Nago estaba tumbado a la sombra de uno de estos refugios. Apretaba los dientes por el dolor. El vendaje estaba empapado de sangre.
Tal corrió hasta su hermano. Se había quitado el sayo y lo había utilizado para llevar las plantas y las bayas que necesitaba para preparar la cataplasma.
Los veintidós miembros del clan, hombres, mujeres y niños, se habían congregado en torno a Nago, pero se apartaron cuando el padre de Tal se acercó cojeando. Le imploró a un hijo que salvara al otro.
Tal se puso manos a la obra. Le dieron el viejo cuenco de piedra caliza de su madre y, con una hoja de sílex, empezó a cortar con ímpetu la enredadera. Una de sus tías aplastó las bayas entre hojas grandes y resplandecientes con la base de la mano y vertió el jugo en el cuenco. Tal añadió los trozos de enredadera y los machacó junto con las bayas utilizando un canto de río suave y pulido. A continuación cortó los manojos de hierba amarilla en trozos pequeños y mezcló un puñado con el mejunje del cuenco.
El producto resultante era espeso y pegajoso.
Tal le dijo a su hermano que fuera tan fuerte como el bisonte al que habían matado. Extendió la cataplasma en la herida abierta y no paró hasta que hubo rellenado el hueco con la masa que había preparado.
Nago fue valiente, pero el esfuerzo de permanecer en silencio pudo con él y acabó cerrando los ojos.
Tal pasó esa noche junto a su hermano, y la siguiente, y la otra.
Solo lo abandonaba el tiempo imprescindible para recolectar más ingredientes y evitar que la cataplasma se secara.
Lo hacía solo, pero no porque los demás no quisieran ayudarle, sino porque disfrutaba de la soledad. Una de sus primas, una chica llamada Uboas, mostraba un interés especial en seguirlo. Al igual que su hermano pequeño, Gos, que la acompañaba allí donde fuera.
Uboas era rápida y hermosa, y Tal sabía que debían ser amigos, pero aun así quería estar solo. Cuando ella se negó a regresar al campamento, él echó a correr para dejarla atrás, igual que había hecho ella con su hermano. Una vez que se libró de la chica, miró atrás. A lo lejos vio cómo se reunía con el niño y lo cogía de la mano.
Tal se encontraba en el claro, cortando la enredadera que trepaba por un árbol, cuando los vio.
De hecho, primero los oyó, un leve murmullo. Unas palabras incomprensibles. Se irguió para oírlas mejor, pero no las entendió.
En el linde del claro había dos árboles separados entre sí, lo que le permitió ver primero a uno y luego al otro.
Había oído hablar de ellos, el pueblo de la Sombra, el pueblo de la Noche, los Otros —su clan los llamaba de distintos modos—, pero nunca los había visto.
Ese primer encuentro fue breve, duró apenas un suspiro.
Uno era viejo, como su padre, el otro joven, como él. Sin embargo, ambos eran más bajos y fornidos que los miembros de su clan y tenían una barba más roja y larga; la del joven era tupida, no rala como la suya. El mayor parecía que nunca se la había cortado con una hoja de sílex, tal y como era habitual en el clan del Bisonte. Iban armados con lanzas gruesas y pesadas, ideales para clavarlas directamente en la presa pero inútiles para lanzarlas a cierta distancia. Llevaban una ropa basta forrada de piel, de oso a juzgar por el aspecto, bastante incómoda con el calor que hacía.
Y entonces, tras intercambiar una fugaz mirada, un reconocimiento tácito de la presencia de Tal, se esfumaron.
La última noche de Nago fue agitada.
Sin duda, la cataplasma de Tal había surtido algo de efecto: la herida estaba limpia, olía bien y apenas supuraba. Pero había perdido tanta sangre después de la cornada que ningún remedio ni canto podría evitar el desenlace.
En las últimas horas se le hinchó todo el cuerpo y se detuvo el flujo de orina; fue incapaz de tragar las gotas de agua que le vertieron en la boca con una hoja. Al amanecer, su respiración se volvió más dificultosa y al final se detuvo.
Cuando las mujeres empezaron a dar alaridos, el cielo se abrió y cayó una lluvia cálida, una señal de que sus ancestros daban la bienvenida a su reino al hijo del jefe del clan. Su campamento refulgía en el cielo nocturno, pero estaban demasiado lejos del clan del Bisonte para oír sus canciones.
El padre de Tal le puso las manos en los hombros y se dirigió a él delante de todos. Tal iba a ser el próximo jefe. El anciano declaró con voz cansada que no tardaría en llegarle la hora también a él. Cuando finalizara el ritual de duelo de Nago, Tal debería subir al punto más alto de la tierra para estar lo bastante cerca de sus ancestros y oír sus cantos.
No cesaba de llover, y al cabo de poco el cuenco de piedra caliza de su madre, medio lleno con la cataplasma no utilizada, rebosaba agua de lluvia.
A Tal no le daba miedo escalar la montaña.
Ascendía con seguridad y, aunque los acantilados estaban mojados por culpa de la lluvia, pudo avanzar a buen ritmo. Uno de los ancianos le había enseñado un truco unos años antes que consistía en atarse las botas de piel con cordones de cuero para que se ajustaran correctamente a los pies.
Quedaban varias horas de luz solar antes de que llegara a la cima, de modo que siguió a un ritmo normal. Llevaba dos zurrones atados al cinturón, uno con tiras de carne seca de ciervo y otro con yescas y los utensilios para hacer fuego. Cuando oscureciera haría una hoguera, cantaría y escucharía la canción de respuesta de las hogueras celestiales que ardían a lo lejos. Si tenía un corazón lo bastante puro, quizá lograra oír una canción de la hoguera de su madre.
Prefirió no cargar con un odre de agua. Sabía que había una cascada cerca y que tendría tiempo de ir hasta allí y saciar la sed.
A mitad de ascenso se detuvo en una cornisa y se volvió hacia el caudaloso río. Desde aquella altura no parecía tan impetuoso. La tierra alcanzaba hasta donde le llegaba la vista: un mar infinito de hierba. A lo lejos, dos formas marrones avanzaban por la sabana: una pareja de mamuts lanudos. Tal se rió al verlos. Sabía que eran los animales más grandes de la tierra, pero desde lo alto del acantilado parecía como si pudiera cogerlos con los dedos y echárselos a la boca.
Cuando llegó al salto de agua, bebió y se limpió el sudor.
Buscó la mejor ruta para subir hasta la cima y la trazó con la mirada.
Alcanzó otra cornisa segura, y cuando se puso en pie se detuvo y miró fijamente.
¡Una señal!
¡No había duda!
Ante sus ojos se abría una grieta negra en la pared de la roca.
¡Una cueva! Nunca la había visto.
Se acercó lentamente. Ciertas criaturas le infundían miedo. Osos. El pueblo de la Sombra.
Se adentró con cautela en la fría oscuridad e inspeccionó la entrada de la cueva hasta allí donde conseguía llegar la luz del sol.
El suelo estaba impoluto. Las paredes eran suaves. Era el primero que entraba allí. Se sentía exultante.
¡Es la cueva de Tal!
¡Yo estaba destinado a ser el jefe de mi clan!
¡Cuando llegue mi momento traeré a mi clan aquí!
Al día siguiente, cuando el sol brillaba en todo lo alto, Tal regresó al campamento.
Comunicó a su gente a gritos que había oído los cantos de sus ancestros y que había descubierto una cueva nueva en los acantilados. No entendía por qué parecían todos preocupados por otro problema, todos señalaban en dirección a la hoguera. Las mujeres lloraban.
Uboas se acercó corriendo hasta Tal y le tiró del brazo.
Su hermano, Gos, yacía en el suelo exclamando cosas sin sentido, agitando las extremidades, intentando golpear a todo aquel que se le acercara.
Tal pidió que le contaran lo sucedido y Uboas se lo dijo.
El cuenco de piedra caliza de su madre había quedado junto a la hoguera y el calor del sol y el del fuego había provocado que el contenido empezara a borbotear y sisear. Gos había pasado a su lado y, con su habitual curiosidad, había metido el dedo y probado el líquido rojo. Le gustó tanto que probó más, y más, hasta que se le manchó de rojo la barbilla.
Entonces, como si estuviera poseído, se puso a gritar cosas que no tenían sentido, a agitar los brazos y a pegar a la gente, aunque por fin se había tranquilizado un poco.
Tal se sentó a su lado, apoyó la cabeza del niño en su regazo y le acarició la mejilla. Al notar el tacto familiar, el pequeño se calmó y abrió los ojos.
Tal le preguntó cómo se sentía y le dijo que no tuviera miedo, que se quedaría con él hasta que se encontrara bien.
El niño se humedeció los labios con la lengua y pidió agua. Se incorporó y señaló el cuenco.
Tal quería saber qué estaba pidiendo, y la respuesta del pequeño asombró a todos los que habían presenciado el hechizo al que había estado sometido.
Quería más líquido rojo.
Sábado por la noche
L
a amante del general Gatinois estaba a punto de alcanzar el orgasmo, o al menos estaba dando a entender a su manera que el general podía ir pensando en acabar para tumbarse en la cama.
Gatinois captó el mensaje y redobló los esfuerzos. Las gotas de sudor le corrían por el vello canoso del pecho, donde se mezclaban con su propia humedad.
—Ah, ah, ah, ah —exclamaba ella, cuando de repente sonó el móvil del general con una melodía y una cadencia sorprendentemente parecidas a los gemidos de ella.
Gatinois cogió el teléfono, lo que enfureció a la chica, que lo apartó bruscamente y se fue al baño, desnuda y murmurando entre dientes.
—¿Le molesto, general? —preguntó Marolles.
—No, ¿qué sucede? —No le importaba demasiado no haber llegado al clímax. Todo resultaba demasiado predecible y aburrido.
—Hemos podido entrar en el servidor de Planta-Genetics y hemos obtenido el informe que el doctor Prentice quiere entregar al profesor Simard y a la profesora Mallory el lunes.
—¿Y?
—Resulta alarmante. Es preliminar, por supuesto, pero ha realizado unas observaciones bastante profundas. No hay duda de que está siguiendo la pista adecuada y que podría descubrir algo más si decidiera seguir adelante.
—Envíamelo a mi dirección de correo electrónico. Ahora no estoy en casa, pero no tardaré en llegar.
—Sí, señor.
—Como no nos sobra tiempo, no esperes a saber mi opinión. Informa a nuestros hombres que pueden ponerse en marcha.
Marolles parecía algo incómodo con la orden.
—¿Está seguro, general?
—¡Claro que lo estoy! —A Gatinois le molestó la pregunta—. ¡Y también estoy seguro de que no quiero que me convoquen al Palacio del Elíseo para explicarle al presidente por qué se ha puesto en peligro el mayor secreto de Francia durante mi mandato!
Domingo
E
l domingo por la noche el campamento de la abadía de Ruac era un lugar melancólico.
La mayoría del equipo había recogido sus pertenencias y se había marchado a lo largo de la mañana; Luc y Sara se habían ido a mediodía para tomar un vuelo a Londres. Tan solo quedaba el personal mínimo necesario para cerrar la cueva.
Durante quince días, el campamento había sido un hervidero de actividad científica, una zona cero en el mundo de la arqueología paleolítica. Había rebosado de emoción, se había convertido en el lugar donde todo el mundo quería estar. En ese momento estaba vacío y era un poco triste.
Jeremy y Pierre eran los encargados de limpiarlo todo y estaban al mando de un grupo de cuatro estudiantes universitarios que se morían de ganas de volver a los bares y clubes de Burdeos. El único científico importante que quedaba era Elizabeth Coutard, que estaba preparando un protocolo de control medioambiental para evaluar las condiciones en el interior de la cueva durante el período en que estuviera cerrada.
El cocinero también se había ido, por lo que la calidad de las comidas no era muy buena. Después de una cena en la que cada uno había tenido que buscarse la vida, Jeremy y Pierre se dirigieron a la oficina para guardarlo todo en cajas y se llevaron un par de cervezas.
Bien entrada la noche, Pierre vio algo con el rabillo del ojo. Se irguió y volvió la cabeza hacia la pantalla del ordenador.
—¿Has visto eso? —preguntó.
Jeremy parecía aburrido.
—¿Si he visto qué?
—¡Creo que hay alguien en la cueva!
—No puede ser —dijo Jeremy entre bostezos—. Está cerrada a cal y canto.
Pierre se puso en pie, apretó el botón de repetición del programa de vigilancia y retrasó el reloj treinta segundos.
—Mira, ven.
Observaron la grabación.
Apareció un hombre con una mochila, y la cueva estaba bien iluminada.
—¡Joder! —exclamó Pierre—. ¡Está en la Sala 9 y se dirige a la 10! ¡Marca el 17! ¡Avisa a la policía! ¡Date prisa! ¡Voy a bajar!
—No es buena idea —se apresuró a decir Jeremy—. ¡No lo hagas!
Pierre cogió un martillo que había en la mesa y se precipitó hacia la puerta.
—¡Tú llama!
Pierre tenía el coche junto a la caravana, por lo que no tardó nada en arrancar y salir disparado hacia la cueva. Jeremy escuchó el rugido agudo del motor que se apagó al alejarse.
Miró el monitor del ordenador, hecho un manojo de nervios. O el intruso se había ido, o estaba en un ángulo muerto fuera del alcance de las cámaras.
Cogió el teléfono, marcó el 1 y acto seguido todo se volvió negro.
Pierre bajó rápidamente por la escalera del acantilado, aprovechando sus cualidades atléticas para saltar varios peldaños de golpe; llevaba el martillo ceñido al cinturón.
La puerta estaba abierta de par en par; las luces interiores, encendidas. Nunca había entrado en la cueva sin el equipo de protección, pero no tenía tiempo para las medidas de precaución. Entró y cogió el martillo del cinturón.
Pierre había sido un futbolista bastante bueno en la escuela; cruzó la cueva corriendo y sin perder el equilibrio a pesar del piso irregular. Atravesó las salas, las pinturas rupestres difuminadas en su visión periférica. Tuvo la ilusión óptica de que corría entre una manada de animales, entrando y saliendo, evitando pezuñas y garras.
Cuando llegó a la Sala 9 estaba sumamente alterado. No había ni rastro del intruso.
Tenía que estar en la Sala 10.
A Pierre nunca le había resultado fácil recorrer a gatas el estrecho conducto. Tenía las piernas demasiado largas para agacharse cómodamente. Intentó no hacer ruido y rezó para no chocar con el hombre en mitad del túnel: una pesadilla claustrofóbica.