Sus hombres agacharon la cabeza y encajaron el rapapolvo como buenos soldados.
Gatinois se puso en pie e intentó decidir si debía irse y dejarlos ahí sentados, meditando sobre su destino. Se inclinó hacia delante y dio un puñetazo en la mesa de madera pulida.
—¡Por el amor de Dios, esto es Ruac! ¡Dejad de perder el tiempo y poneos manos a la obra!
R
estauraciones H. Pineau tenía las oficinas en la rue Beaujon, junto a la avenue Hoche, a pocas manzanas del Arco de Triunfo. Era un distrito de alquileres caros que Hugo había elegido porque confería gran prestigio. Para que no se dispararan los gastos había alquilado únicamente unas cuantas habitaciones, que eran la sede central en la que trabajaba su personal. Él vivía en el distrito 7, en un piso con elegantes vistas al Sena, y cuando hacía buen tiempo iba caminando hasta las oficinas fumando un purito. Siempre intentaba que los clientes pasaran por allí para poder presumir del buen gusto de su colección de cuadros y antigüedades, por no hablar de su secretaria pelirroja.
Como cosmopolita de pura raza, no soportaba estar lejos del centro de París, y siempre le deprimía un poco tener que visitar los almacenes de su empresa, que se encontraban en un edificio metálico y bajo en una zona industrial cerca del aeropuerto de Orly. Era el lugar donde la compañía recibía todo tipo de cuadros, obras de arte, libros y manuscritos de Europa occidental y más allá, y también donde mantenía una plantilla de treinta personas que siempre estaban atareadas eliminando con paciencia, y gran lucro para la empresa, los efectos causados por inundaciones, incendios y otros desastres humanos y naturales.
Hugo salió de su despacho cuando oyó resonar la voz de barítono de Luc en la recepción.
—¡Justo a tiempo! —exclamó Hugo mientras le daba un abrazo de oso a su amigo. Luc le sacaba una cabeza, tenía un cuerpo musculoso y lucía un bronceado propio de trabajar habitualmente al aire libre. En comparación, Hugo tenía un aspecto pálido, imberbe, más cuidado pero amanerado—. Bueno, por fin has conocido a Margot. ¡Ya te dije que era guapa! —Y a ella le dijo—: ¡Ya te dije que era guapo!
—Vaya, ha logrado hacernos sentir incómodos a los dos —dijo Luc con una sonrisa—. Margot, debes de ser una mujer fuerte si puedes soportar a este hombre.
La secretaria asintió con cierto descaro y añadió:
—Mi novio juega al rugby, lo cual es un buen seguro para sus malos modales.
—Y este es Isaak Mansion, mi gerente de desarrollo comercial y mi mano derecha —dijo Hugo, presentando al hombre de traje y corbata que había aparecido a su lado, un tipo con el pelo corto y rizado y una barba muy bien cuidada.
Isaak saludó afectuosamente a Luc y dijo con timidez:
—Aún no sabes por qué te hemos pedido que vengas, ¿no?
—¡Calla! —exclamó Hugo, que tenía ganas de jugar—. Déjame divertirme un poco más. ¡Vete a ganar dinero para la empresa!
Ya en su despacho, Hugo le pidió a Luc que se sentara, abrió una botella de bourbon con grandes aspavientos y lo sirvió generosamente en un par de vasos de cristal de Baccarat. Brindaron y tomaron un sorbo.
—La oficina parece fantástica y tú también tienes buen aspecto —dijo Luc.
—¿Cuánto hacía que no venías por aquí, cinco años? —preguntó Hugo.
—Más o menos.
—Es increíble, nos veíamos más cuando vivías en el extranjero.
—Bueno, ya sabes lo que pasa —murmuró Luc—. Nunca nos sobra tiempo.
—La última vez que nos vimos tenías novia, una chica americana.
—La relación se fue a pique.
Hugo se encogió de hombros.
—Típico. —Y sin dejar pasar ni un segundo añadió—: ¡Joder, me alegro de verte!
Durante un rato hablaron de amigos de la época universitaria y de la complicada vida social de Hugo, hasta que Margot llamó a la puerta con discreción y comunicó a su jefe que la policía había vuelto a llamar.
—¿Quieres que salga? —preguntó Luc.
—No, quédate, quédate. No tardaré mucho.
Luc escuchó una parte de la conversación, y cuando Hugo colgó, suspiró.
—Siempre pasa algo. Anoche entraron a robarnos en el almacén y le dieron una buena paliza al vigilante; está en el hospital con fractura de cráneo. Lo revolvieron todo.
—¿Se llevaron algo?
—Nada. Seguro que los muy idiotas no sabían ni que nos dedicamos a la restauración de libros. ¿Qué es lo último en lo que podría estar interesado un ladrón? ¡En libros! Y eso es lo que encontraron, a montones. Un acto de justicia poética, pero lo pusieron todo patas arriba.
Luc no pudo evitar compadecerse de su amigo por el estrés al que parecía estar sometido, pero al final alzó las palmas de las manos hacia el techo y preguntó:
—Bueno, ¿qué te traes entre manos? ¿Qué es eso tan especial que me ha obligado a dejarlo todo para venir a París?
—Necesito que me eches un cable.
—¿En qué?
—En esto.
Hugo se acercó al aparador y cogió un pequeño paquete envuelto en muselina. Se sentaron en el sofá. Hugo despejó la mesa de centro y desenvolvió el libro lentamente, recreándose en el proceso. El cuero parecía más rojo y más lustroso que el día en que lo vio por primera vez en la abadía. El santo con halo de la cubierta tenía un aspecto más vivo y tridimensional. Los bullones de plata, las esquinas y las cabezadas junto a los cierres dobles habían recuperado parte de su brillo original. Y, por supuesto, el libro pesaba mucho menos ahora que estaba seco.
—Lo recibí hace unas semanas. Había sufrido muchos daños por culpa del agua, pero mi personal lo ha restaurado.
—De acuerdo…
—Es de la Dordoña, el Périgord Negro, tu territorio.
Luc enarcó las cejas, mostrando un leve interés.
—¿Alguna vez has oído hablar de un pueblecito llamado Ruac?
—A orillas del Vézère, ¿verdad? Como mucho habré estado curioseando un par de veces por ahí. ¿Por qué?
Hugo le habló de la abadía y del incendio que había sufrido, dando a su relato cierto toque dramático y teatrero para contribuir al clímax. Después de cantar las excelencias de su empresa en la restauración de manuscritos, dijo:
—Me gustaría que lo hojearas y me dieras una primera impresión, ¿de acuerdo?
—Por supuesto. Echémosle un vistazo.
Luc cogió el libro ligero y delgado con sus manos callosas, abrió la tapa, tomó la nota de la fecha del siglo XIV de la guarda y empezó a pasar las páginas.
Lanzó un silbido.
—¡Me estás tomando el pelo! —exclamó.
—Creía que te interesaría —dijo Hugo—. Sigue.
Luc se detuvo en cada página lo suficiente para formarse una primera opinión. Aunque no era capaz de leer el texto, sabía que el escriba había sido alguien competente y experto. El manuscrito estaba escrito con una caligrafía angulosa muy característica, con dos columnas por página, empleando una tinta de color óxido que conservaba un bonito tono cobrizo. Alrededor del borde de las páginas había unas marcas que se habían utilizado para mantener las líneas rectas y paralelas.
Sin embargo no era el texto lo que le interesaba. Lo que le había cautivado eran las ilustraciones brillantes y de colores intensos que decoraban los márgenes de varias páginas.
En especial las icónicas, las imágenes que eran la sangre de su vida.
Los toros negros. El corzo. El bisonte.
Unas imágenes con gran fuerza animal y recreadas con tonos negros, rojos terrosos, marrones y canela.
—No hay duda de que se trata de arte rupestre policromático —murmuró—. Del Paleolítico Superior, muy similar en ejecución y estilo a Lascaux, pero no son de ese yacimiento ni de ningún otro que haya visto.
—Y los has visto todos, imagino —dijo Hugo.
—¡Por supuesto! ¡Es a lo que me dedico! Pero lo que resulta aún más increíble es la fecha: ¡1307! La primera mención creíble de la que hay constancia de arte rupestre es de 1879, en Altamira. ¡Y esto es de cinco siglos antes! No estoy diciendo que el hombre no hubiera visto estas cuevas antes del siglo XIX pero a nadie se le ocurrió hablar de ello ni reproducir ninguna imagen. ¿Estás seguro de que es de 1307?
—Bueno, no lo he sometido a un análisis de datación, pero el pergamino, la tinta, los pigmentos, todo parece indicar claramente que es el siglo XIV.
—¿Estás seguro?
Hugo rió y repitió:
—¡Es a lo que me dedico!
Luc se concentró de nuevo en el libro. Fue pasando páginas hasta encontrar la que buscaba, y dio la vuelta al libro para que Hugo pudiera verlo.
Su amigo dio un resoplido.
—Sabía que te interesaría. ¡Menuda imagen, es muy evocativa! ¿Alguna vez habías visto algo así?
En el margen había una especie de esbozo bastante primitivo, una forma humana que estaba de pie, poco más que una figura de palo glorificada representada con unos trazos gruesos de color negro. En lugar de cabeza la figura tenía un pico de pájaro, y en el centro del cuerpo, una línea larga de tinta, un enorme falo erecto.
—¡Sí! ¡He visto algo así! No idéntico, pero muy parecido. En Lascaux hay una pintura de un hombre pájaro como este. Es una especie de figura mística. Tiene hasta polla. Es increíble.
Pasó otra página y señaló las
marginalia
, que destacaban por unos pigmentos muy intensos y suntuosos: verdes exuberantes, marrones terrosos y rojos vigorosos.
—¡Y mira todos estos dibujos! Estas plantas. —Y otra página—. Son algún tipo de enredaderas. —Y otra—. Son hierbas. ¡Es como una historia natural! —Al final llegó a una de las últimas páginas—. ¡Y esto, por el amor de Dios, Hugo, es un mapa!
A lo largo de los márgenes de la página había una línea azul sinuosa que serpenteaba entre tonos de verde, marrón y gris, una especie de topografía. Una serie de pequeños símbolos pintados salpicaban el paisaje: una torre de color canela, una línea azul en zigzag —tenía que ser un río—, un grupo de construcciones con el techo gris, un árbol con unas ramas que trazaban unos ángulos increíbles, un par de conjuntos de líneas ondulantes de color azul sobre un fondo gris y, cerca, una pequeña
X
negra flotando sin contexto.
Hugo le dio la razón.
—A mí también me parece un mapa.
Luc apuró el bourbon pero hizo un gesto negativo con la mano cuando Hugo intentó llenarle el vaso de nuevo.
—Bueno, ahora más te vale contarme qué dice. Tú eres el latinista. Yo nunca fui más allá del
veni, vidi, vici
.
Hugo sonrió, llenó su vaso y dijo con aire teatral:
—Bueno, la inscripción de la guarda dice: «Yo, Bartolomé, fraile de la abadía de Ruac, tengo doscientos veinte años y esta es mi historia».
Luc arrugó la nariz, confundido.
—Sigue…
—Y la primera línea de la primera página dice: «A la memoria eterna del mayor hombre que he conocido jamás, san Bernardo de Claraval».
Luc deslizó el dedo por el halo del santo de la cubierta.
—¿Este hombre?
—Es probable.
—¿Alguna relación con los perros?
—Pues resulta que sí, les pusieron este nombre en honor a él, pero por lo que sé es más famoso por otras cuestiones.
—Dime qué más dice.
—No puedo.
Luc empezaba a perder la paciencia.
—¿Por qué no?
Hugo estaba disfrutando mucho.
—No puedo leerlo.
Luc ya no aguantaba más.
—Mira, desembucha y no seas capullo. ¿Por qué no puedes leerlo?
—¡Porque lo demás está escrito en clave!
P
ara Luc, el hecho de visitar el Périgord era como volver a casa. Era una región verde y fértil y siempre parecía recibirlo como una madre, con los brazos abiertos. Desde su más tierna infancia, en la casita de vacaciones que la familia tenía en Saint-Aulaye, donde pasó los veranos chapoteando en la playa del pueblo a lo largo del Dronne, Luc nunca había sido tan feliz como cuando se encontraba en esos parajes.
El terreno ondulante, los abruptos cañones del río, los acantilados de piedra caliza, los bancales bañados por el sol que se extendían más allá de las laderas que producían el vino, las tupidas zonas boscosas, los ciruelos y las encinas que abundaban en aquel suelo arenoso, las antiguas aldeas y pueblos de piedra caliza que salpicaban las carreteras secundarias; todo aquello le estremecía el alma y lo atraía una y otra vez. Sin embargo, ninguna de esas cosas era tan importante como los fantasmas del pasado lejano del Périgord, las almas perdidas que acudían a él como si estuviera soñando despierto, unas sombras que corrían por los bosques y a las que nunca podía alcanzar.
Las visiones que tenía de niño de un hombre primitivo arando la tierra, alimentadas por los viajes a las cuevas oscuras con pinturas rupestres de la región y la novela de Jean Auel
El clan del oso cavernario
, que prácticamente devoró a la precoz edad de once años, lo empujaron a tomar el camino académico que lo llevó a la Universidad de París, a la de Harvard y ahora a la de Burdeos.
Luc había recogido a Hugo en la estación de tren principal de Burdeos, la Gare Saint-Jean, y de ahí se dirigieron hacia el oeste en su desvencijado Land Rover. Luc siguió la ruta de forma automática; casi podría haber cerrado los ojos. El Land Rover, que una alumna de posgrado inglesa muy bromista había apodado como Land Lover, había recorrido varios cientos de miles de kilómetros. De día, cuando había alguna excavación en marcha, servía para transportar a los estudiantes y el equipo hasta el yacimiento con sus amortiguadores implacables, y de noche transportaba a jóvenes excavadores con las hormonas descontroladas y alguna que otra cerveza de más de café en café.
Llegaron a la abadía antes de la hora de la comida y se sentaron con dom Menaud en el estudio de la casa abacial, una sala llena de polvo y libros que más parecía el apartamento de un profesor universitario que el de un clérigo. Hugo hizo las presentaciones y se apresuró a disculparse por su ropa informal. Fanático de la moda como era, le mortificaba tener que asistir a una reunión vestido como un senderista.
Hugo había intercambiado correspondencia con el abad sobre el estado de la restauración y se había fijado un calendario para la devolución de todos los volúmenes. Pero ahora dom Menaud tenía unas ganas irrefrenables de ver el manuscrito de Bartolomé con sus propios ojos, y cuando Hugo lo sacó de la bolsa lo agarró como un niño goloso al que ofrecen una chocolatina.