.
A medida que pasaron los años, Bartolomé y los demás monjes se percataron de que algo sucedía en su interior, casi imperceptible al principio, pero ineludible con el paso del tiempo. Sus barbas seguían siendo negras o marrones, sus músculos mantenían la firmeza, su vista no empeoraba. Y en cuanto al delicado asunto de los deseos carnales, a pesar de sus votos de celibato, conservaban la desmesurada potencia de su juventud.
De vez en cuando los monjes de Ruac se veían obligados a comerciar con personas de fuera o se encontraban con algún habitante del pueblo por casualidad mientras paseaban. Fue en este tipo de encuentros cuando se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo. El tiempo exigía cuentas a la gente de fuera, pero no a los monjes.
Fuera del monasterio la gente envejecía. Ellos no.
Era el té, no cabía la menor duda.
La cuestión se convirtió en un secreto que convenía guardar con gran celo. Nada bueno se podía esperar de revelar su práctica a la gente de fuera. Eran tiempos difíciles y las acusaciones de herejía se lanzaban con suma facilidad. Sí, corrían rumores. Siempre los había habido sobre los quehaceres secretos que se llevaban a cabo en el interior de la abadía. Por lo general, las conjeturas que susurraban los aldeanos que vivían cerca de la abadía se convertían en acusaciones de libertinaje y embriaguez, entre otras, y en ocasiones llegaban a la magia negra. Y sí, en Ruac había rumores de monjes que no morían, pero se quedaban en eso, rumores.
De modo que decidieron esconderse, y cuando no les quedaba más remedio que salir fuera, como en la ocasión en que algunos de ellos se vieron obligados a viajar hasta el priorato de Saint-Marcel para velar a Pedro Abelardo, intentaban mantener la cara oculta en todo momento. En su lecho de muerte, Bartolomé se vio obligado a revelar su secreto a su hermano Bernardo debido a la devoción y el respeto que sentía por él.
Bernardo se enfureció de nuevo, y en privado clamó contra el té y su afrenta inherente a las leyes de la naturaleza. Pero, por el bien de sus hermanos, juró que se llevaría el secreto a la tumba siempre y cuando Bartolomé y Nivardo convinieran en no volver a verlo jamás.
Y a pesar de lo doloroso que era, todos aceptaron el acuerdo. Fue la última vez que Bartolomé vio a Bernardo con vida.
Nivardo, el más joven de los seis hermanos de Fontaines, siguió un camino muy tortuoso para llegar a Ruac y unirse a Bartolomé. Podría haber elegido entre dos caminos familiares: el sacerdocio o la espada. Al principio no escogió ninguno de los dos.
Dos hermanos, Gerardo y Guido, habían luchado por el rey. Los otros, Bernardo, Bartolomé y Andrés, habían tomado el hábito. Andrés murió joven, fulminado por la viruela durante el primer invierno riguroso en la abadía de Claraval. Gerardo y Guido abandonaron el ejército del rey y se fueron a Claraval cuando se creó. Tomaron el hábito, pero su espíritu guerrero nunca los abandonó. De modo que a nadie le extrañó que tras el Concilio de Troyes de 1128 se convirtieran en caballeros de la Iglesia. Y cuando empezó la Segunda Cruzada se pusieron la capa blanca con la cruz roja y se unieron a los templarios en el funesto asalto de Damasco. Allí cayeron bajo el enjambre mortal de los arqueros de Nur ad-Din, y desaparecieron engullidos por una marea de sangre.
De joven Nivardo era un hombre pío y albergaba la esperanza de seguir a su famoso hermano Bernardo a Claraval, pero eso fue antes de conocer a una mujer de Fontaines. Anne era plebeya e hija de un carnicero. El padre de Nivardo enfureció, pero el joven estaba tan prendado de la hermosa y alegre chica que cuando no se hallaba con ella no podía comer, dormir ni rezar seriamente. Al final abandonó las nobles tradiciones de su familia y se casó con ella. Tras verse obligado a renunciar a la munificencia de su padre, se convirtió en un modesto mercader y empezó a trabajar de aprendiz con su suegro en una carnicería llena de despojos, cerca del mercado.
La felicidad tan solo duró tres años, hasta que la peste llegó a Fontaines y Nivardo perdió a su mujer y a su hijo. Se convirtió entonces en un vagabundo, en un bebedor y en un carnicero ambulante, y se hallaba sumido en una bruma impía en Ruan cuando, en 1120, en una taberna que apestaba a orín, oyó que estaban buscando a un carnicero para un velero nuevo. Se llamaba el
Barco blanco
y era la nave más grande construida jamás en Francia. Se consideraba tan fiable y poderosa que en una apacible noche de noviembre zarpó de Barfleur con un cargamento valiosísimo. A bordo iba Guillermo Adelin, el único hijo legítimo del rey Enrique I de Inglaterra, y con él un gran séquito de la realeza británica.
Se cometieron errores de navegación, ¿o fue un sabotaje? Nunca se supo. Cerca del puerto, el barco viró hacia un escollo que atravesó el casco. La nave se hundió rápidamente. Nivardo se encontraba en la bodega, recluido entre cajas de vino para soportar su primer viaje; iba vestido con las pieles de carnero típicas de los carniceros. Oyó el crujido de la madera, los gritos de la tripulación, el murmullo del agua y lo siguiente que supo fue que el barco había desaparecido y que estaba solo en el mar oscuro flotando con sus pieles de carnero. A la mañana siguiente un barco pesquero lo rescató: fue el único superviviente. Hubo cien muertos. El heredero al trono de Inglaterra había fallecido.
¿Por qué se había salvado él?
La pregunta desconcertó a Nivardo, lo acosaba, le hizo dejar la bebida y lo condujo de nuevo hacia Dios. El bochorno que sentía por sus pecados de juventud le impidió ir a llamar a la puerta de Bernardo en Claraval. ¿Cómo iba a explicarle a un hombre tan recto la vida que había llevado y las decisiones que había tomado? No podía. En lugar de eso se dirigió hacia el clima más benigno de Ruac, donde Bartolomé lo recibió con los brazos abiertos.
—¡Eres mi hermano, de sangre y ante Cristo! —exclamó—. ¡Además, siempre es útil contar con un monje que sepa cómo se mata un cerdo!
Pasaron los años. Nivardo se convirtió en un devoto consumidor del té y se unió al grupo de monjes que aspiraban a burlar el tiempo.
Los monjes de Ruac entendieron que aunque la infusión podía tener muchos efectos positivos, no era un escudo que les proporcionara la invencibilidad. No era una protección contra los azotes de la vida diaria: la peste blanca (bastaba con ver lo que le había sucedido al pobre Abelardo), la peste negra o la viruela. Tampoco impedía que se rompieran un hueso o que murieran aplastados. Jean, el enfermero, se cayó un día de su mula y se desnucó. El hecho se convirtió en un pequeño escándalo ya que también se vio implicada una mujer.
Sin embargo, a pesar de las retorcidas artimañas del Diablo, la mayoría de los hermanos vivían y vivían y vivían.
Fue una gran ironía que uno de los actos más famosos de Bernardo, el que habría de ser recordado a lo largo de la historia, fuera el causante de la muerte de Bartolomé y Nivardo.
En 1118 Hugo de Payen, un noble menor de la Champaña, llegó a Jerusalén con un pequeño grupo de hombres y ofreció sus servicios al trono de Balduino II. Con la bendición del rey, pasó una década protegiendo a los peregrinos cristianos durante sus visitas a la Explanada de las Mezquitas. Entonces, en 1128, De Payen escribió a Bernardo, el hombre más influyente de la Iglesia, la estrella más radiante del monacato, para que auspiciara su campaña de crear una orden de caballeros sagrados que lucharan por Jerusalén y por la Cristiandad.
Bernardo aceptó la propuesta de buena gana y redactó un tratado que envió a Roma,
De Laudibus Novae Militiae
, una defensa acérrima del concepto de guerreros sagrados. En el concilio eclesiástico de Troyes, celebrado en la Champaña, Bernardo logró la aprobación y el papa Inocencio II aceptó formalmente la creación de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón.
Así nacieron los templarios.
Algunos de los primeros caballeros que se unieron a Hugo de Payens eran parientes consanguíneos de Bernardo, incluido André de Montbard, su tío materno, y sus hermanos Gerardo y Guido. Un grupo de nobles de la Champaña también tomó el juramento. Y, desde un primer momento, los templarios veneraron a Bernardo y su afecto por él fue inquebrantable, hasta el fatídico año de 1307.
Gracias al generoso auspicio de Bernardo los templarios recibieron ayudas de la nobleza, que deseaba contribuir a su misión sagrada: dinero, tierras e hijos nobles. Podían cruzar cualquier frontera con absoluta libertad. No pagaban impuestos. No debían rendir cuentas ante ninguna autoridad, salvo al Papa.
A pesar de que no lograron obtener ninguna victoria importante en vida de Bernardo, y de hecho sufrieron una derrota ignominiosa en Damasco durante la Segunda Cruzada, en los años posteriores resurgieron como milicia. En 1177 obtuvieron una victoria gloriosa cuando quinientos templarios ayudaron a derrotar el ejército de Saladino, formado por veinte mil hombres, en la batalla de Montgisard. Uno de estos caballeros fue Nivardo de Fontaines, monje de Ruac y un hombre con quien podían contar sus compañeros para sacrificar una cabra o un camello.
Su reputación se fue consolidando y a lo largo del siglo aumentó su fortuna. Gracias a una ingeniosa mezcla de donativos y negocios, el poder de los templarios creció de forma imparable. Adquirieron grandes extensiones de tierra en Oriente Próximo y Europa, importaron y exportaron bienes por toda la Cristiandad, construyeron iglesias y castillos, y llegaron a ser propietarios de su propia flota naval.
Entonces sucedió lo inevitable: porque todo lo que sube, debe bajar tarde o temprano.
Los templarios, que aún se hallaban al margen del control de los países y otros gobernantes, se habían convertido en un estado dentro de un estado, y eran objeto del temor y el desprecio de la gente de fuera. Cuando un animal está herido, los demás depredadores acechan. Con el paso de los años, los templarios resultaron heridos. Sufrieron reveses militares en Tierra Santa. Perdieron Jerusalén. Se retiraron a Chipre, su último bastión en Oriente Próximo. Luego perdieron Chipre. Su prestigio se desvaneció y los amos de la tierra, poderosos enemigos, se prepararon para la matanza.
Felipe el Hermoso, rey de Francia, albergaba un hondo resentimiento hacia la orden desde que habían rechazado su petición para unirse a ella cuando era joven. También acumulaba grandes deudas con la orden que no tenía intención de devolver. El rey se abalanzó sobre los templarios.
La Iglesia no estaba de acuerdo con el credo templario que les permitía rezar directamente a Dios sin necesidad de que la Iglesia actuara como intermediaria. El Papa se abalanzó sobre los templarios.
El rey Felipe y el papa Clemente aunaron esfuerzos y acusaron a los templarios de todo tipo de crímenes execrables: de negar a Cristo, de asesinatos rituales, incluso de adorar un ídolo, una cabeza con barba llamada Baphomet. Se emitieron las órdenes pertinentes y los soldados se prepararon.
La trampa se cerró.
En el año 1307, en el mes de octubre, los hombres del rey asestaron un golpe demoledor y coordinado. Era viernes 13, una fecha que habría de albergar para siempre malos presagios.
En París, el gran maestre de la orden del Temple, Jacques de Molay, y sesenta de sus caballeros fueron encarcelados. En toda Francia y Europa se arrestó a miles de templarios y sus acólitos. Después de apresarlos tuvo lugar una orgía de torturas y confesiones forzadas. ¿Dónde se escondía su inmenso tesoro? ¿Dónde se encontraba su flota de barcos que antiguamente estaba amarrada en La Rochelle?
En Ruac, la acción se desarrolló a mediodía, en el momento en que los monjes salían de la iglesia tras acudir al oficio de sexta. Un contingente de soldados, encabezado por un capitán bajito y pugnaz que tenía un aliento asqueroso y se llamaba Guyard de Charney, irrumpió a través de las puertas y rodeó a los hermanos.