Llegó a la Bóveda de las Manos y siguió avanzando. Oía ruido de actividad en la Cámara de las Plantas.
El intruso estaba arrodillado, de espaldas, concentrado en los cables y los paquetes de material que estaba sacando de la mochila. No vio llegar a Pierre.
—¿Quién eres? —gritó Pierre.
El intruso, sobresaltado, lo miró por encima del hombro. El estudiante era alto y musculoso, tenía un martillo en las manos y una actitud intimidatoria que resultaba incongruente con su apariencia de conejo asustado.
El hombre se puso en pie despacio. Tenía unos brazos musculosos y fuertes y una barba moteada. El susto al ver a Pierre desapareció enseguida y fue sustituido por una expresión gélida como el hielo.
Pierre pudo ver con más claridad lo que había dejado en el suelo de la cueva: un revoltijo de cables, detonadores, baterías y ladrillos de un color a medio camino entre el amarillo y el marrón. Había visto ese tipo de material con anterioridad, en las minas de Sierra Leona.
—¡Son explosivos! —gritó—. ¿Quién demonios eres?
El hombre no dijo nada.
Agachó la cabeza gris, como si estuviera haciendo una reverencia, pero en realidad se abalanzó sobre Pierre, le dio un cabezazo en el pecho y lo lanzó contra el hombre pájaro que estaba ahí de pie, con el pico abierto y su ridículo pene.
Pierre empezó a agitar el martillo en un gesto defensivo, intentando repeler los puños y dedos del hombre, que impactaban en las zonas más sensibles: las ingles, los ojos, el cuello. Pretendía infligirle el máximo dolor posible para inmovilizarlo.
Los martillazos no lo habían arredrado lo más mínimo ya que el sentido de la humanidad de Pierre le impedía golpearlo en la cabeza. En lugar de eso, se centraba en los hombros y la espalda, pero aquello no bastaba: el desconocido no se amedrentaba.
Entonces el hombre le dio un puñetazo muy fuerte en la garganta que le dolió de verdad y lo hizo estremecerse de pánico. Tosió, sintió que se ahogaba y por primera vez en su vida pensó que iba a morir. Desesperado, lanzó un martillazo más, con todas sus fuerzas, y esta vez apuntó al hueso frontal del cráneo.
Había tres hombres más en el campamento, armados con escopetas y rifles.
Fueron de caravana en caravana, como una jauría de perros salvajes, entraron en todas ellas y, cuando encontraron las que estaban ocupadas, sacaron a rastras a estudiantes asustados.
Elizabeth Coutard oyó alboroto, asomó la cabeza y vio a un estudiante al que obligaban a caminar a punta de pistola.
Echó a correr en dirección a la abadía mientras hurgaba en los bolsillos para encontrar el teléfono. Su coleta blanca le rebotaba en los hombros.
Tan solo llegó al granero.
Pierre observó la horrible imagen de aquel hombre tirado a sus pies. Emitía unos ruidos guturales y tenía una herida en la bóveda craneal de la que brotaba sangre en círculos concéntricos; parecía como si llevara un solideo rojo.
Entonces Pierre sintió un dolor atroz e inimaginable, un golpe fulminante en los riñones que le cortó la respiración y le impidió gritar.
Había cuatro estudiantes más acurrucados junto a Elizabeth Coutard en la oficina. Jeremy estaba inmóvil en el suelo. La única chica de los estudiantes, Marie, de la Bretaña, temblaba de forma incontrolada, y Coutard se acercó a ella para abrazarla, desafiando a uno de los hombres que los amenazaba con un arma.
—¿Qué queréis? —preguntó Coutard con valentía—. Jeremy necesita atención médica. ¿Es que no lo veis?
Había un hombre que parecía estar al mando. No le hizo caso y les gritó a los tres chicos que se sentaran en el suelo. Los estudiantes obedecieron dócilmente, el hombre los apuntó con su escopeta de dos cañones y adoptó una postura tensa, listo para disparar en cualquier momento. A continuación señaló a las mujeres con la cabeza, en un gesto acordado de antemano.
Sus dos compatriotas reaccionaron y se llevaron a las mujeres a rastras gritando cual guardas de prisiones enloquecidos.
—¡Moveos! ¡Moveos! ¡Venga!
Al llegar a la hoguera obligaron a Coutard y a Marie a separarse y las metieron en caravanas distintas a punta de pistola.
El hombre mayor del cuchillo observó cómo Pierre se desangraba hasta morir en el duro y frío suelo de la Sala 10.
Bonnet conocía bien el arte de matar. Una cuchillada larga que atravesara el riñón y seccionara la arteria renal. La víctima se desplomaba rápidamente y moría al cabo de unos instantes a causa de una hemorragia interna. Cortar la carótida era demasiado desagradable para su gusto.
Tenía la respiración entrecortada después de recorrer toda la cueva, arrastrarse por el túnel y matar a un hombre. Le dolían las rodillas y las caderas. Hizo una pausa para limpiar el cuchillo con la camisa de Pierre y para recuperar el ritmo cardíaco normal. Entonces se acercó a su compañero, que había sido atacado, le dio la vuelta y lo sacudió para intentar que recuperara el conocimiento.
—¡Despierta! —le ordenó—. ¡Eres el único que sabe preparar las malditas cargas!
Miró el embrollo de cables y explosivos y negó con la cabeza. No tenía ni la más remota idea de cómo se montaba la bomba, y los demás tampoco. No había tiempo para llamar a otro experto en explosivos. Lo único que podía hacer era proferir una retahíla de palabrotas y ponerse a dar gritos por el walkie-talkie.
No obtuvo respuesta; recordó que se encontraba en la profundidad del acantilado y soltó más palabrotas.
Reparó en el hombre pájaro de la pared que había tras él y, en lugar de recrearse con la imagen, tuvo una reacción más prosaica.
—A la mierda —dijo, y se volvió.
Luego escupió con desdén al cadáver de Pierre.
Domingo por la noche
S
e alojaron en un pequeño hotel situado en el corazón de la universidad. El viaje de Ruac a Cambridge los había obligado a cambiar de planes, trenes y taxis, y cuando llegaron y entraron en sus respectivas habitaciones individuales estaban exhaustos.
Sin embargo, Sara aceptó la proposición de Luc de ir a dar un paseo en el gélido aire nocturno. A ambos les gustaba la ciudad y Luc tenía la costumbre de ir a tomar una pinta en The Anchor, un pub que se encontraba a orillas del río, cada vez que iba a Cambridge. Años antes, el arqueólogo británico John Wymer lo había llevado allí a tomar unas pintas de Abbot Ale tras una conferencia. Los detalles de esa noche eran algo difusos, pero Luc había acabado metiéndose en el río Cam hasta la cintura mientras Wymer se partía de la risa en la orilla. Sus visitas a The Anchor para tomar una Abbot eran un homenaje a aquel excéntrico inglés.
Era tarde y en el pub reinaba un ambiente sosegado. Se sentaron a una mesa junto a una ventana, y aunque no podían ver el río debido a la impenetrable oscuridad, el hecho de saber que estaba ahí los reconfortaba. Entrechocaron las pintas tres veces y brindaron por Ruac, Zvi y en último lugar por Hugo.
—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó Sara con voz cansada.
Era una pregunta curiosa e indefinida. Luc no sabía a qué se refería ni cómo responderla. ¿En relación contigo? ¿En relación con Ruac? ¿En relación con nosotros?
—No lo sé —respondió de forma vaga—. ¿Tú qué opinas?
—Creo que hemos pasado unas semanas locas —dijo. Estaba bebiendo la fuerte cerveza más rápido que él—. No sé tú, pero yo necesito un buen baño con agua caliente y unos cuantos días de descanso para leer una novela mala, me da igual el tema mientras no haya polen ni arte rupestre.
—Te refieres a pasado mañana.
—Pasado mañana, sí. Me pregunto qué habrá encontrado Fred y por qué no ha querido decirme nada.
Luc se encogió de hombros.
—Nada podría sorprenderme ya. Aunque no tardaremos en averiguarlo.
Sara se ciñó a la pregunta que le interesaba de verdad.
—Bueno, ¿qué harás a partir de pasado mañana?
—Lo mismo de siempre, supongo. Volveré a Burdeos, a mi despacho, mi laboratorio y mis papeles. Hemos generado una cantidad increíble de datos. Hay que organizarlo y coordinarlo todo. —Miró por la ventana e intentó ver el río—. El ministerio espera un informe. Tenemos que planear la presentación oficial de la cueva, ya sabes. Mi buzón de voz está lleno de mensajes de cadenas de televisión francesas, británicas y americanas que quieren los derechos en exclusiva de los primeros documentales. Luego está el manuscrito; aún no han acabado de traducirlo. Tengo que llamar a la secretaria de Hugo y averiguar cómo puedo ponerme en contacto con el descifrador belga. Tengo un millón de cosas en la cabeza.
Sara también miró por la ventana. Era más cómodo mirar el reflejo del otro.
—Deberíamos intentar mantenernos en contacto. Profesionalmente. Ya sabes a qué me refiero.
Algo de lo que dijo o el modo en que lo dijo hizo que Luc se entristeciera. ¿Se estaba abriendo o se estaba cerrando una puerta? Por supuesto que la quería. Era una mujer adorable. Pero había sido suya en el pasado y la había obligado a alejarse de él con una eficacia despiadada. ¿Por qué iba a ser distinto ahora?
Decidió quitarse aquel pensamiento de la cabeza apurando la cerveza y propuso que regresaran al hotel a descansar antes de la reunión de la mañana.
Las calles del centro de Cambridge estaban casi vacías. Caminaron en silencio por Mill Lane hacia las fachadas de Pembroke College y, cuando doblaron hacia Tumpington Street, Luc se fijó en un coche aparcado a unos cien metros de distancia y que encendió los faros.
Al principio no le dio importancia, hasta que el coche aceleró en su dirección y se metió en el carril de sentido contrario.
El aire frío de la noche y la adrenalina mitigaron los efectos de la cerveza. Aunque todo sucedió en cinco o seis segundos, tuvo una imagen maravillosamente nítida de esos momentos, y fue probablemente esa claridad lo que les salvó la vida.
El coche avanzaba hacia ellos en diagonal y con la intención de matarlos.
Cuando saltó al bordillo, a menos de diez metros de ellos, dos ruedas en la acera y dos en el aire, Luc ya había agarrado a Sara de la manga de la chaqueta de cuero y tiró de ella con toda la fuerza rotacional que fueron capaces de generar el hombro y el pecho. Sara giró sobre sí misma y fue arrastrada hacia la calzada como un ovillo de lana deshilachado.
Luc se dejó arrastrar por el mismo impulso y en el momento del impacto el guardabarros del coche le rozó la cadera. La diferencia de tres o cuatro centímetros, una fracción de segundo, o como prefiera uno expresar el estrecho margen por el que se salvó, supuso la diferencia entre un cardenal y una pelvis destrozada.
Luc cayó en la calzada, rodó sobre sí mismo y se detuvo lo bastante cerca de Sara para que cuando ambos estiraron los brazos de forma instintiva pudieran tocarse la punta de los dedos.
El coche chocó de lado contra los bloques de piedra caliza de una residencia de Pembroke College, arrancó un bajante y regresó a la calzada para acelerar de nuevo y alejarse derrapando.
Tirados en mitad de la calle, Luc y Sara entrelazaron los dedos.
—¿Estás bien? —preguntaron ambos simultáneamente.
—Sí —respondieron al unísono.
No pudieron irse a dormir hasta al cabo de cuatro horas.
Tuvieron que declarar ante la policía. Los sanitarios de la ambulancia les administraron los primeros auxilios y curaron los cortes y los rasguños que Luc se había hecho contra el asfalto, y en el hospital Nuffield le hicieron una radiografía de la cadera. La joven doctora asiática que lo atendió parecía más preocupada por los nudillos rojos de Luc que por las heridas más recientes.
—Esto está inflamado —dijo—. Se ha convertido en celulitis, el tejido está infectado. ¿Cuándo se lo hizo?
—Hace siete o diez días.
Le examinó la mano con mayor atención y vio la cicatriz del cuarto dedo.
—¿Se cortó usted mismo?
Luc asintió.
—Tomé eritromicina, aunque no me sirvió de mucho.
—Le haremos un cultivo, pero temo que pueda tratarse de SARM. Un estafilococo resistente. Le recetaré otras pastillas, rifampicina y trimetoprima sulfa. Aquí tiene mi tarjeta, llámeme dentro de tres días para saber los resultados del cultivo.
La policía se tomó el incidente en serio, pero no hicieron caso de la intuición de Luc y Sara de que habían ido a por ellos con toda la intención y emprendieron la búsqueda de un turismo azul y un conductor ebrio. Emitirían avisos por las frecuencias de la policía y revisarían las grabaciones de las cámaras de seguridad de la ciudad. Se pondrían en contacto con Luc y Sara si encontraban al culpable, etcétera.
Enmudecidos por el cansancio y algo alterados por el hecho de que hubieran estado a punto de matarlos, de repente se encontraron mirándose el uno al otro en el vestíbulo desierto. A Luc se le pasó por la cabeza la idea de abrazarla, pero no quiso desquiciarla aún más.
Sara se le adelantó.
Le gustó la sensación de notar los brazos de Sara alrededor de su cintura, pero no duró demasiado. Al cabo de unos instantes se separaron y cada uno entró en su habitación.
Gatinois casi deseaba que volviera a sonar su teléfono para tener una excusa que le permitiera escabullirse de su cuñado. El tipo, un fanfarrón adinerado con un apartamento decorado con un gusto chabacano, era algo así como un corredor de divisas. Le había explicado los pormenores de su trabajo más de cien veces, pero Gatinois siempre desconectaba cuando su cuñado empezaba a quejarse de un euro débil y un dólar fuerte y cosas por el estilo. La idea de ganar dinero moviendo electrónicamente grandes cantidades de divisas de un lado para otro le parecía algo digno de un parásito. ¿Qué hacía ese hombre por el bien común? ¿Qué hacía por su país?
Su esposa y su cuñada parecían interesadas por cuanto decía mientras tomaban un sorbo de su copa de coñac; una última ronda tras una cena para celebrar el ascenso de aquel tipo a jefe de una de las divisiones de su banco.
Gatinois no tenía la menor duda sobre lo que él hacía por su país. Ese día se había pasado varias horas colgado del teléfono, incluso había ido hasta la Piscina —algo inaudito en domingo— para mantener una reunión con su equipo.
Había acertado de pleno en su predicción sobre la falta de escrúpulos de Bonnet, algo que se encargó de recordar a Marolles. Durante las últimas dos semanas Bonnet había absorbido hasta la última noticia de Ruac con sombría admiración. Ahora el campamento. Al viejo le gustaba la sangre.