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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (5 page)

BOOK: La llave del destino
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El abad estuvo cinco minutos en silencio, pasando las páginas, estudiando el texto a través de sus bifocales antes de negar con la cabeza, maravillado.

—Esto es extraordinario. ¡Y que sea precisamente san Bernardo! ¿Y por qué este tal Bartolomé sintió la necesidad de ocultarlo todo tras un código? ¡Y estas fantásticas ilustraciones! Estoy encantado y perplejo al mismo tiempo, lo admito, y también algo inquieto por su posible significado.

—Estamos de acuerdo —dijo Hugo con un tono carente de emoción que sirvió de contrapeso. Siempre le gustaba comportarse con profesionalidad ante sus clientes—. Por eso hemos venido aquí. Nos gustaría encontrar explicaciones, y el profesor Simard ha tenido la amabilidad de ofrecernos su ayuda.

El abad se volvió hacia Luc sin dejar de proteger el manuscrito con las manos.

—Le estoy muy agradecido, profesor. Le pedí a uno de los hermanos que buscara información en internet. Tiene un currículum brillante para ser tan joven. Una licenciatura en París, en mi antigua universidad, un doctorado en Harvard, una plaza de profesor en esa universidad, y recientemente ha ganado una prestigiosa cátedra en Burdeos. Enhorabuena por sus éxitos.

Luc inclinó la cabeza a modo de agradecimiento.

—¿Por qué Harvard, si me permite la curiosidad?

—Mi madre era estadounidense y mi padre francés. De pequeño fui a un internado mientras mis padres vivían en Oriente Próximo, aunque en verano volvíamos a Francia. Cuando se divorciaron, lo más natural fue partir al bebé en dos, en este caso yo. De modo que fui a un instituto americano para estar con mi madre, y luego a París para realizar los estudios universitarios y estar cerca de mi padre, y finalmente a Harvard para estar cerca de mi madre de nuevo. Complicado, pero funcionó.

—Sin embargo, gran parte de sus investigaciones se han centrado en esta región, ¿no es cierto?

—Sí, al menos el noventa por ciento, creo. En las últimas décadas he excavado en muchos yacimientos paleolíticos franceses, incluida la cueva de Chauvet, en Ardèche. En los últimos años me he dedicado a ampliar unas viejas trincheras excavadas originalmente por el profesor Movius de Harvard en Les Eyzies. He estado ocupado.

—¿Pero no lo demasiado para atender este asunto? —preguntó el abad señalando el libro.

—¡Por supuesto que no! ¿Cómo iba a darle la espalda a una gran intriga?

Dom Menaud asintió y miró fijamente la cubierta.

—San Bernardo de Claraval es una figura muy importante de nuestra orden, ¿es consciente de ello?

Hugo reconoció que así era.

De repente el abad, que llevaba el sencillo hábito de monje, frunció los labios, preocupado.

—A pesar de lo emocionado que estoy por tener un documento asociado con él, deberíamos ser conscientes de ciertas sensibilidades. No sabemos qué pretende decir Bartolomé. San Bernardo fue uno de nuestros hombres más importantes. —A continuación señaló cada punto con un dedo—: Fue un fundador de la orden cisterciense. Participó en el Concilio de Troyes que confirmó la orden de los caballeros del Temple. Predicó la Segunda Cruzada. Fundó casi doscientos monasterios por toda Europa. Su influencia teológica fue inmensa. Gozó de la confianza de papas y fue quien denunció a Pedro Abelardo al papa Inocencio II. —Cuando a Luc no se le alteró el semblante lo más mínimo, el abad añadió—: Ya sabe, el famoso romance entre Abelardo y Eloísa, la gran y trágica historia de amor de la Edad Media.

—¡Ah, sí! —exclamó Luc—. A todos nos obligaron a leer sus cartas de amor en la escuela.

—Bueno, posteriormente, mucho después de su tragedia física, Bernardo volvió a complicarle la vida, aunque en esta ocasión fue por un asunto teológico, ¡no del corazón! Es sin duda una información interesante. Sin embargo, Bernardo no fue únicamente canonizado por sus grandes obras, sino que el Papa lo nombró Doctor de la Iglesia en 1174, ¡cuando apenas habían pasado veinte años de su muerte! De modo que lo que estoy diciendo, caballeros, es que a pesar de que este tal Bartolomé dedica un tratado al santo casi doscientos años después de su muerte, debemos ser conscientes de la reputación de Bernardo. Si voy a permitirles que investiguen este asunto, insisto en que obren con la discreción adecuada y que me informen de todos sus hallazgos para que pueda comunicárselos a mis superiores y recibir instrucciones. En esto, como en los demás asuntos de mi vida, solo soy un siervo.

A partir del ambiguo mapa del libro, Luc decidió que el mejor lugar para empezar la búsqueda era el extremo sur de Ruac, situado en la margen oriental del Vézère. Ruac era un pueblo antiguo que, a diferencia de sus vecinos, carecía por completo de atracciones turísticas, por lo que la vida cotidiana no se veía alterada en ninguna época del año. No había museos ni galerías, tan solo un café, y ningún cartel que indicara a los visitantes el camino que conducía a las cuevas prehistóricas o los abrigos rocosos. Había una calle principal adoquinada con casas de piedra de color limón a ambos lados, varias de las cuales aún tenían los tejados originales de lajas, hechos con losas muy pesadas de roca de vetas grises, en el pasado muy común en la región, aunque en la actualidad estaba desapareciendo, sustituida por las tejas de terracota, mucho más prácticas. Era un enclave pequeño y ordenado, con jardines modestos y jardineras rebosantes de flores, y mientras Luc avanzaba por el centro, buscando un lugar donde aparcar, hizo algunos comentarios idílicos sobre cómo había logrado mantener su belleza natural. Hugo reaccionó con indiferencia y se estremeció al ver a una anciana de anchas caderas que frunció la frente cuando el coche pasó a su lado por la estrecha calle. Al final de la hilera de casas, cuando Luc meditaba qué dirección tomar, una cabra atada a un cobertizo situado en el interior de un prado con una valla muy baja se alivió sin reparos, y Hugo fue incapaz de reprimir sus sentimientos durante más tiempo.

—¡Dios, cómo odio el campo! —exclamó—. ¿Cómo demonios me has convencido para que te acompañe?

Luc sonrió y giró hacia el río.

No había ningún sitio para aparcar, por lo que Luc detuvo el Land Rover junto a un jardín, en las afueras del pueblo. No se podía ver el río a través del bosque, pero se oía su murmullo. Dejó una nota en el parachoques avisando de que estaban trabajando en un asunto oficial de la Universidad de Burdeos, lo cual tal vez no impediría que los multaran; todo dependía de lo puntillosos que fueran los gendarmes del pueblo. Ayudó a Hugo a ponerse bien la mochila y ambos se adentraron en el bosque.

Hacía calor y se oía el zumbido de los insectos. No había ningún sendero, solo matorrales, pero los helechos y las malas hierbas no formaban una telaraña demasiado enredada. No tuvieron muchos problemas para abrirse paso entre los castaños de Indias, los robles y las hayas que formaban un manto que impedía que se filtraran los rayos del sol de mediodía y que refrescaba el aire. No era un territorio del todo virgen. Una pila de latas aplastadas atestiguaban las recientes correrías nocturnas que había habido en la zona. Luc se indignó con semejante violación. La imagen perfecta de unos macizos colgantes de flores color crema sobre un fondo verde había quedado arruinada por la basura y masculló que en el camino de vuelta deberían pararse a limpiarlo. Hugo puso los ojos en blanco ante la reacción de explorador de su amigo y siguió avanzando.

A medida que se acercaban al río, el murmullo del agua aumentaba, hasta que atravesaron un matorral y se encontraron de repente a unos veinte metros por encima del río. Tenían una vista fantástica de su curso centelleante hacia el fértil valle de la otra orilla. La vasta llanura, un
patchwork
de campos asimétricos de trigo y judías y ganado que pastaba, parecía difuminarse y desaparecer en el horizonte brumoso.

—Ahora ¿hacia dónde vamos? —preguntó Hugo mientras intentaba ajustarse la mochila.

Luc sacó una copia del mapa y señaló.

—Bueno, estoy dando por sentado que este grupo de edificios representan Ruac, porque esta torre de aquí es, con toda probabilidad, la torre románica de la abadía. Es obvio que no está dibujada a escala, pero las posiciones relativas tienen sentido, ¿lo ves?

Hugo asintió.

—Entonces, ¿crees que estamos en algún lugar de aquí? —Señaló con el dedo un punto del mapa cerca de la línea azul serpenteante.

—Eso espero. De lo contrario va a ser un día muy largo. Creo que deberíamos empezar por recorrer los acantilados hasta que encontremos algo parecido a esto. —Señaló el primer grupo de líneas azules ondulantes—. No creo que podamos fiarnos del extraño árbol azul que dibujó. ¡Me sorprendería que existiera después de seiscientos años! —Entonces se rió y añadió—: Y, por favor, ve con cuidado y no te caigas. Sería trágico.

—No tanto para mí —dijo Hugo con tristeza—, pero las dos mujeres que cobran mis cheques de la pensión alimenticia se pondrían de luto.

Debido a la geografía del abrupto valle, el acantilado en el que se encontraban era más bajo que los que había un poco más adelante.

A medida que avanzaban, la zona que atravesaban se convirtió en subacantilados con muchos árboles, mientras una pared de piedra caliza se alzaba veinte metros por encima de sus cabezas. No era una excursión peligrosa. La cornisa de los subacantilados era lo bastante ancha y estable, y la vista del río era de postal. Sin embargo, Luc era consciente de que su amigo era novato en ese tipo de actividades al aire libre, por lo que mantuvo un ritmo pausado y optó por los puntos de apoyo más seguros para que Hugo pudiera seguirlo paso a paso.

Conocía estos acantilados, pero no de memoria. Hacía quince años que había explorado esa sección, pero había sido una exploración superficial, un pasatiempo sin motivación concreta. Todo el valle estaba lleno de cuevas y refugios prehistóricos y era un hecho comúnmente aceptado que aún quedaban importantes yacimientos, quizá incluso espectaculares, por descubrir. Algunos serían encontrados por arqueólogos o geólogos profesionales, otros por espeleólogos en busca de emociones nuevas, y otros por senderistas o incluso, como había sucedido en el pasado, por el perro de la familia.

Antes de la expedición de ese día con Hugo, Luc había echado un vistazo a sus viejos diarios sobre los acantilados de Ruac. Las notas eran escasas. Había dedicado un día o dos a curiosear en la zona durante el verano, tras haber obtenido el doctorado. Tomó notas sobre águilas ratoneras y milanos negros que se mecían en las corrientes térmicas y sobre los placeres de comer al aire libre, pero no había ni una sola mención de ningún descubrimiento arqueológico. Pensando en el pasado, lo que mejor recordaba de ese verano era la sensación de alivio al ser consciente de que había finalizado una época de su vida y que empezaba otra. Sus días de estudiante habían acabado y aún no había ganado la cátedra. Todavía podía disfrutar de la maravillosa libertad.

Mientras se documentaba para el viaje, Luc descubrió que, varios años antes, un colega de Lyon había realizado un estudio en helicóptero sobre las superficies rocosas de color pajizo del valle del Vézère, lo cual podía ser mucho más útil que sus propias notas. Así pues, le pidió a su compañero que le enviara por correo electrónico fotografías y mapas de la zona. Estudió todo el material cotejándolo con el mapa de Bartolomé, utilizó una lupa para intentar encontrar cualquier pista útil —saltos de agua, grietas, entradas de cuevas—, pero, al igual que el arqueólogo de Lyon, no vio nada de interés especial.

Cuando ya llevaban una hora de caminata se detuvieron para beber agua embotellada. Hugo se quitó la mochila de los hombros y se sentó en cuclillas, con la espalda apoyada en una roca, para que no se le manchara la parte trasera del pantalón. Se encendió un purito y su rostro reflejó el primer momento de placer de la tarde. Luc permaneció de pie, mirando hacia el sol. Sacó el rudimentario mapa del bolsillo trasero de los vaqueros, le echó otro vistazo y volvió a doblarlo.

Hugo hizo un mohín.

—No me había dado cuenta de lo inútil que iba a ser esto hasta que he llegado aquí. ¡Apenas podemos ver las rocas que hay bajo nosotros! ¡Y es casi imposible distinguir las que se alzan por encima de nuestras cabezas! Supongo que si hubiera una gran entrada a una cueva en esta cornisa, quizá la encontraríamos. No me dijiste que esto iba a rozar lo ridículo.

Luc se encogió de hombros al oír los comentarios de su amigo.

—El mapa es la clave. Si es real, tal vez encontremos algo. Si resulta que es el producto de la imaginación de este tipo, entonces podremos consolarnos pensando que hemos tomado el sol y hecho ejercicio para toda la semana, eso es todo. Además, habremos reforzado nuestros vínculos.

—Yo no quiero reforzar vínculos contigo —dijo Hugo, enfadado—. Tengo calor, estoy cansado, las botas nuevas me rozan y quiero irme a casa.

—Acabamos de empezar. Relájate y disfruta. ¿No te he dicho que tienes unas botas preciosas?

—Gracias por darte cuenta. Bueno, ¿qué le dice el mapa, profesor?

—Aún nada. Tal y como he dicho —le explicó Luc con paciencia—, después de conducirnos hacia una zona extensa orientándonos a partir de la posición de la abadía, el pueblo y el río, los únicos puntos de referencia son ese árbol peculiar y un par de saltos de agua. Como es probable que el árbol haya desaparecido hace tiempo, si encontramos las cascadas quizá eso signifique que estamos en el buen camino. Si no, lo más seguro es que volvamos a casa de vacío. ¿Qué te parece, nos ponemos en marcha?

A medida que avanzaba la tarde, el camino se fue haciendo más difícil. En algunos tramos la cornisa se estrechaba y desaparecía, lo que obligaba a Luc a encontrar otra cornisa un poco más arriba o abajo en la pared del acantilado. Los ascensos y descensos no eran muy complicados y no requerían conocimientos técnicos de escalada, pero eso no evitaba que se preocupara por la capacidad de Hugo para mantener el equilibrio. En un par de ocasiones le dijo a su amigo que le pasara la mochila colgada de una cuerda corta antes de que Hugo empezara a buscar puntos de apoyo para manos y pies en la pared vertical. Su amigo refunfuñó y dio un poco la lata, pero Luc logró distraerlo y siguieron avanzando con paso lento pero seguro.

Debajo, un grupo de kayakistas, con embarcaciones de colores estridentes como los juguetes de los niños, avanzaban río abajo. Una bandada de milanos negros volaba en dirección opuesta. El sol empezaba a ponerse y la llanura inundable se teñía del color de la buena cerveza. Luc miró el reloj. Si emprendían el camino de vuelta pronto podrían llegar al coche con luz natural, pero decidió seguir avanzando un poco más. Se acercaban a un promontorio. Cuando lograran sobrepasarlo confiaba en que podría tener una visión más clara de la pared de roca. Sería entonces cuando decidiría si debían seguir adelante o dar media vuelta.

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