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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (9 page)

BOOK: La llave del destino
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De modo que, espoleada por la preocupación derivada de la escasez de mensajes y llamadas de móvil, alquiló un coche y un viernes por la tarde llegó de forma imprevista a la excavación. A juzgar por la forzada expresión de placer del rostro de Luc al verla, y las miradas de reojo de la húngara que, por desgracia para Sara, era despampanante, los rumores eran ciertos. Su visita finalizó al día siguiente, por la mañana. Alrededor de las tres de la madrugada acabó estallando, y se pasó el resto de la noche en el rincón más alejado de la cama y lo dejó durmiendo cuando se fue al amanecer. Al cabo de unos meses había aceptado una plaza en el Instituto de Arqueología de Londres, donde desapareció por completo de la vida de Luc.

—No me cuelgues, por favor. Te llamo por un asunto importante.

—¿Estás bien? —preguntó Sara algo preocupada.

—Sí, sí, estoy bien, pero tengo que hablar contigo de algo. ¿Estás delante del ordenador?

—Sí.

—¿Puedo enviarte un material para que le eches un vistazo mientras hablamos por teléfono?

Sara vaciló pero acabó dándole su dirección de correo electrónico.

Él oyó su respiración en el auricular mientras adjuntaba unos archivos y se los enviaba.

—¿Los has recibido? —preguntó.

—Sí.

—Abre primero la foto 93.

Luc esperó, mirando fijamente su copia de la imagen, todavía cautivado por ella, e intentó imaginarse a Sara mientras la descargaba. Dos años no era mucho tiempo. No podía haber cambiado demasiado. Se alegraba de tener una excusa para llamarla.

Ella pareció sobresaltarse, como si alguien hubiera dejado caer una vajilla de porcelana a su espalda.

—¡Dios! ¿De dónde ha salido esto?

—Del Périgord. ¿Qué opinas?

Era una fotografía de una manada compacta de pequeños bisontes con el hombre pájaro en medio.

—Es magnífica. ¿Es nueva?

A Luc le gustó la emoción que percibió en su voz.

—Muy nueva.

—¿Lo has descubierto tú?

—Me alegra decir que sí.

—¿Sabe alguien algo al respecto?

—Eres de las primeras.

—¿Por qué yo?

—Abre la número 211 y luego la 215.

Las había tomado en la última de las diez salas, la Sala de las Plantas, tal y como la había llamado Luc.

—¿Son reales? —preguntó ella—. ¿Las has retocado con Photoshop?

—Están sin manipular, sin retocar, al natural —respondió él.

Ella permaneció en silencio un instante.

—Nunca había visto algo así —añadió con un susurro.

—Es lo que suponía. Ah, y una cosa más. También he encontrado una hoja lítica auriñaciense, relacionada de forma directa con las pinturas.

—Caray… —susurró ella.

—De modo que necesito a un experto en plantas. ¿Quieres venir a jugar?

Capítulo 9

G
atinois estaba sentado en una postura rígida frente a su escritorio antiguo de estilo chinesco, con los tobillos, las rodillas y las caderas fijos en ángulos de noventa grados. Siempre se sentaba completamente derecho, incluso en casa o en el club. Era así como lo habían educado, uno de los artificios sociales de una familia de mercaderes que se aferraba vagamente a su herencia aristocrática. En el despacho, la visión de su postura erguida contribuía a ensalzar su imagen imperiosa, cultivada con sumo cuidado.

En la mano tenía un expediente titulado: «Propuesta para la creación de una excavación importante en la cueva de Ruac, Dordoña, por el catedrático Luc Simard, Universidad de Burdeos». Lo había leído, con diligencia, estudiando con detenimiento las fotografías y asimilando las implicaciones sin filtrar por la reacción negativa de sus subordinados.

Después de nueve largos años al frente de la Unidad 70 era la primera y verdadera crisis a la que se enfrentaba, y estaba suscitando emociones encontradas. Por una parte, era un desastre, por supuesto. La misión de la unidad, desde hacía sesenta y cinco años, se veía amenazada. Si había un fallo grave de seguridad, el escándalo sería de proporciones épicas. Su cabeza rodaría, sin duda, pero no sería la única. ¿Podría sobrevivir el ministro de Defensa? ¿Y el presidente?

Sin embargo, el temor a que todo pudiera acabar mal se vio atemperado por el perfumado aroma de la oportunidad. Por fin iba a convertirse en el epicentro del ministerio. Su instinto le decía que debía actuar. Inquietar a sus superiores, no dejar de echar leña al fuego. De ese modo, si lograba mantener en secreto la existencia de la Unidad 70 llegaría su reconocimiento.

El puesto de responsabilidad del ministerio estaba al alcance de su mano.

Deslizó el dedo por la portada acrílica de la carpeta que contenía el expediente. ¿Era su camino al cielo o al infierno?

Entró Marolles, tal y como había pedido, y permaneció de pie, moviendo el bigote, esperando a que le concediera la palabra.

Gatinois le hizo un gesto para que se sentara.

—Lo he leído. De cabo a rabo —dijo el general con serenidad.

—Sí, señor. Es un problema, sin duda.

—¿Un problema? ¡Es un desastre!

El pequeño hombre asintió con solemnidad.

—Sí, señor.

—En la historia de esta unidad, ¿alguien ha estado en el interior de la cueva?

—No, no. He comprobado los archivos y Chabon se lo preguntó a Pelay. Ha estado sellada desde 1899. Siempre hemos considerado que era mejor no revolver el asunto. Y, por lo que sabemos, nadie de fuera lo ha descubierto.

—Hasta ahora —añadió Gatinois con frialdad.

—Sí, hasta ahora.

—¿Qué sabemos de Luc Simard?

—Bueno, es profesor de arqueología en Burdeos…

—Marolles, he leído su biografía. ¿Qué «sabemos» de él? De su personalidad, sus motivaciones.

—Estamos elaborando un perfil. Estará listo esta semana.

—¿Y qué podemos hacer para detener esto antes de que empiece? —preguntó Gatinois con una calma que pareció sorprender al coronel.

Marolles respiró hondo y realizó una valoración negativa.

—Me temo que el proyecto ya ha recibido un impulso positivo del Ministerio de Cultura. Lamento informar que no cabe la menor duda de que será aprobado y recibirá los fondos necesarios.

—¿Quién es tu fuente?

—Ah, un rayo de esperanza en un cielo oscuro —dijo Marolles—. El primo de mi mujer trabaja en el departamento afectado. Es un tipo empalagoso llamado Abenheim. En las reuniones familiares siempre hace referencias veladas a sus sospechas de que trabajo en los servicios secretos. Siempre he intentado evitarlo.

—¿Hasta ahora, quizá?

—Exacto.

Gatinois se inclinó hacia delante y bajó la voz en un gesto cómplice, como si hubiera alguien más en el despacho.

—Utiliza a ese hombre. Déjale entrever que alguien de la DGSE está interesado en Simard y su trabajo. Insinúa algo negativo, pero sin concretar. Dile que te mantenga informado de todo, que se inmiscuya en el proyecto tanto como pueda. Dile que si lo hace bien, ciertas personas del aparato del Estado le estarán agradecidas. Mantenlo a ese nivel.

—Entiendo, señor.

Gatinois se echó hacia atrás e irguió la espalda para que recuperara su postura habitual.

—A fin de cuentas, es probable que Bonnet solucione esto. Es un cabrón despiadado. Quizá lo único que tendremos que hacer es tomar asiento y observar la carnicería.

Capítulo 10

L
uc había evitado los canales habituales y había acudido directamente a las altas esferas. Era demasiado lo que estaba en juego. Si eso lo enemistaba con compañeros de la universidad y con los burócratas regionales del departamento de Dordoña, que así fuera.

Había que proteger la cueva.

Se aprovechó de todo el peso de su cargo académico y de su amistad con un importante senador de Lyon para conseguir una reunión cara a cara en el Palais-Royal con la ministra de Cultura y sus consejeros en antigüedades, incluido el director del Centro Nacional de la Prehistoria, un respetado arqueólogo llamado Maurice Barbier que por suerte mantenía una relación cordial con Luc. La participación del subdirector de Barbier, Marc Abenheim, no pudo considerarse tan afortunada. Luc había tenido varios encontronazos con Abenheim en los últimos años, y ambos hombres sentían una antipatía mutua.

Con la ayuda de un informe profusamente ilustrado con fotografías, Luc solicitó una orden de protección de emergencia, que le concedieran un permiso de forma urgente y le proporcionaran una asignación de fondos del ministerio lo bastante grande para proteger la cueva y empezar la excavación.

Haciendo caso de su amigo senador, restó importancia al enigmático manuscrito de Ruac para que la reunión de alto nivel se centrara en un único tema. Y, siguiendo otro consejo, se tomó la libertad de usar la expresión «nuevo y espectacular monumento nacional».

El grupo valoró la importancia de tener otro Lascaux y Chauvet desde el punto de vista del prestigio internacional y el desarrollo económico local. Maurice Barbier alcanzó un estado de agitación que parecía rayar lo enfermizo. Con la cara encendida y casi temblando, afirmó que se redactaría de inmediato una orden de emergencia que concedería a la cueva la categoría de Monumento Histórico. Asimismo, se crearía una comisión para determinar el procedimiento y la metodología correctos y para elegir al director de la campaña de excavación.

En ese momento, Abenheim, que había escuchado la presentación de Luc en silencio y con el ceño fruncido, decidió meter baza y defendió la idea de que el ministerio se implicara de forma directa y que debía ser él quien encabezara la comisión y se ocupara personalmente de la excavación de la nueva cueva. A Luc le hirvió la sangre al oír aquella intervención tan empalagosa. Abenheim era de la generación de Luc, un par de años mayor, y poseía buenas credenciales académicas en arqueología, sin embargo no era un hombre de campo, Luc lo veía como un burócrata autocrático, más como un contable esquelético y pálido que como un arqueólogo. A Luc le gustaban las palas y los picos y sentir el sol en la espalda. Abenheim, imaginó, sentía una afinidad inquebrantable por los teléfonos, las hojas de cálculo y los despachos gubernamentales con fluorescentes. Abenheim, por su parte, veía a Luc como un aventurero que solo buscaba la gloria.

Barbier tuvo la habilidad de posponer cualquier debate sobre liderazgo e instó al grupo a que se limitara a tratar los temas más importantes que tenían entre manos.

La ministra tomó la iniciativa y dio su consentimiento para la orden de protección y la concesión de fondos de emergencia. Ordenó a Barbier que enviara sus recomendaciones sobre la comisión y pidió que la mantuvieran informada de todas las novedades. Y acto seguido la reunión se dio por finalizada.

Luc salió de la sala silbando alegremente por los pasillos de mármol del poder. Fuera, al sol, se quitó la corbata, la guardó en el bolsillo y se reunió con Hugo cerca del Louvre para celebrarlo todo con una cena.

Para una burocracia tan bizantina como la del Ministerio de Cultura, las medidas posteriores se tomaron a una velocidad vertiginosa. Luc respiró aliviado cuando al cabo de dos semanas Barbier le informó de que la recién formada Comisión de la Cueva de Ruac lo había nombrado director de la excavación, con un único voto en contra.

—No hace falta que te diga quién fue —bromeó Barbier, pero pidió a Luc que intentara mantener informado a Abenheim y que no lo hiciera enfadar, aunque solo fuera para no complicarle la vida a él—. Te acabarán nombrando Caballero de las Artes y de las Letras, lo sabes. Solo es cuestión de tiempo —añadió Barbier en un tono preñado de envidia.

—Si tengo que ponerme traje y corbata ya no me entusiasma tanto la idea —replicó Luc con sarcasmo.

Al cabo de una semana se puso en marcha una operación de estilo militar en el valle del Vézère. Un destacamento del cuerpo de ingenieros francés, con la ayuda de la gendarmería local, acompañó a Luc a los acantilados de Ruac, donde se instaló una enorme puerta de titanio, como las de los bancos, en la pared de roca, sobre la entrada de la cueva. Se tendieron cables eléctricos desde la cima del acantilado, se instalaron cámaras de circuito cerrado, una garita prefabricada para un guardia y lavabos portátiles en el bosque, y se colgaron escaleras de aluminio con rejas sobre el borde para proporcionar un acceso más fácil que no obligara a los arqueólogos a recorrer las cornisas.

Cuando el convoy atravesó Ruac con gran estruendo, Luc vio caras que asomaban con recelo entre las cortinas de encaje. Frente al café, el dueño de pelo blanco dejó de barrer, se apoyó en la escoba y puso cara de pocos amigos al ver el Land Rover de Luc que avanzaba lentamente. Luc resistió el impulso infantil de hacerle un gesto obsceno con el dedo corazón, sin embargo sí que le lanzó un guiño con toda la malicia del mundo, algo de lo que se arrepentiría posteriormente.

Cuando la entrada de la cueva quedó cerrada a cal y canto, Luc pudo dormir tranquilamente por primera vez desde la noche del descubrimiento. Desde el primer momento lo había acechado la preocupación de que se filtrara información, o de que la cueva fuera víctima de actos vandálicos o de saqueos. Sin embargo, ahora ya podía descansar.

Podía empezar a trabajar.

No obstante, hasta mediados de enero no podrían poner en marcha la operación a pleno rendimiento. No era tan simple como chasquear los dedos. Había que elegir el equipo, preparar el calendario de trabajo, organizar el material necesario para la excavación, crear las cuentas y encontrar alojamiento.

Esta última tarea, a pesar de lo mundana que era, resultó ser más difícil de lo esperado. Luc estaba decidido a encontrar alojamiento en la zona, a ser posible en Ruac. Nada lo frustraba más que perder un tiempo muy valioso para desplazarse a diario hasta la excavación. Le aconsejaron que se pusiera en contacto con el alcalde de Ruac, un tal monsieur Bonnet, para averiguar si podían alquilar alguna casa. En caso de que no fuera posible, bastaría con que les dieran permiso para aparcar caravanas y montar tiendas en el prado de algún granjero y que tuvieran agua potable. No le parecía mal tener que vivir sin comodidades. De hecho, en ese tipo de empresas hacer acampada mejoraba la camaradería. La falta de comodidades acostumbraba a forjar unos vínculos muy útiles.

Fue desagradable, por decirlo de forma suave, averiguar en el último momento que el alcalde y el dueño canoso del café eran la misma persona.

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