El propio Luc había sido el causante de la que ella había sufrido.
Esa noche de otoño era fría y la hoguera atraía a la gente del mismo modo que a sus antepasados prehistóricos. Luc tenía la sensación de que debía dirigirse al grupo una última vez, aunque no le apetecía pronunciar ningún discurso.
Dio las gracias a todos por su trabajo incansable y repasó de forma precipitada una lista de sus logros. Habían elaborado un mapa preciso de todo el complejo, desde la primera sala hasta la décima. Habían fotografiado hasta el último centímetro. Tenían una primera datación por radiocarbono del perfil de carbón de uno de los bisontes y confirmaba la sospecha de que la cueva databa del 30000 AP, Antes del Presente. Habían empezado a comprender las fuerzas geológicas que habían moldeado la formación de la cueva. Habían excavado de modo exhaustivo los suelos de las salas 1 y 10. En la Sala 1 habían encontrado pruebas de una hoguera, gran abundancia de huesos de renos, y signos de una ocupación prolongada de la entrada de la cueva. En la Sala 10 habían encontrado más hojas y astillas auriñacienses, aquel magnífico bisonte de marfil y también podían presumir del fenomenal hallazgo de una falange infantil. Aunque era el único hueso humano que habían desenterrado, era un descubrimiento milagroso que sería analizado de forma concienzuda durante las próximas semanas. Sara Mallory también tenía gran variedad de muestras de polen que analizaría durante el invierno. Luc no dijo nada acerca de la recolección de plantas ni y experimentos que habían hecho en la cocina. De momento no era necesario que nadie más estuviera al corriente de esa línea de investigación marginal.
A modo de conclusión les recordó que aquello solo era el principio, no el final. Ya habían recibido los fondos necesarios para financiar tres campañas más; en la primavera se reunirían de nuevo para comparar las notas que habían tomado durante ese tiempo. Les confió que creía que aún quedaría trabajo por hacer en la cueva de Ruac cuando fueran viejos y tuvieran canas, a lo que Craig Morrison replicó, con su acento escocés, que algunos de ellos ya eran viejos y tenían canas, ¡muchas gracias!
Entonces Luc alzó la copa en memoria de Zvi Alon y de Hugo Pineau y les pidió que tuvieran cuidado en el viaje de regreso a casa.
Los miembros del equipo bebieron y charlaron hasta bien entrada la noche, pero Luc se retiró a su caravana.
Sara buscaba una excusa para ir a verlo y la encontró al comprobar el correo electrónico.
—Hola —dijo Sara con dulzura cuando abrió la puerta—. ¿Te apetece un poco de compañía?
—Claro, pasa.
Solo había una pequeña luz encendida. No estaba leyendo ni bebiendo. Parecía que simplemente estaba ahí sentado, sin hacer nada.
—Me has tenido muy preocupada —dijo Sara—. A mí y a todos.
—Estoy bien.
—No, creo que no lo estás. Quizá cuando regreses a Burdeos deberías ir a ver a alguien.
—¿Qué? ¿A un loquero? Bromeas.
—Hablo en serio. Últimamente lo has pasado muy mal.
—¡He dicho que estoy bien! —repuso Luc alzando la voz. Pero cuando vio que Sara fruncía la boca, bajó el tono—: Mira, cuando regrese a la universidad y recupere la rutina habitual, volveré a estar como nuevo. De verdad. Y gracias por preocuparte.
Sara logró salir del apuro gracias a la noticia que acababa de recibir.
—Fred Prentice, mi contacto en Planta-Genetics, acaba de enviarme un mensaje de correo electrónico. Han acabado el análisis.
—¿Ah, sí?
—Al parecer está muy emocionado, pero no ha querido contarme nada por correo electrónico, dice que hay que solucionar ciertas cuestiones de propiedad intelectual y derechos de patentes. Quiere que vayamos a Cambridge en persona.
—¿Cuándo?
—Ha sugerido el lunes. ¿Me acompañarás?
—Tengo que cerrar la excavación.
—Eso pueden hacerlo Pierre, Jeremy y los demás. Creo que deberías venir conmigo. Te sentaría bien.
Luc rió entre dientes.
—Si tengo que elegir entre un psiquiatra y un viaje al Reino Unido, acepto.
En lugar de dormir, Luc se saltó su propia regla e hizo una última visita a la cueva.
Prerrogativa del director, se dijo.
Mientras bajaba por la escalera a oscuras, con la pared del acantilado iluminada por la luz de su casco de minero, le vino a la mente la desagradable imagen del momento en que Zvi resbaló y se precipitó al vacío, pero logró quitársela de la cabeza y seguir descendiendo.
En la cornisa se puso el traje de Tyvek a oscuras, abrió la pesada puerta y apretó el interruptor. Las luces halógenas iluminaron la cueva y realzaron su cara más tosca; un aspecto muy diferente del que habría tenido en la prehistoria.
Se encaminó lentamente hacia su lugar favorito, la Sala 10. Los murciélagos la habían abandonado y la cueva estaba sumida en un silencio total.
En el punto más alejado permaneció cara a cara con el hombre pájaro de tamaño natural situado en el campo de cebada silvestre. Luc tenía una vela. La encendió con un encendedor y apagó las luces eléctricas. Eso era lo que quería hacer Zvi Alon, sentir la cueva de aquel modo natural. Su instinto no lo había engañado.
A la luz titilante de la vela parecía que el campo de cebada ondeaba. El pico del hombre pájaro parecía moverse.
¿Qué decía?
Luc aguzó el oído.
Lo que yo daría, pensó, por poder estar junto al hombre que pintó estas imágenes, por verlo, comprenderlo y hablar con él.
Apagó la vela de un soplido y permaneció unos instantes en la oscuridad más absoluta en la que se había encontrado jamás.
Cueva de Ruac, 30000 AP
L
a primera lanza rebotó contra la dura piel del animal, que se enfureció pero no sufrió ninguna herida.
Los cazadores lo rodearon.
El animal era un macho de gran tamaño. El hecho de que hubieran podido aislarlo de la manada con tanta facilidad era una prueba, creían, de su disposición para ser sacrificado. Sin duda el enorme animal los había oído cantar la noche anterior y había accedido a rendirse a su propósito.
Sin embargo era demasiado noble para entregarse sin presentar batalla.
Nago, el único hermano de Tal, se unió a la caza.
El bisonte quedó acorralado junto a la orilla del río de aguas rápidas; las pezuñas se hundieron en el barro. Cuando resoplaba se le hinchaba el hocico. Iba a tener que cargar. No le quedaba más remedio.
Así es como morían los hombres, pensó Tal.
Tenía diecisiete años, era un hombre hecho y derecho, el más alto de su clan, lo que despertaba los recelos de su hermano, ya que durante generaciones el jefe del clan del Bisonte siempre había sido el más alto. Su padre aún era el jefe, pero la pierna no le había sanado por completo desde que se la había roto. Apestaba como la carne podrida. De noche gruñía en sueños. No tardarían en tener nuevo jefe. Todos los miembros del clan sabían que algo iba a pasarle a uno de los hermanos. Nago, el más bajo, no podría ser el jefe si el más alto, Tal, seguía con vida. Tal, el más joven, no podría ser el jefe si Nago, el mayor, seguía con vida.
No eran esas sus costumbres.
Nago se aseguró de que la punta de la lanza estuviera bien alineada con la estólica de hueso.
Un hombre podía matar a un ciervo con una lanza sin necesidad de estólica, pero para acabar con un bisonte se necesitaba más fuerza. Solo mataban un bisonte dos veces al año: uno, como ahora, en la estación cálida, y otro en la estación fría. Tenían derecho a ello, era su vocación secreta, pero estaba prohibido matar a más de un bisonte cada vez.
Un único animal les proporcionaba suficiente piel para remendar las ropas de invierno y confeccionar prendas nuevas para los niños. Un animal les proporcionaba suficientes huesos para fabricar herramientas para excavar y desmenuzar alimentos y para producir estólicas. Un único animal les proporcionaba suficiente comida para alimentar a todo el clan durante mucho tiempo antes de que la carne empezara a oler mal.
Sentían veneración por el bisonte, y el bisonte —estaban convencidos— sentía veneración por ellos.
Nago profirió el grito de caza y lanzó el brazo hacia delante.
La lanza trazó una trayectoria recta y baja e impactó en el pecho de la bestia, entre las patas delanteras, pero la punta de sílex debió de alcanzar el hueso, porque no se hundió demasiado.
Profiriendo alaridos de dolor y miedo, el animal dio un salto hacia delante, agachó la cabeza y hundió uno de sus gruesos cuernos en el hombro de Nago.
Los gritos de Tal para que los demás hombres permanecieran unidos quedaron ahogados por los alaridos de Nago. La vida de su hermano dependía de él.
Tal echó a correr, lanzó la estólica con todas sus fuerzas y la lanza se hundió en la ijada del bisonte. Era una herida profunda, pero prefirió no correr riesgos. Fue corriendo hasta la bestia, agarró la lanza y la clavó aún más, hasta que las patas delanteras del animal cedieron y este cayó de lado, sangrando por la boca.
Nago estaba en el suelo, boqueando, con el hombro ensangrentado y el músculo desgarrado.
Tal se arrodilló a su lado y empezó a gemir. Los demás hombres llegaron junto a ellos, señalaron la herida y susurraron entre sí.
No era la primera vez que Tal veía una herida de asta. No cicatrizaban ni se curaban solas. Si Nago hubiera llevado un sayo de cuero, tal vez la herida no habría sido tan profunda, sin embargo, como hacía mucho calor, iba con el pecho desnudo y con el sayo atado alrededor de la cintura.
Nago era el líder de la cacería, pero ahora Tal iba a tener que sustituirlo. Para detener la hemorragia, cogió el sayo de Nago y lo ató con todas sus fuerzas alrededor de la herida; luego dijo a dos primos que lo llevaran de vuelta al campamento.
Entonces se detuvo junto al bisonte y le dio las gracias por contribuir al sustento del clan. Nunca había tenido el privilegio de entonar el canto de la caza del bisonte, pero lo sabía de memoria y lo interpretó con sentimiento. El resto de los hombres asintieron en un gesto de aprobación y acto seguido se abalanzaron sobre el cuerpo aún caliente del animal para iniciar el despiece ritual.
Tal se volvió y echó a correr tan rápido como se lo permitieron las piernas hacia los altos pastos de la sabana. Su padre le había enseñado a cazar y a cantar. Sin embargo, había llegado el momento de utilizar el conocimiento que le había transmitido su madre.
Hacía dos años que había perdido a su madre; dejó el mundo junto con su hija recién nacida tras un parto sumamente complicado. No pertenecía al clan del Bisonte. Se refería a sus parientes como el pueblo del Monte del Oso. De joven se había quedado atrapada en una inundación súbita y perdió el contacto con su tribu. Quizá habían escapado, o tal vez habían fallecido. Nunca lo supo. El padre de Tal, por entonces joven, estaba de caza con los ancianos, la encontró en el bosque, congelada y hambrienta, y la acogió. Quedó prendado de ella, y aunque despertó celos y causó un pequeño conflicto en el clan, la eligió como compañera.
Los miembros de su tribu eran sanadores, y ella poseía gran habilidad para preparar cataplasmas y sabía qué hojas, raíces y cortezas convenía masticar para curar diversas enfermedades. Tal recordaba una hoja amarga que había mascado cuando era pequeño para aliviar el dolor de las encías, y una corteza sabrosa que lo refrescaba cuando tenía calor.
En cuanto fue capaz de caminar, empezó a corretear detrás de su madre mientras cogía hierbas en el bosque y las praderas, y luego la ayudaba a llevarlas al campamento en zurrones hechos de piel de ciervo.
Siempre había tenido una memoria prodigiosa. Le bastaba oír el reclamo de un pájaro o un canto de su clan para no olvidarlo nunca más. Olía el pétalo de una flor, veía la huella de un animal o unas hojas, escuchaba la explicación de un fenómeno, solo una vez, y nunca lo olvidaba.
No poseía tan solo una mente especial. Desde pequeño había destacado por tener una habilidad innata con las manos. Aprendió a hacer hojas largas y delgadas de sílex. Antes incluso de llegar a la edad adulta ya era el mejor fabricante de herramientas del clan. Podía tallar madera y hueso con la misma destreza que los ancianos y tenía buena mano para hacer lanzas que trazaban una trayectoria recta y se ajustaban a la perfección a la estólica. Durante años, a Nago lo corroyó la envidia por las habilidades de Tal, quien, sin embargo, nunca dejó de respetarlo, pues siempre creyó que Nago acabaría convirtiéndose en el jefe del clan.
Su madre también le enseñó a pintar. El pueblo del Monte del Oso gozaba de una larga tradición en la decoración de abrigos rocosos y cuevas con siluetas de grandes animales en carbón y ocre. La mujer esbozaba figuras naturalistas de osos, caballos y bisontes en el barro, y el chico le cogía el palo y los copiaba.
Cuando se hizo mayor empezó a coger rocas y arcillas de colores vistosos para hacer pigmentos con los que se embadurnaba el cuerpo, para diversión de los adultos.
Nunca estaba ocioso. Siempre andaba haciendo algo, correteando de un lado a otro.
Ahora sentía unos pinchazos en los pulmones debido al cansancio. No tenía mucho tiempo. A cada paso que él daba, Nago se desangraba un poco más.
Su madre le había enseñado muchas cataplasmas. Para los cólicos, para la descomposición, para las úlceras, para los forúnculos, para el dolor de cabeza y el de dientes. Había otra para las heridas, algunas para las heridas viejas que supuraban y apestaban, como la de su padre, y otras para las heridas sangrantes recientes, como la de Nago.
El elemento clave para contener la hemorragia era una enredadera que trepaba por la corteza de los árboles jóvenes. Del mismo modo en que estrangulaba a los árboles, le explicó su madre, también cortaba el flujo de sangre. Sabía dónde encontrarla, en un claro cerca del río.
También necesitaba un tipo de baya especial que se utilizaba para limpiar heridas. Sabía que había una buena mata cerca del claro.
En último lugar, para dar consistencia a la cataplasma y que esta lograra cicatrizar la herida, necesitaba una cantidad generosa de hierba amarilla, que crecía por todas partes y era muy abundante.
Como estaban en la estación cálida, el clan del Bisonte se encontraba en un campamento al aire libre. A dos días de viaje en dirección a la puesta de sol había un abrigo rocoso al que se trasladaban durante los meses más fríos, pero la única protección que necesitaban en esta estación eran las tiendas hechas con piel de ciervo y árboles nuevos que ondeaban en la brisa del atardecer.