—¡Por favor! —imploró el abad—. Tengan cuidado con mis libros. —Entonces, en un fugaz momento de pánico, el abad cayó en la cuenta de que el valioso texto de san Benito se encontraba en el camino directo de las llamas. Se abrió paso entre Bonnet y los demás, cogió el volumen de la estantería y lo acunó en los brazos como si fuera un bebé.
El jefe de los bomberos estalló al ver su reacción.
—No puedo hacer mi trabajo con ese hombre molestando aquí. Que alguien se lo lleve. ¡Aquí mando yo!
Un grupo de monjes agarraron al abad de los brazos, y de forma silenciosa, pero firme, lo sacaron fuera, donde el aire nocturno también olía a humo. El propio Bonnet cogió un hacha, clavó el extremo acabado en punta en el estante, a la altura de los ojos, en el lugar donde hasta unos segundos antes se había encontrado la versión de Dijon de la Regla, y tiró de nuevo del hacha con todas las fuerzas. Con el primer golpe había destrozado el lomo de un libro y varios pedacitos de papel revolo tea ron por el aire. La enorme estantería se inclinó unos cuantos centímetros hacia delante y cayeron unos pocos manuscritos. Repitió la maniobra varias veces y sus hombres lo imitaron en otros lugares a lo largo de la pared.
A Bonnet siempre le había costado leer y albergaba cierto odio por los libros, de modo que aquella misión le proporcionó algo más que un pequeño placer sádico. Había cuatro bomberos trabajando de forma simultánea que clavaron el hacha al unísono. La estantería se inclinó hacia delante y, con un torrente de libros que pareció un desprendimiento de rocas de los que se daban en las carreteras de montaña de la zona, se desplomó.
Los bomberos se apartaron antes de que la estantería cayera sobre el suelo de piedra. Junto con sus hombres, Bonnet se encaramó a la estantería, que reposaba sobre una pila de libros. Las pesadas botas aplastaron, y en el caso de Bonnet atravesaron, las tablas de nogal mientras se abrían paso hasta la pared en llamas.
—¡Vamos! —gritó el jefe de la brigada, que resollaba a causa del esfuerzo—. ¡Tenemos que abrir esta pared y remojarla de inmediato!
Al alba, los bomberos aún estaban apagando los últimos rescoldos. El abad por fin pudo entrar de nuevo en la biblioteca. Arrastraba los pies como un anciano; había cumplido los sesenta, pero la noche lo había envejecido: caminaba encorvado y parecía frágil.
Empezaron a correrle las lágrimas cuando vio el desastre. Las estanterías destrozadas, las masas de pasta de papel empapado, el hollín que lo cubría todo. La pared quemada había sido derribada casi por completo y podía ver la cocina. ¿Por qué, se preguntó, no habían apagado el incendio por la cocina? ¿Por qué había sido necesario destruir los libros? Sin embargo, la abadía se había salvado y no había que lamentar la pérdida de vidas humanas, algo por lo que debía estar agradecido. Saldrían adelante. Siempre lo hacían.
Bonnet se acercó hasta el abad, pasando por encima de los escombros, y le ofreció una rama de olivo.
—Siento haber sido brusco con usted, dom Menaud. Solo hacía mi trabajo.
—Lo sé, lo sé —dijo el abad, aturdido—. Es que…, en fin, ha habido tantos daños…
—Me temo que los incendios no son un asunto trivial. No tardaremos en irnos. Conozco una empresa que puede ayudarlo con la limpieza. El dueño es el hermano de uno de mis hombres de Montignac.
—Nos ocuparemos nosotros mismos —respondió el abad. No podía apartar la mirada de los libros que cubrían el suelo. Se agachó para coger una Biblia empapada; el cartón y el cuero ya estaban impregnados del leve olor que desprenden los hongos. Utilizó los pliegues de la manga del hábito para secarla, pero se dio cuenta de lo inútil de su gesto y la dejó en la mesa de lectura, que se encontraba junto a una estantería intacta.
El anciano negó con la cabeza; estaba a punto de irse para asistir a las plegarias matinales cuando algo llamó su atención.
En un rincón, a cierta distancia de los libros amontonados en el suelo, había una cubierta que no reconoció. El abad era un erudito licenciado en Teología por la Universidad de París. Durante tres décadas, esos libros se habían convertido en sus amigos íntimos, en sus camaradas. Era algo similar a tener varios miles de hijos y saber el nombre y el cumpleaños de todos ellos.
Sin embargo, nunca había visto ese libro; no le cabía la menor duda.
Uno de los bomberos, un tipo afable y desgarbado, observó atentamente al abad mientras este se acercaba al libro y se agachaba para inspeccionar la cubierta.
—Tiene un aspecto curioso, ¿no le parece, padre?
—Así es.
—Lo he encontrado yo —dijo el bombero, con orgullo.
—¿Lo ha encontrado? ¿Dónde?
El bombero señaló una parte de la pared que habían derribado.
—Justo ahí. Estaba dentro de la pared. No le di con el hacha de milagro. No podía perder ni un minuto, así que lo dejé tirado en un rincón. Espero no haberlo dañado.
—Dentro de la pared, dice.
El abad lo cogió y se dio cuenta de inmediato de que tenía un peso desproporcionado para su tamaño. Aunque se trataba de una edición muy esmerada, era un libro pequeño, poco más grande que un libro de bolsillo moderno y más fino que la mayoría. Su excesivo peso se debía al agua que había absorbido. Estaba empapado y saturado como una esponja. El agua empezó a escurrirle por los dedos y las manos.
La cubierta era un extraordinario ejemplo de artesanía en cuero, con un característico tono rojizo y, en el centro, una maravillosa representación de un santo ataviado con una túnica larga y suelta, y un halo en torno a la cabeza. A la preciosa encuadernación se añadía un lomo con doble nervadura, con las esquinas y las cabezadas de plata, y cinco bullones también de plata, del tamaño de un guisante, uno en cada esquina y otro en el centro del cuerpo del santo. La contracubierta, aunque no tenía ninguna imagen, también lucía cinco bullones idénticos. Un par de cierres plateados mantenían el libro cerrado, ajustados en torno a las hojas húmedas de pergamino.
El abad sacó las primeras conclusiones: siglo XIII o XIV, tal vez ilustrado, de gran calidad.
Y escondido. ¿Por qué?
—¿Qué es eso? —Bonnet estaba a su lado. Su barbilla, con una barba de tres días, sobresalía prominente como la proa de un barco—. Déjeme ver.
El abad, sobresaltado por la intrusión en sus pensamientos, le entregó el libro de forma automática. Bonnet clavó la gruesa uña del índice en uno de los cierres y lo abrió sin dificultad. El segundo se mostró más rebelde, pero solo un poco. Tiró de la cubierta y, cuando parecía que estaba a punto de lograr su objetivo, el cartón no se movió. El agua había convertido la superficie de las páginas y las tapas en algo tan pegajoso como si las hubieran untado con cola. Frustrado, ejerció más fuerza, pero la tapa no se movió.
—¡No! ¡Basta! —gritó el abad—. La romperá. Devuélvamelo.
El jefe de bomberos soltó un resoplido y le entregó el libro.
—¿Cree que es una Biblia? —preguntó.
—No, no me lo parece.
—Entonces, ¿qué es?
—No lo sé, pero esta mañana tengo asuntos más importantes que atender. Lo dejaré para otro día.
Sin embargo no olvidó allí el libro. Lo guardó bajo el brazo, lo llevó a su despacho y extendió una toalla blanca sobre la mesa. Depositó el libro sobre ella y acarició con cuidado la imagen del santo antes de encaminarse a la iglesia a toda prisa para dirigir el oficio de prima.
Al cabo de tres días, un coche de alquiler atravesó la verja de la abadía y aparcó en un espacio libre para visitantes en el instante en que el GPS del salpicadero le informaba de que había llegado a su destino.
—Gracias, ya lo sé —replicó el conductor a la voz femenina.
Hugo Pineau bajó del coche y, a pesar de las gafas de diseño que llevaba, parpadeó por culpa del sol de mediodía que se alzaba por encima del campanario de la iglesia como el punto de una «i». Cogió el maletín del asiento trasero y se estremeció con cada paso que dio sobre la grava debido al desgaste prematuro que iban a sufrir las suelas de cuero nuevas.
Odiaba esas visitas obligatorias a clientes que vivían en el campo. En otras circunstancias podría haberle encargado el trabajo a Isaak, su gerente de desarrollo comercial, pero el condenado ya había empezado las vacaciones de agosto. Había sido el propio arzobispo de Burdeos, un cliente importante, quien había recomendado a Restauraciones H. Pineau, de modo que no les había quedado más remedio que ponerse manos a la obra de inmediato y proporcionar un servicio de primera clase.
La abadía era un edificio grande y bastante imponente. Situada en un enclave verde de bosques y pastos, alejada de la carretera D, destacaba por unas líneas arquitectónicas limpias. Aunque el campanatio de la iglesia databa del siglo X o anterior, la abadía, tal y como era en la actualidad, fue construida en el siglo XII por una orden cisterciense y fue ampliandose de forma periódica hasta el XVII. Tenía, por supuesto, instalaciones del siglo XX, como el cableado eléctrico y las cañerías, pero el complejo apenas había cambiado en los últimos cientos de años. La abadía de Ruac era un excelente ejemplo de arquitectura románica con piedra caliza blanca y amarilla extraída de los afloramientos cercanos que abundaban por encima de la llanura de Vézère.
La catedral era de proporciones perfectas y tenía la típica planta cruciforme. Mediante una serie de pasillos y patios estaba conectada con los demás edificios de la abadía: los dormitorios, la sala capitular, la casa abacial, el muy bien cuidado claustro, el antiguo caldario, la vieja cervecería, el palomar y la forja. Y la biblioteca.
Uno de los monjes acompañó a Hugo directamente a la biblioteca, aunque podría haberla encontrado sin problemas con los ojos vendados; gracias a su trabajo había aprendido a identificar el olor de los incendios extinguidos unos días antes. El joven monje eludió con educación el tímido intento por parte de Hugo de charlar sobre el espléndido día de verano que hacía y la tragedia del incendio. Se limitó a acompañarlo hasta el lugar donde se encontraba dom Menaud y se despidió con una inclinación de la cabeza. El abad lo esperaba entre montones de libros humeantes y empapados.
Hugo chasqueó la lengua en un gesto cómplice al ver la devastación y le ofreció su tarjeta. Era un hombre pequeño, fornido, de unos cuarenta años y al que no le sobraba ni un gramo de grasa. Tenía la nariz ancha, pero por lo demás presentaba unos rasgos que parecían cincelados y era bastante atractivo. Era un hombre elegante, muy bien peinado y cortés; llevaba una americana marrón ceñida y abotonada, unos pantalones marrón claro y una camisa blanca, del mejor algodón egipcio y con el cuello abierto, que relucía en contraste con su piel. Además, desprendía un olor a almizcle de colonia cara. El abad, por su parte, llevaba el típico hábito holgado y sandalias, y desprendía un olor a las salchichas del almuerzo y a sudor. Parecía como si una distorsión del espacio-tiempo hubiera unido a aquellos dos hombres.
—Gracias por venir desde París —dijo dom Menaud.
—No hay de qué. Es mi trabajo. Y cuando llama el arzobispo, corro.
—Es un buen amigo de nuestra orden —añadió el abad—. Les estamos muy agradecidos por la ayuda que nos han prestado ambos. No se quemó demasiado —dijo, y señaló la sala—. Lo más importante son los daños causados por el agua y el humo.
—Bueno, poco podemos hacer con los desperfectos provocados por el fuego, pero en cuanto al agua y el humo, los daños se pueden reparar siempre que uno posea el conocimiento y las herramientas adecuadas.
—Y el dinero.
Hugo rió, nervioso.
—Bueno, sí, el dinero también es un factor importante. Si me lo permite, dom Menaud, me alegra poder conversar con usted de forma tan normal. Es la primera vez que trabajo con monjes trapistas. Creía que tal vez mantenían, bueno, el voto de silencio. Me imaginaba pasándonos notas el uno al otro.
—Esa es una idea equivocada, señor Pineau. Intentamos mantener cierta disciplina, hablar solo cuando es necesario, evitar las conversaciones frívolas e innecesarias. Creemos que las charlas ociosas nos distraen de nuestro objetivo espiritual y nuestra actividad monástica.
—Estoy de acuerdo con usted, dom Menaud. Estoy deseando ponerme manos a la obra. Permítame que le explique cómo trabajamos en Restauraciones H. Pineau. ¿Le parece que empecemos evaluando la situación y que establezcamos un plan de trabajo?
Se sentaron a la mesa de lectura mientras Hugo comenzaba una clase individual sobre la restauración de los materiales dañados por el agua. Cuanto más viejo era el libro, le explicó, mayor era su capacidad de absorción de agua. Un material de la antigüedad como el que había en la abadía podía absorber hasta un doscientos por ciento de su peso en agua. Si se tomaba la decisión de restaurar, por ejemplo, cinco mil volúmenes empapados, ¡se sacarían unas ocho toneladas de agua!
El mejor método para restaurar libros mojados consistía en congelarlos y luego someterlos a un proceso de liofilización en vacío y bajo unas condiciones controladas con sumo cuidado. El pergamino y el papel acostumbraban a quedar en un estado excelente, pero, dependiendo de los materiales y de lo mucho que se hubieran hinchado, cabía la posibilidad de que hubiera que cambiar las tapas. Los tratamientos fungicidas constituían una parte esencial del proceso para combatir la expansión del moho, pero su empresa había perfeccionado una serie de técnicas que les permitían matar los microbios mediante la introducción de gas de óxido de metileno en los ciclos de secado de sus tanques de liofilización de tamaño industrial.
Hugo respondió a las preguntas del abad, siempre bien razonadas, y luego abordó el delicado tema del coste. A modo de introducción le recitó el discurso habitual de que era más rentable sustituir los volúmenes que aún estaban a la venta y someter únicamente a técnicas de restauración los más antiguos e irreemplazables. Entonces le dio un cálculo aproximado del coste habitual por cada mil libros y observó el rostro del abad para adivinar su reacción. Por lo general, en ese momento del discurso el conservador o el bibliotecario empezaba a sudar, pero el abad se mostró impasible y no lanzó ninguna maldición.
—Tendremos que establecer prioridades, claro. No podemos restaurarlo todo, pero debemos salvar la historia sagrada de la abadía. Encontraremos la manera de pagar. Podemos recurrir al dinero que habíamos ahorrado para reparar el tejado. Podemos vender algunos cuadros. Hay un libro, una traducción al francés antiguo de la
Regla de san Benito
de la que detestaríamos desprendernos, pero… —Lanzó un suspiro de pena—. Y usted también podría ayudarnos si nos ofreciera un precio que se ajustara a nuestra categoría eclesiástica.