Read La llave del destino Online

Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (7 page)

BOOK: La llave del destino
4.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aunque las pinturas desprendían una sensación de velocidad, Luc tenía los pies pegados firmemente al suelo. Debió de permanecer en el mismo sitio durante mucho tiempo antes de ser consciente de los gritos de súplica que llegaban desde abajo.

También fue consciente de que estaba temblando agitadamente y de que tenía los ojos húmedos. Aquello no era un mero descubrimiento. Era Carter en el Valle de los Reyes, Schliemann en Troya.

Solo en la entrada de la cueva había varias docenas de pinturas rupestres, las mejores que había visto jamás; animales casi a tamaño natural ejecutados con un estilo naturalista, magistral y que rebosaba confianza. En la gran cueva de Lascaux había un total de novecientos animales. Allí, a pesar de los límites impuestos por la tenue luz, podía ver al menos una cuarta parte de esa cantidad. Y tan solo era la punta del iceberg. ¿Qué había más allá de los confines de su linterna?

Luc se dio cuenta de la grandiosidad del momento: potencialmente aquello era más importante que Lascaux o Chauvet. Nunca había mostrado ningún interés en planificar su futuro. Siempre había dejado que las cosas siguieran su curso tanto en su vida personal como en la profesional. Se había dejado arrastrar por la corriente del destino. Pero en un solo instante, emocionante y aterrador al mismo tiempo, supo que iba a pasar el resto de su vida allí, en esa cueva de las afueras de Ruac.

Retrocedió para respirar aire fresco, asomó la cabeza por el agujero y tuvo que cerrar los ojos cuando Hugo lo deslumbró con el haz de luz de su linterna.

—¡Gracias a Dios que estás bien! —gritó Hugo—. ¿Por qué no me respondías?

—Tienes que subir. —Fue lo único que pudo decir Luc.

—¿Por qué? ¿Qué has encontrado?

—¡Es la cueva de Bartolomé!

—¿Estás seguro?

—Sí, tiene que serlo. Sube por la misma ruta que he seguido yo. Con cuidado. Y piensa en esto: tu vida, amigo mío, ya no volverá a ser igual.

Capítulo 7

E
l tiempo se convirtió en una materia prima extraña.

De pronto se detuvo por completo pero arrancó de nuevo a una velocidad asombrosa. Fue la noche más larga y más corta de su vida, y en el futuro, cuando Luc hablara de ella, la gente arrugaría la frente sin comprenderlo, lo que le obligaría a decir: «Confiad en mí, es lo que sentí».

Había ordenado a Hugo que no se moviera y que se quedara con las manos en los bolsillos mientras él hacía dos viajes para subir las mochilas. Cuando acabó, apuntó con la linterna por encima de la cabeza para proporcionarle un abanico de luz y pronunció un discurso breve y solemne.

—Ahora esto es un yacimiento arqueológico, un tesoro nacional. Hemos contraído una responsabilidad con la ciencia, con Francia y con el mundo, y debemos hacer bien nuestro trabajo. No vamos a tocar nada. Pisa únicamente donde pise yo. No enciendas ninguno de tus puritos apestosos. Si en algún momento no sabes qué hacer, pregunta.

—Joder, Luc, no soy idiota.

—Creía que habíamos llegado a la conclusión de que sí lo eras —replicó Luc en tono burlón—. Venga, vamos.

No tardaron demasiado en comprobar de forma fehaciente que se trataba de la cueva del manuscrito. Enseguida encontraron tres pinturas que destacaban entre las demás —un caballo, un ciervo y un toro moteado— y que eran idénticas a las de las ilustraciones de Bartolomé.

Luc avanzó con gran cuidado hacia el interior de la cueva, enfocaba el suelo cubierto de guano con la linterna antes de dar un paso para asegurarse de que no aplastaba algo valioso con la bota. Por encima de ellos, los murciélagos no cesaban de proferir unos chillidos agudísimos que amenazaban con perforarles los tímpanos. El ambiente era horrible, no irrespirable, pero sumamente desagradable. Hugo sacó un pañuelo y se tapó la boca y la nariz para protegerse del hedor cáustico a amoníaco de la orina de los murciélagos.

—¿Va a matarme esto? —se quejó Hugo, temblando a causa de la humedad y el frío.

—El pañuelo es una buena idea —se limitó a responder Luc, que no quería distracciones.

Cada pocos pasos, quitaba la tapa del objetivo de su Leica, tomaba una serie de fotografías y les echaba un vistazo en la pantalla LCD para asegurarse de que todo aquello no era producto de su imaginación.

—¡Fíjate en la calidad de los caballos, Hugo! La comprensión de la anatomía. La forma en que expresan el movimiento. Son pinturas muy elaboradas. ¿Ves las patas cruzadas de este? Es una muestra de dominio absoluto de la perspectiva. Esto excede el nivel artístico de Lascaux. Es absolutamente increíble. ¡Y estos leones! Fíjate en la paciencia y sabiduría de su rostro.

El amoníaco debía de haber surtido el mismo efecto que las sales aromáticas. Hugo estaba completamente sobrio y preguntó con seriedad, como un estudiante:

—¿Cuántos años crees que tienen?

—Es difícil de decir. Las pinturas de Lascaux tienen unos dieciocho mil años de antigüedad. Estas parecen más adelantadas. Utilizaron una gran paleta de pigmentos: carbón, grafito, arcilla, óxido de hierro rojo y amarillo y manganeso, de modo que si tuviera que hacer un cálculo diría que son más recientes.

El final de la primera sala parecía estar marcado por una pintura muy imaginativa de un mamut con una trompa tan gigantesca que le llegaba por debajo de las patas. A partir de ese punto seguía una zona más estrecha y empinada que no los obligaba a agacharse pero sí a apretujarse. En el pasillo solo había una pintura: a la altura de los ojos podían ver la silueta de un par de manos humanas. En este caso, el autor había esparcido el pigmento rojo ocre con la boca sobre las manos estiradas, dejando unos negativos pálidos, casi del color de la carne, en la roca.

—¿Las manos del artista? —preguntó Luc con tono reverencial. Estaba a punto de explicar la técnica cuando vio algo más adelante, iluminado por la linterna de Hugo, que lo distrajo—. ¡Mira ahí! ¡Dios mío, fíjate en eso!

La cueva se abría para dar paso a una cámara bulbosa, más grande que la que habían dejado atrás.

Estaban en el centro de algo maravilloso.

Había docenas, literalmente docenas, de bisontes negros y marrones a galope tendido, cada uno de los cuales medía un metro de largo, con las patas en movimiento, las crines y barbas ondeando al viento, los ojos, unos círculos brillantes que nadaban en unas cabezas grandes y negras. La manada era inmensa, y como se extendía por las paredes a ambos lados parecía un efecto estereoscópico, lo que daba a Luc y Hugo la impresión de que corrían con la manada. No era imposible oír el estruendo, percibir que la tierra temblaba bajo ellos y sentir el aliento que expulsaban por sus bocas barbudas.

—Esto es algo absolutamente extraordinario, del todo… —empezó a murmurar Luc, pero entonces vio una figura humana a la izquierda, un homínido en un mar bovino.

Hugo también lo vio y lanzó un grito a través del pañuelo.

—¡Es nuestro hombre!

La primitiva figura, reproducida de forma muy acertada en el manuscrito de Bartolomé, se encontraba de pie, con cabeza de pájaro, brazos longilíneos estirados y manos de cuatro dedos, un cuerpo largo representado con una forma oblonga y sencilla, unas piernas de palo con pies exagerados en forma de canoa y ese pene, un gran cuchillo erecto, apuntando como un arma a uno de los bisontes de la estampida. Sobre las cabezas de las bestias había un enjambre de lanzas puntiagudas que las acechaban. Una parecía haber alcanzado su objetivo. Estaba clavada en el estómago de un bisonte, derramando círculos concéntricos de vísceras.

Luc se apresuró a tomar doce fotografías y luego dejó que la cámara colgara sobre el estómago.

—Un hombre solitario contra una manada. El primer héroe del mundo, ¿no crees?

—Yo diría que parece excitado por su propio cometido —bromeó Hugo.

—Es una señal de virilidad, no de excitación sexual —dijo Luc con seriedad, y siguió avanzando.

—Sí, profesor —replicó Hugo—, lo que usted diga.

La cueva parecía tener una disposición lineal, una serie de cámaras que horadaban el acantilado como segmentos rollizos de un gusano. Cada cámara contenía más maravillas, un bestiario prehistórico de animales de caza dibujados con gran vitalidad. Luc disfrutaba con todo, como un gato ante un plato lleno de crema de leche, y al final tuvo que ser Hugo quien dijo que ya debía de haber amanecido. Además, el olor a amoníaco podía con él. Tenía dolor de cabeza y empezaba a sentir náuseas.

Luc se mostró reacio a salir hasta que no hubiera llevado a cabo al menos una inspección superficial de todo el complejo, por abrumadora que pudiera resultar la tarea. Siempre parecía haber un rincón más, una sala y una galería más, cada una adornada con criaturas que parecían tan frescas como el día en que las pintaron. Sin embargo, a medida que se adentraban en la cueva, más tenían que esquivar a los murciélagos, que reaccionaban de forma frenética y poco agradecida a la luz de las linternas.

Luc convenció a Hugo de que se quedara con él un rato más, de que exploraran una sala más, una galería más, hasta que llegaron a lo que parecía el final, una sala sin salida y sin pinturas, llena de excrementos de murciélago, lo que provocaba un hedor casi asfixiante. Luc estaba a punto de poner fin a su noche y de rendirse al cansancio y a las náuseas que el amoníaco le estaba provocando cuando vio una pequeña abertura a la derecha, un agujero en la pared lo bastante grande para atravesarlo a gatas pero solo apto para temerarios.

Luc se quitó la mochila y la dejó atrás. Hugo sabía que no tenía sentido intentar detenerlo. Se negó a seguirlo a pesar de que no tenía ganas de quedarse solo porque los murciélagos no dejaban de moverse en el techo, espoleados por la intrusión y revoloteando de vez en cuando. Casi sentía el roce de las puntas ásperas de las alas en la cara, y tuvo que hacer esfuerzos para controlar la respiración. No soportaba iluminar la turba enfebrecida que colgaba sobre su cabeza, pero tampoco quería quedarse a oscuras, por lo que enfocó la linterna en dirección al agujero. Lo único que podía hacer era pedirle a Luc que se diera prisa mientras se tapaba la cara con el pañuelo. Sintió un escalofrío cuando las suelas de su amigo desaparecieron en la oscuridad.

Luc recorrió con cuidado varios metros del conducto estrecho y duro. Tenía la extraña sensación de que estaba atravesando un canal de parto.

De repente pudo ponerse de pie; estaba en una pequeña sala, del tamaño de una sala de estar modesta. Barrió las paredes con la linterna y parpadeó, sobrecogido, por lo que vio. Mientras se humedecía los labios para llamar a Hugo, se dio cuenta de que tan solo estaba en una especie de antesala. Un poco más adelante había una gran sala, una cúpula en forma de iglú que lo dejó, literalmente, con la respiración entrecortada.

—¡Hugo, tienes que venir!

Al cabo de un instante apareció Hugo, a cuatro patas, refunfuñando y gruñendo, pero cuando se puso en pie soltó un grito de admiración:

—¡Dios!

La antesala entera estaba adornada con manos estarcidas en ocre rojo, 360 grados de marcas de manos, izquierdas y derechas, todas del mismo tamaño, lo que confería a la sala un aspecto de planetario en el que las manos eran las estrellas.

Luc le hizo un seña.

—¡Ven aquí!

Las paredes de la última cámara estaban decoradas con unas pinturas espléndidas, lo cual no era una sorpresa, pero no había animales. Ni uno solo.

—Me estaba preguntando por los otros dibujos del libro de Bartolomé, ¿qué pasa con las plantas? ¡Y mira!

Estaban en un jardín, un paraíso. Había enredaderas verdes con hojas estrelladas, plantas en forma de arbusto con bayas rojas, y en una pared un auténtico mar de hierba alta marrón y ocre, cada tallo dibujado de forma individual, todos ellos inclinados en la misma dirección, como si el viento los empujara. Y en medio de esta sabana había un hombre de tamaño natural representado con un perfil negro, una versión mucho mayor del hombre pájaro de la escena de caza de bisontes, con los brazos estirados, priápico, de cara al viento, invisible con el pico abierto. Llamando, tal vez llamando.

—Es nuestro héroe —dijo Luc sin alzar la voz mientras intentaba quitar la tapa del objetivo.

No había duda de que había llegado el momento de irse. No quedaba nada que explorar, ambos amigos estaban exhaustos física y mentalmente, y habían respirado aire viciado durante demasiado tiempo. Al final Luc ya no sabía cómo expresar que lo que estaban experimentando no tenía precedentes. Los animales eran una muestra magnífica de naturalismo, y en muchos sentidos eran excepcionales por su calidad y abundancia, pero no había ningún otro ejemplo en el arte paleolítico que pudiera compararse ni remotamente con esa representación de la flora.

Después de la enésima expresión de asombro de Luc, Hugo empezó a impacientarse.

—Sí, sí, ya lo has dicho, pero tenemos que salir de aquí, en serio. Tengo la sensación de que se me escurre la vida entre las manos.

Luc miró a los ojos al hombre pájaro y sintió la necesidad de hablarle, pero por el bien de Hugo decidió reproducir la conversación mentalmente: «Volveré pronto. Tú y yo vamos a conocernos muy bien».

En ese momento no supo qué le hizo mirar abajo, pero en la tenue periferia del haz de luz de su linterna había algo junto a su pie izquierdo que no podía pasar por alto.

Un borde de sílex negro junto a la pared de la cueva.

Se arrodilló y soltó una palabrota. Tenía la pala en la mochila, que había dejado en la sala anterior.

Llevaba un bolígrafo Bic en el bolsillo de la camisa, le quitó el tapón y empezó a hurgar entre la tierra y el guano con el tubo de plástico.

—Creía que habías dicho que no tocáramos nada —se quejó Hugo.

—Tranquilo. Soy arqueólogo —replicó Luc—. Esto es importante.

No tardó en apartar suficiente tierra de la que había alrededor, lo que dejó al descubierto una hoja larga y fina de sílex, casi el doble de larga que su dedo índice. Estaba apoyada contra la pared, casi como si la hubieran puesto ahí a propósito. Luc agachó la cabeza y la acercó tanto que casi podía rozar la lasca de sílex con los labios. Sopló para eliminar los restos de tierra de la superficie y a continuación puso la cámara en macro y disparó.

—¿Qué pasa? —preguntó Hugo.

—¡Es auriñaciense!

—¿Ah, sí? —contestó Hugo, que no se dejó impresionar—. ¿Podemos irnos ya, por favor?

—No, escucha. Esta espina de aquí, este dibujo desconchado y esta forma de reloj de arena…, esta herramienta es auriñaciense, sin duda. Fue hecha por el primer
Homo sapiens
de Europa. Si, y recalco el si, es contemporánea a las pinturas, ¡eso significa que la cueva tiene unos treinta mil años! Más de diez mil años que Lascaux, ¡y es más adelantada que Lascaux en todos los aspectos artísticos y técnicos! No me lo puedo creer. No sé qué decir.

BOOK: La llave del destino
4.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Conard County Spy by Rachel Lee
Cold Wind by Nicola Griffith
Step Scandal - Part 3 by St. James, Rossi
The Island by Olivia Levez
Jump When Ready by David Pandolfe