A los dieciocho años, justo antes de que se celebrase su iniciación, Odile escapó a París, a vivir, a ser libre. Tenía la fuerte impresión de que, una vez iniciada, la libertad le sería tan inaprensible como una mariposa revoloteando por los acantilados. Su padre, Bonnet, y el mejor amigo de este, Edmond Pelay, el médico del pueblo, fueron a buscarla, pero la ciudad era demasiado grande y no tenían pistas firmes. Además, se avecinaban problemas y tuvieron que tragarse su inquietud acerca de la lengua larga de Odile y regresar a Ruac para enfrentarse a la tormenta.
Nadie sabía dónde saltaría la chispa exactamente, pero Europa entera era un polvorín, con alianzas cambiantes, expropiaciones de tierras, ira y desconfianza en ebullición. Resultó que, el 28 de junio de 1914, Gavrilo Princip, un estudiante serbobosnio, asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo. Si eso no hubiera desatado la guerra, habría sido otra cosa. Había una triste inevitabilidad en ello.
Odile frecuentaba un grupo bohemio de artistas y escritores en Montmartre y, cuando los jóvenes de su círculo partieron a la guerra, se mudó al mugriento estudio de un pintor mayor, con una pierna mal y un alcoholismo aún peor, que se ganaba el sustento de manera irregular conduciendo un taxi. Era una época de peligro y aprensión. Los alemanes estaban en plena ofensiva y tenían la mira puesta en París. Aun así, para una chica de campo de un pueblo remoto del Périgord, el caos urbano resultaba excitante y bebía la agitación como si se tratase de vino.
Hacia finales de agosto de 1914, el ejército francés y la Fuerza Expedicionaria Británica se habían visto obligados a retroceder al río Marne, a las afueras de París. Los dos principales ejércitos alemanes que acababan de despacharse Bélgica avanzaban hacia la capital.
El 6 de septiembre, los alemanes estaban a punto de penetrar en las filas sitiadas del Sexto Ejército Francés. La noticia de que se necesitaban refuerzos en el Marne llegó a las guarniciones de París. La Séptima División estaba preparada, pero todos los vehículos de transporte militar habían sido movilizados y el sistema ferroviario se veía obstruido hasta el punto de quedar paralizado. Entonces el gobernador militar de París declaró proféticamente: «¿Por qué no utilizar taxis?».
Sus palabras llegaron a las filas de taxis de París y en unas horas se formó un convoy en la Esplanade des Invalides. Odile escuchó el llamamiento. En ese momento su novio estaba de juerga, como una cuba. Ella se puso en acción; ¡al demonio con él! Los alemanes se estaban acercando y Odile sabía conducir…, eso era lo que había aprendido de su miserable
beau
. El taxi Renault rojo con sus llantas amarillas, uno de los especímenes más destartalados de las calles de París, estaba listo, de modo que saltó al volante y se unió al convoy.
Puede que fuese la única conductora aquel día o puede que no; le gustaba pensar que era un ejército de una. La columna de taxis desocupados hizo su entrada en Dammartin, donde al anochecer, en una vía muerta, se reunieron con los refuerzos de infantería, que subieron de cinco en cinco en cada taxi y salieron a la oscuridad sin encender los faros.
Los muchachos que cogieron el taxi de Odile rieron y expresaron su buena suerte durante todo el trayecto hasta el frente. Ella les dio un beso de despedida a todos, a uno le dejó que le estrujase el pecho, y se volvía para hacer otro viaje cuando se produjo una lluvia de obuses alemanes.
Hubo fogonazos y estruendos ensordecedores. Un rocío de suciedad húmeda cubrió el taxi, su ropa y su cabello de una sustancia sucia y pegajosa. Bajó la mirada. Había una mano sangrienta en su regazo y cuando la recogió fue como si sostuviera la mano cálida de un chico en una cita. La arrojó al suelo, rezó por que no perteneciera a ninguno de los muchachos a los que acababa de dejar y se dirigió a París para una segunda carrera.
Esa noche los taxis del Marne trasladaron a cuatro mil refuerzos, que cambiaron el curso de la batalla y salvaron París y, por lo que sabían, Francia.
Odile quería que Luc lo supiera.
Tras esa noche, Odile pasó semanas en el frente ayudando a las enfermeras, haciendo todo lo que podía por los chicos heridos. Se quedó hasta que algún tipo de fiebre casi la mata. Exhausta y horrorizada por las calamidades de la guerra, volvió renqueante a Ruac y dejó que su madre la arropara en su antigua cama, donde, bajo las suaves mantas, sollozó por primera vez en años.
Su padre fue a hablar con ella cuando le aseguraron que no se vendría abajo. Las emociones femeninas no eran lo suyo. Solo le formuló dos bruscas preguntas:
—¿Estás lista para unirte a nosotros ahora? ¿Estás preparada para la iniciación?
Odile había visto suficiente mundo exterior para toda una vida. Ruac quedaba lejos de la locura de las trincheras.
—Estoy lista —respondió.
La guerra no tardó en volver.
En esta ocasión los alemanes tuvieron más éxito como invasores y, puesto que ocuparon toda Francia, los habitantes de Ruac no pudieron evitarlos. Bonnet había pasado a ser el alcalde. Su padre, y predecesor, había fallecido cuando comenzaba la Segunda Guerra Mundial.
El nuevo alcalde redactó el certificado de defunción de su padre con la gruesa pluma del anciano, falseando la fecha de nacimiento, igual que lo había hecho él durante generaciones. Y, como era de esperar, su padre fue enterrado en el cementerio del pueblo, que sorprendentemente albergaba pocas lápidas teniendo en cuenta su antigüedad.
Además, siguiendo la costumbre, las lápidas solo reflejaban el nombre de los fallecidos. No había fechas de nacimiento ni muerte cinceladas, y dado que el cementerio se hallaba en un rincón alejado, al que se accedía a través de una finca privada, nadie pareció notar su singularidad.
El pueblo de Ruac formó su propio grupo de maquis, que se hallaba bajo el paraguas de la Resistencia, aunque sin excesivo control. El personal de De Gaulle en Argel trataba de inyectar algún orden en la campaña, de modo que asignó el nombre en código de Escuadrón 70 a la banda de Bonnet y les transmitía mensajes codificados de vez en cuando. En plena noche se encontraban en su guarida subterránea, donde el alcalde presidía las reuniones y el doctor Pelay actuaba como su segundo. Bonnet siempre repetía: «Estas son nuestras prioridades: primero Ruac, segundo Ruac y tercero Ruac». Y siempre había alguien que provocaba una carcajada al concluir: «Y cuarto Francia».
La experiencia de Odile en la guerra anterior le había resultado muy útil con el maquis, y, a regañadientes, su padre le permitió participar en algunas incursiones junto a su hermano, Jacques. Ambos estaban sanos y eran fuertes, rápidos y atléticos. Y si Bonnet no hubiera dado su permiso, Odile habría huido y se habría unido a otra banda de maquis de todos modos.
Bonnet y el doctor Pelay formaban una buena pareja. Bonnet era parco en palabras, pero decidido. Pelay era más hablador, y la gente del pueblo sabía que les comería la oreja cuando fueran a su consulta. Sus maquis pronto se ganaron fama de eficientes y absolutamente despiadados. Se decía que se enfrentaban a los alemanes con una ferocidad y una crueldad casi sobrehumanas. Aseguraban que el Escuadrón 70 convertía a sus víctimas nazis en pedazos irreconocibles de carne sanguinolenta, y para la División SS Panzer Das Reich, que tenía encomendada la tarea de reprimir las rebeliones en la Dordoña, era el grupo de maquis más temible.
En una de sus correrías más señaladas, a Bonnet se le metió en la cabeza que su banda se encargaría de tomar represalias por una matanza de civiles franceses en el pueblo cercano de Saint-Julian. Una unidad Panzer había rodeado la villa en busca de maquis que se sospechaba se escondían en los bosques de los alrededores. Reunieron a todos los hombres del pueblo en el patio de la escuela local. Exigían información acerca de los colaboracionistas. Al no recibirla, los nazis ejecutaron a los diecisiete hombres con un tiro en la nuca, incluido un chico de catorce años que sostenía la mano de su padre.
Dos semanas más tarde, un grupo de ochenta y dos alemanes fueron capturados por el maquis cincuenta kilómetros al oeste de Bergérac y transportados en masa a las barracas militares de Davoust, en Bergérac, feudo de la Resistencia.
Un domingo, Bonnet y Pelay entraron en los barracones y, bajo falsos pretextos, sacaron a diecisiete prisioneros alemanes de sus celdas. Se vieron hacinados en camiones conducidos por hombres de Ruac, quienes, en el trayecto de Bergérac a Saint-Julian, gruñeron y torturaron verbalmente a sus prisioneros con lo que iba a ocurrirles.
Para cuando los congregaron en el mismo patio de colegio en el que los civiles habían sido asesinados, los prisioneros ya conocían su destino y se orinaban de pánico. La presencia de Odile, una mujer hermosa, no contribuyó a subirles los ánimos, pues, al igual que los hombres, blandía un hacha de mango largo. Bonnet se dirigió personalmente a los condenados, les recriminó furioso sus crímenes y les dijo que iban a sufrir antes de morir.
Y en un verdadero baño de sangre, en el que las hachas empezaron por cercenar brazos y piernas, los diecisiete hombres fueron ejecutados sumariamente.
Con el tiempo llegó a oídos de Bonnet que el Escuadrón 70 había atraído la atención del líder del Ejército Francés Libre y del mismo general De Gaulle. Deseaba una audiencia personal. Bonnet odiaba viajar. Envió al doctor Pelay a Argel, y el hombre pasó un tiempo embriagado por los agasajos de los copresidentes del Comité Francés de Liberación Nacional, los generales De Gaulle y Henri Giraud, que alabaron el trabajo del escuadrón de Ruac, el más fiero del maquis en Francia.
Pelay regresó con una medalla; Odile consideraba que debía estar en posesión de su padre, pero Pelay la lució con orgullo en la chaqueta todos los días de su vida.
En julio de 1944, Bonnet y Pelay desaparecieron durante una semana para ponerse en contacto con un grupo de mandos del maquis en Lyon, y cuando regresaron informaron a la banda de una acción planeada para la noche del 26 de julio. Si todo salía bien, matarían a un montón de alemanes y podrían ganar un montón de dinero.
Primero Bonnet les contó cuál se suponía que era su papel en el ataque.
Luego les explicó qué harían en realidad.
Odile y la banda de Ruac se escondieron en los bosques junto a las vías del tren. Odile aún recordaba el martilleo en su pecho cuando el tren se acercaba. Era temprano, aún había luz. Tanto ella como los demás habrían preferido guarecerse en la oscuridad, pero no tenían ningún control sobre los horarios de tren nazis.
Más adelante habían colocado sesenta kilos de picrato bajo un acueducto. El escuadrón de Ruac contaba con una ametralladora y dos rifles automáticos. Todos los demás, incluida Odile, tenían pistolas. La suya era una Vis polaca, una pistola de 9 milímetros que se encasquillaba con frecuencia. Su padre y su hermano llevaban granadas.
La locomotora, en su trayecto desde Lyon hasta Burdeos, pasó por su posición y Odile comenzó a contar vagones de carga. Llegó a cinco cuando la explosión destrozó la locomotora. El tren se detuvo de forma macabra, con los vagones combándose unos contra otros. Una puerta corredera se abrió al frente de su posición y tres soldados alemanes, aturdidos, magullados y conmocionados por el impacto, la miraron fijamente a los ojos. Odile empezó a vaciar la recámara disparando contra ellos a no más de diez pasos de distancia. Veía cómo las balas daban en el blanco y sentía un estremecimiento de excitación cada vez que la sangre salpicaba en una de las heridas de salida.
—Buen trabajo —le oyó decir a su padre.
El escuadrón de Ruac se aseguró los últimos dos vagones mientras otras bandas asaltaban los delanteros. El plan consistía en trasladar su contenido a camiones pesados que aguardaban en un área de descanso y transportarlo al cuartel general de la Resistencia en Lyon.
Bonnet tenía otra idea en mente. Los vagones de Ruac estaban llenos de billetes, lingotes de oro y una caja plana con una inscripción provocadora: ENTREGAR AL REICHSMARSCHALL GOERING.
Él y Pelay lanzaron granadas por lo alto hacia los bosques para dar la impresión de que se había desatado una batalla campal en la retaguardia. En medio de la confusión, todas las cajas y cajones manchados de sangre de esos dos coches se trasladaron hasta las camionetas que conducían los maquis de Ruac.
En menos de media hora todo el botín se encontraba en Ruac, y el liderazgo de la Resistencia ni siquiera se había enterado.
En la cámara subterránea, Bonnet desbloqueó la caja con una palanca y la abrió. Dentro había un cuadro. Un hombre joven y hermoso de tez pálida envuelto en pieles.
—El culo gordo de Goering quería esto —anunció Bonnet extendiendo los brazos para que los aldeanos lo vieran—. Probablemente vale mucho. Toma, Odile, esto es para ti, un chico guapo para que lo mires. Esta noche te lo has ganado.
El retrato le encantó al instante. No le importaba si era valioso o no. El joven del cuadro ahora le pertenecía. Lo colgaría en la pared encima de la mesa de la cocina, para desayunar, comer y cenar con él.
Sí, era un chico guapo.
A la luz de las bombillas desnudas, contaron el efectivo y apilaron los lingotes de oro hasta entrada la noche. Embriagados por la victoria y la bebida, escucharon el recuento final de Bonnet, que concluyó con la siguiente proclamación:
—Aquí hay lo suficiente para mantenernos a todos de por vida. —Alzó su vaso—. Amigos y familiares, ¡por una larga vida!
Era más de la una de la madrugada. A pesar de que el día había sido interminable, Luc no estaba cansado. Adormecido, pero no cansado. La mujer a la que estaba mirando tenía ciento dieciséis años. Pero su aspecto era ágil y sensual, con el atractivo de quien ronda los cuarenta.
—Desde la guerra hemos vivido pacíficamente —dijo ella—. No molestamos a nadie y nadie nos molesta a nosotros. Queremos vivir nuestras vidas. Eso es todo. Pero entonces llegaste tú y todo cambió.
—Así que ¿es culpa mía? —preguntó con aire incrédulo—. ¿Estás diciendo que tengo las manos manchadas con la sangre de la gente a la que habéis matado?
Se oyeron pasos pesados procedentes de la cocina. Luc se volvió rápidamente. El corpachón de Bonnet llenaba el umbral. Llevaba tiempo sin afeitarse y la barba le blanqueaba el rostro.
—¡Tenemos derecho a protegernos! —le espetó—. Tenemos derecho a ser libres. Tenemos derecho a que se nos deje tranquilos. No permitiré que nos examinen, nos toqueteen y nos traten como a animales en un zoo. Todo eso es lo que ocurrirá si sigues con esa maldita cueva.