Luc había adoptado una actitud educada y caballerosa y se había limitado a hablar con Sara en un tono neutral sobre los restos de la arquitectura original del siglo XIII de la cuidad. Más tarde, cuando Hugo arrinconó a su amigo con la intención de mencionarle los moratones de Odile, Luc se encogió de hombros y le dijo que no era asunto suyo.
Disfrutaron de una cena abundante y Hugo se gastó una fortuna en vino del caro. Ninguno se cohibió con el vino salvo Luc, que aceptó de buena gana el papel de conductor y la disciplina que exigía. A fin de cuentas, hasta que terminara la excavación al cabo de una semana, era el jefe de Sara, y los jefes tenían cierta responsabilidad en cuanto a su comportamiento.
Hugo no estaba sujeto a ninguna de esas obligaciones. Odile y él se sentaron juntos, vieron la puesta de sol desde la mesa con vistas al valle. Se devoraban con la mirada el uno al otro, hacían bromas insinuantes y se acariciaban el brazo cuando reían. Sara se unió a aquel derroche de alegría en la medida de lo posible, pero Luc percibía la existencia de una barrera invisible, de un campo de energía negativo que él mismo había creado.
Hugo estaba contando un chiste malo que Luc ya le había oído contar varias veces, cuando un disparate se apoderó de su mente: si pudiera viajar en el tiempo una única vez, ¿adónde iría? ¿A la noche con Sara en Les Eyzies de dos años antes o al Ruac de treinta mil años atrás? La decisión se vio interrumpida por la llegada de los entrantes.
Odile no parecía ser el tipo de mujer al que le gusta hablar de sí misma, pero se compenetraba a la perfección con un hombre como Hugo, a quien le encantaba ser el centro de todas las anécdotas e historias. Ella se reía de sus bromas y le hacía preguntas para que siguiera hablando. Hugo estaba disfrutando a lo grande y quería un recuerdo de la noche, así que le pasó el teléfono móvil a Sara para que le sacara fotos haciendo muecas con su cita.
Hasta que Hugo no dejó de hablar para comer la ternera, Sara no pudo preguntarle nada a Odile.
—Bueno, siento curiosidad. ¿Cómo es la vida en un pueblo pequeño?
Odile frunció los labios en un gesto que daba a entender «Es lo que es», y dijo:
—No conozco otra vida. He estado en París, de modo que sé cómo es la vida ahí fuera, pero no tengo pasaporte, por ejemplo. Vivo en una casa a tres puertas de la casa en la que nací, que estaba encima del café de mi padre. Crezco en Ruac como una de vuestras plantas. Si me arrancas de raíz, seguramente me moriré.
Hugo tragó un bocado de carne justo a tiempo de terciar:
—Quizá necesites un poco de fertilizante.
Odile se rió y le acarició el brazo de nuevo.
—Ya hay suficiente estiércol en Ruac. Tal vez un poco de agua y luz del sol.
—Debe de ser difícil conocer a gente en un pueblo pequeño —comentó Sara.
Odile movió los dedos de la mano izquierda.
—Mira, no llevo anillo. Tienes razón. Por eso quería trabajar con vosotros. ¡No para casarme, sino para conocer a gente!
—¿Cuál es la primera impresión que te has llevado de momento? —preguntó Luc.
—¡Sois todos muy inteligentes! Es un entorno muy estimulante.
—Para mí también —dijo Hugo, que le llenó la copa con una sonrisa al límite de la lascivia.
En el camino de vuelta, Sara permaneció en silencio, pero los dos ocupantes achispados del asiento trasero no pararon de hablar. Por el espejo retrovisor Luc vio un beso por ahí, un magreo por aquí. Cuando estaban a punto de llegar a la abadía oyó que Hugo le susurró a Odile que lo acompañara.
—No —respondió ella también con un susurro.
—¿Y mañana?
—¡No!
—¿Por qué? ¿Es que vives con alguien?
—No.
—Va, venga.
—Estoy chapada a la antigua. Quiero que salgamos más veces.
Hugo se sentó en la cama mirando a Luc, que se quedó en calzoncillos y se cepilló los dientes.
Hugo no se desvistió.
—¿No piensas dormir? —preguntó Luc.
—Tengo que verla —se quejó Hugo.
—¡Por el amor de Dios!
—¿Has visto qué piernas tiene?
—Es como un regreso a la universidad. Siempre hacías lo mismo.
—Y tú también.
—Pero he madurado.
—¿De verdad?
Hugo se puso en pie y empezó a buscar las llaves del coche.
—Has bebido mucho —le advirtió Luc.
—Estoy bien. Iré despacito y con la ventanilla bajada. El aire fresco es mi amigo. ¿Tú eres mi amigo? —preguntó, aunque arrastraba tanto las palabras al hablar que aquello no hizo sino acrecentar la preocupación de Luc.
—Sí, Hugo, soy tu amigo. Yo te llevo.
—No, créeme, estoy bien. Tú tienes que dirigir la excavación.
Discutieron un rato más hasta que Luc se rindió y dijo:
—Ve con cuidado.
—Te lo prometo. No me esperes despierto.
Cuando Hugo llegó al pueblo estaba lo bastante sobrio como para dudar de su propia cordura. Lo único que sabía era que Odile vivía «tres puertas más allá» del café. Pero ¿hacia qué lado o en qué acera?
Si aquello iba a convertirse en un ejercicio de azar consistente en ir llamando a las puertas, las probabilidades de quedar como un tonto eran muy altas. Siento despertarla, señora, ¿sabe dónde vive la hija del alcalde? He venido a tirármela.
La calle principal estaba vacía, no se veía ni un alma, lo cual no resultaba sorprendente ya que era casi medianoche. Avanzó lentamente hacia el café contando las puertas. Tres puertas más allá en la misma acera, la casa estaba a oscuras. Había una motocicleta grande junto a la puerta. Podía tachar esa, pensó. Seguramente.
Contó tres puertas más hacia el otro lado del café. La casa tenía las luces encendidas en ambos pisos. Se detuvo para observarla con mayor detenimiento. ¿Qué era lo que había dicho Odile sobre un huerto? Había realizado un comentario al respecto en el punto culminante de su embriaguez, antes de los postres. ¿Y qué tipo de huerto? ¿De manzanos, cerezos, perales? ¿Cómo iba a saberlo en esa época del año en la que no había fruta? Con sus habilidades de urbanita a duras penas era capaz de diferenciar un arbusto de un árbol. Aparcó a un lado y se deslizó por un lateral de la casa para poder echar un vistazo al jardín trasero. La luna le echó una mano. Había luna llena y le proporcionó suficiente luz para ver al menos una docena de árboles dispuestos en hileras.
Sin duda parecía un huerto de árboles frutales, lo que le dio esperanza.
La puerta era azul y la casa de arenisca amarillenta. Llamó a la puerta con suavidad y esperó.
A continuación llamó con más fuerza.
Las cortinas de las ventanas de la planta baja estaban corridas. Sin embargo, una de las cortinas que había en la sala de estar estaba ligeramente entreabierta, lo que le permitió ver el interior y comprobar que no había rastro de ella ni de nadie.
Retrocedió unos pasos para ver la ventana del dormitorio del piso de arriba. Las cortinas estaban iluminadas. Cogió unas cuantas piedrecitas del arriate y las tiró contra la ventana como un adolescente que intentara no despertar a los padres.
De nuevo, nada.
Lo racional habría sido volver al coche e irse; ni tan siquiera estaba seguro de que hubiera acertado con la casa. Pero un arrebato de temeridad parisina se apoderó de él y lo arrastró hacia la puerta. Probó suerte con el pomo.
Giró por completo y la puerta se abrió.
—¿Hola? —dijo, esperanzado—. ¿Odile? ¡Soy Hugo!
Entró en el salón y miró alrededor. Estaba todo muy ordenado y muy bien arreglado, como cabría esperar de una mujer soltera.
—¿Hola? —dijo de nuevo.
Echó un vistazo a la cocina. Era pequeña y estaba inmaculada, no había platos en el fregadero. Estaba a punto de entrar para examinarla mejor cuando vio el correo en el taquillón del recibidor. El primer sobre era la factura de la electricidad. Odile Bonnet. Se sintió mejor.
—Hola, ¿Odile?
Se quedó al pie de la escalera y dudó. Solo los violadores subían al dormitorio de una mujer sin avisar y sin que los hubieran invitado.
—¡Soy yo, Hugo! ¿Estás ahí?
Se oyeron unos compases amortiguados de música. Estaba convencido. Siguió el sonido hasta la cocina.
Entonces lo vio, sobre la mesa de la cocina, por sorpresa.
—¡Joder! —exclamó, abriendo los brazos de forma involuntaria—. ¡Joder!
Miró alrededor para asegurarse de que aún estaba a solas y sacó el móvil para tomar una fotografía rápidamente.
La música sonaba más cerca. Pensó que debía dar media vuelta e irse, mirar la fotografía por la mañana y meditar sobre lo sucedido con la luz sobria del nuevo día, pero aun a sabiendas de que era un error siguió la melodía.
Había una puerta en la despensa. Cuando la abrió, vio unas escaleras que conducían a un sótano. La música sonaba más fuerte, guitarras, un acordeón, una batería… Una gaita, que no era su instrumento favorito. Una bombilla sucia y desnuda iluminaba la escalera.
Había recorrido la mitad de los escalones cuando la luz se apagó y se quedó a oscuras.
—¿Odile?
L
uc fue a desayunar con una sonrisa en los labios. La cama de Hugo estaba intacta. Estaba claro que el muy sinvergüenza se había salido con la suya y que no tardaría en acribillarlo con la crónica de su conquista.
Cuando Luc envió al primer turno a la cueva emprendió un viaje de estudio a la antigua usanza con Sara, pertrechados con bolsas para especímenes y libretas. Envueltos por la húmeda neblina de primera hora de la mañana, iniciaron la excursión en la parte posterior de los muros de la abadía y recorrieron un prado húmedo, en dirección al río.
Jeremy y Pierre estaban junto al edificio de la oficina y los vieron marcharse.
—¿Adónde crees que van? —preguntó Jeremy.
—No tengo ni idea —respondió Pierre, guiñándole el ojo—, pero el jefe parece feliz.
Caminaron en silencio inhalando la fertilidad del campo. La noche anterior había llovido a cántaros durante una hora o más y las botas de agua no tardaron en empezar a brillar debido a la hierba mojada. El sol por fin logró hacer acto de presencia y la tierra empezó a centellear, lo que los obligó a ponerse las gafas de sol.
Realizaron el primer hallazgo a solo un kilómetro del campamento. Sara se fijó en que en el límite entre el prado que estaban atravesando y el bosque se daba una mezcla de tonos verdes y amarillos. Vio unos brotes altos amarillos que se alzaban sobre la hierba verde y echó a correr hacia ellos. Luc le siguió el ritmo con zancadas largas, sin esforzarse demasiado. Ambos dejaron una estela de hierba aplastada a su paso.
—Cebada silvestre —dijo Sara—.
Hordeum spontaneum
, hay muchísima.
A Luc le parecía cebada cultivada normal y corriente, pero ella cogió una cabeza puntiaguda y le mostró dos hileras de grano, en lugar de seis.
Sara tenía unas tijeras de podar y Luc una navaja, por lo que ambos se pusieron a cortar las cabezas doradas de los tallos de cebada y llenaron una bolsa.
—Seguramente fue la precursora de la especie domesticada —le explicó Sara con alegría mientras trabajaban—. La transición al grano cultivado tuvo lugar en el Neolítico, pero no hay nada que nos haga suponer que la gente del Mesolítico e incluso del Paleolítico Superior no hubiera recolectado cebada silvestre como alimento y quizá también para hacer cerveza.
—O con otros objetivos —añadió Luc.
—O con otros objetivos —admitió Sara—. Creo que con esto basta. —Enderezó la espalda—. La primera ya está, ahora solo nos quedan dos.
Luc cargó el saco de cebada y la siguió mientras se adentraba en el bosque. La débil luz del sol apenas lograba atravesar los árboles, y a medida que avanzaron aumentó el frío.
Sara no intentaba eludir matorrales ni zarzas; los buscaba, lo que entorpecía su marcha. Luc la seguía, feliz de dejar que su mente vagara. Ella sabría a qué debían estar atentos; él sabía a qué quería estar atento: a sus caderas, perfectamente ceñidas por los pantalones caqui. Sus hombros eran pequeños y femeninos incluso bajo la gruesa chaqueta de cuero. Luc tuvo que reprimir la imperiosa necesidad de agarrarla por detrás, darle la vuelta y atraerla hacia sí. Se besarían. Esta vez ella no opondría resistencia. Él le pediría la absolución. Era la mujer de su vida, le diría. Entonces no lo sabía, pero ahora estaba convencido. La echaría al suelo. Ella le perdonaría todos sus pecados. La fría humedad del suelo del bosque les haría olvidarse de todo.
—Estamos buscando una enredadera que trepe por árboles pequeños y medianos —dijo Sara, que rompió el hechizo—. Las hojas tienen forma de cabeza de flecha alargada. Estamos a finales de la estación, así que no esperes flores rosas y blancas, pero podría haber alguna de floración tardía.
Oyeron un sonido de goteo y sus botas empezaron a empaparse de barro. Luc se preguntó si el arroyo iba a desembocar en uno de los saltos de agua de Bartolomé. A lo largo del lecho del arroyo había una población mezclada de encina y haya junto con un denso sotobosque de maleza y acacia nilótica. Los vaqueros de Luc se enredaron en unas zarzas y cuando se arrodilló para soltarse oyó que de la boca de Sara empezaban a brotar palabras en latín, como si estuviera cantando un himno:
—¡
Convolvulus arvensis
! ¡Ahí!
La correhuela sin flores había atacado árboles jóvenes, tal y como ella había predicho. Se aferraba con fuerza alrededor de la corteza y la ahogaba, alzándose por encima de sus cabezas.
Había gran abundancia de maleza. El problema no era la cantidad, sino la recolección. Las enredaderas estaban enroscadas de tal modo que resultaba imposible arrancarlas de los troncos. Se vieron obligados a realizar un ejercicio meticuloso, que les dejó los dedos doloridos —cortar y desenroscar, cortar y desenroscar—, hasta que llenaron una segunda bolsa con tallos y hojas.
—Ya tenemos dos, solo falta una —dijo Sara, que volvía a encabezar la marcha.
Los acantilados y el río se encontraban más adelante. Se volvió hacia los prados. Había estudiado los mapas de topografía y sabía que había unas vías de tren abandonadas cerca, un ramal olvidado. Su último objetivo era común en el tipo de tierra que en el pasado había sido domada y que no estaba en barbecho. Estaban buscando arbustos. Sara no paraba de hablar de ellos, pero Luc no prestaba atención a la clase de botánica. Sentía un gran dolor en su interior y estaba furioso consigo mismo por haber acabado siendo la persona en la que se había convertido.