Así empezó el último capítulo de su vida, quince años de vida itinerante que lo llevaron a Nantes, a la montaña de Santa Genoveva, y de nuevo a París, donde acumuló estudiantes del mismo modo en que una ardilla acumula bellotas. Y allí adonde fue, se aseguró de tener buenas reservas de sus valiosas plantas y bayas; no pasaba una semana en que no se permitiera ese placer.
Por una de esas extrañas vueltas que da la vida, incapaz de disfrutar de la dicha matrimonial con su único amor, le pareció que tendría poco que perder si expresara sus opiniones de forma libre. En un tratado tras otro, en un libro tras otro, atacó las tradiciones de la Iglesia haciendo gala de su portentosa inteligencia, y todas las publicaciones acabaron en el escritorio de Bernardo, que poco a poco se había convertido en un teólogo cuya influencia solo era superada por el Papa.
En
Sic et Non
, Abelardo rozó la parodia de las autoridades ortodoxas y quiso transmitir la idea de que los padres de la Iglesia no podían expresarse de forma clara. A Bernardo le rechinaron los dientes, pero la obra no era enjuiciable por sí misma. Finalmente Abelardo acabó cruzando la línea, siempre en opinión de Bernardo, que creía que el
Expositio in Epistolam ad Romanos
del eunuco era una ofensa intolerable para la Iglesia ya que negaba los fundamentos de la expiación. ¿Acaso no había muerto Jesucristo en la cruz para pagar por los pecados del hombre muriendo en su lugar? ¡Según Abelardo no era así! Él sostenía que Jesucristo había muerto para ganarse el corazón de los hombres a través del ejemplo del amor reconciliador.
¡Amor! Aquello era demasiado.
Bernardo se empleó a fondo en el objetivo de aplastar a Abelardo de una vez por todas. Se había acabado la época de las advertencias privadas: Bernardo expuso el problema ante los obispos de Francia. Abelardo fue convocado por el Concilio de Sens en 1141 para que pudiera defenderse. Contaba con que tendría la posibilidad de enfrentarse a su acusador de forma abierta, de debatir con su antiguo amigo y de hacerlo tal y como lo había hecho durante su convalecencia en Ruac.
Cuando Abelardo llegó a Sens descubrió, para su horror, que la noche anterior Bernardo se había reunido en privado con los obispos y ya habían acordado una condena. No iba a celebrarse ningún debate público ni nada que se le pareciera, pero el concilio decidió permitir que Abelardo presentara una apelación directa en Roma.
No consiguió llegar tan lejos.
Bernardo se encargó de que el papa Inocencio II confirmara la sentencia del Concilio de Sens antes de que Abelardo saliera de Francia; aunque tampoco habría importado demasiado que lo hubiera logrado, ya que unos meses antes uno de los estudiantes de Abelardo le había tosido en la cara y había plantado en sus pulmones la semilla de la consunción.
Pocas semanas después del Concilio de Sens, Abelardo enfermó. Primero tuvo fiebres y sudores nocturnos. Luego una tos irritada que se convirtió en ataques violentos de tos. El flujo verde de sus pulmones se tiñó primero de un tono rosa, luego de un rojo veteado y finalmente de un carmesí intenso. Perdió el apetito por completo. Adelgazó mucho.
Incluso dejó de tomar el té rojo.
Un antiguo compañero y benefactor, el venerable Pierre, abad de Cluny, actuó de inmediato cuando Abelardo llamó a su puerta mientras perseveraba en su esfuerzo por llegar a Roma para tener una audiencia con el Santo Padre.
Pierre le impidió seguir adelante y lo obligó a encamarse. Obtuvo de Roma una rebaja de la sentencia e incluso logró que Bernardo desistiera de su empeño cuando le comunicó que Abelardo se estaba muriendo. ¿No era cruel e inútil la persecución terrenal del monje?, le preguntó. Bernardo lanzó un profundo suspiro y le dio la razón.
Llegó el nuevo año, la primavera, y Abelardo estaba aún más débil. Pierre creía que una casa hermana de Cluny, el priorato de Saint-Marcel, era un hogar más tranquilo y con más manos atentas, y fue allí adonde envió a Abelardo a morir.
Una procesión de monjas a caballo llegó al claro. Era una noche ventosa de abril. Los hombres del campamento dejaron de cocinar y se pusieron en pie. Hubo un murmullo. Una ráfaga de viento despojó de la capucha a una mujer que montaba erguida en la silla y se llevó también el velo. Tenía una melena larga y gris recogida en una única trenza.
Un monje corrió a coger el velo y la ayudó a desmontar.
—Bienvenida, abadesa —dijo, como si se hubieran encontrado en varias ocasiones anteriormente.
—¿Os conozco, hermano? —preguntó ella.
—Soy amigo de vuestro amigo. Soy Bartolomé, de la abadía de Ruac.
—Ah, hace mucho tiempo de eso. —Lo miró con curiosidad pero no dijo nada más.
—¿Deseáis que os acompañe hasta él? —preguntó Bartolomé.
Ella lanzó un suspiro.
—No llego tarde, entonces.
Abelardo estaba tapado con una colcha hasta la barbilla. Dormía. A pesar de que la enfermedad le había consumido la carne del rostro, Eloísa susurró que tenía mejor aspecto de lo que esperaba. Luego se arrodilló junto a la cama y juntó las manos para rezar.
Abelardo abrió los ojos.
—Eloísa. —En sus débiles labios la palabra sonó como un suspiro en lugar de un nombre.
—Sí, mi amado.
—Habéis venido.
—Sí. Para estar a vuestro lado.
—¿Hasta el final?
—Nuestro amor no tendrá fin —le susurró al oído.
A pesar del susurro, Bartolomé la oyó y salió para que ambos pudieran estar a solas.
El monje esperó frente a la cabaña toda la noche, como un centinela. Eloísa se quedó hasta que empezaron a despuntar los primeros rayos de la mañana, pidió que la sustituyera durante un rato y volvió, con energías renovadas y dispuesta a seguir con la vela. Cuando Bartolomé le preguntó si necesitaba la ayuda del enfermero, Eloísa desechó la idea y le dijo que era perfectamente capaz de atender todas las necesidades de Abelardo.
Ese mismo día, un poco más tarde, se formó un gran alboroto cuando un grupo de hombres, unos soldados del rey, irrumpieron con brusquedad en el priorato. Bartolomé acudió a su encuentro, habló con el capitán y palideció.
—¿Cuándo? —preguntó.
—No está muy lejos. Quizá a una hora. ¿Y vos sois?
—Su hermano —murmuró Bartolomé—. Soy el hermano de Bernardo de Claraval.
Un soldado abrió la puerta y Bernardo bajó del elegante carruaje con aspecto pálido y demacrado. Tenía cincuenta y dos años pero parecía mucho mayor. Su piel flácida y cetrina era un reflejo de la presión de su cargo y de los años de vida en condiciones espartanas. Se había convertido en un hombre artrítico y con las extremidades rígidas. Observó el lamentable estado en que se encontraba el campamento: enclave de peregrinos y punto de encuentro de clérigos y eruditos, hombres y mujeres.
¿Generaré tanta adulación cuando me muera?, pensó. Entonces preguntó en voz alta y en tono imperioso:
—¿Quién me lleva a ver a Abelardo?
Se le acercó Bartolomé. Se miraron a los ojos fugazmente, pero Bernardo sacudió la cabeza y apartó la mirada un momento antes de volver a posarla en él.
—Hola, Bernardo.
Aquella falta de formalidad le provocó un fugaz ataque de ira. Era el abad de Císter. Los legados papales acudían a verlo en busca de su consejo. Se había sentado junto a papas y el actual Santo Padre apreciaba sus consejos más que los de ningún otro hombre. Era el fundador de los caballeros templarios. Su nombre era pronunciado por los cruzados. Había salvado varios cismas de la Iglesia. ¿Quién era ese monje que se atrevía a llamarlo Bernardo?
Lo miró de nuevo a los ojos. ¿Quién es este hombre?
—Sí, soy yo —dijo Bartolomé.
—¿Bartolomé? No puedes ser tú. Eres joven.
—Hay otro más joven aún. —Llamó a alguien que se encontraba junto a la hoguera—. Ven aquí, Nivardo.
Nivardo acudió corriendo. Había pasado una eternidad desde la última vez que Bernardo lo había visto, pero su hermano menor, Nivardo, tenía que haber cumplido los cuarenta, no podía ser ese joven fornido que veía ante sí.
Los tres hombres se abrazaron, pero los abrazos de Bernardo fueron cautos y recelosos.
—Tranquilízate. Te lo explicaremos todo, hermano —dijo Bartolomé—. Pero apresúrate, ven a ver a Abelardo mientras aún respira.
Cuando Bernardo y Bartolomé entraron en la cabaña, Eloísa se volvió para hacerlos callar, hasta que se dio cuenta de que había entrado el gran hombre de la Iglesia.
Se levantó con la clara intención de besar el anillo de Bernardo, pero este le indicó con un gesto que no se moviera y permaneciera junto a Abelardo.
—Vuestra Excelencia, soy…
—Sois Eloísa. Sois la abadesa del Paráclito. Os conozco. Conozco también vuestro intelecto y vuestra devoción. ¿Cómo se encuentra?
—Apenas le quedan fuerzas. Venid. Aún estáis a tiempo.
Acarició el hombro huesudo de Abelardo.
—Despertad, querido. Ha venido a veros alguien. Vuestro viejo… —Miró a Bernardo para que la orientara.
—Sí, llamadme su viejo amigo.
—Vuestro viejo amigo Bernardo de Claraval ha venido para estar a vuestro lado.
Una débil tos les indicó que había despertado. Bernardo pareció asustarse al verlo, pero no porque fuera un saco de huesos, sino porque tenía un aspecto muy joven.
—¡Abelardo también! —murmuró.
Bartolomé se encontraba en un rincón, con los brazos cruzados sobre el pecho. Asintió.
Abelardo logró esbozar una sonrisa. Con el fin de poder hablar sin sufrir un ataque de tos, había aprendido a susurrar utilizando la garganta más que el diafragma.
—¿Habéis venido a dejar caer un peso sobre mi cabeza y rematarme? —bromeó.
—He venido a ofreceros mis respetos.
—No era consciente de que me respetarais.
—Como persona, gozáis de mi máximo respeto.
—¿Y mis opiniones?
—Esa es otra cuestión. Pero esas discusiones son agua pasada.
Abelardo asintió
—¿Conocíais a Eloísa?
—Acabo de conocerla ahora.
—Es una buena abadesa.
—No me cabe la menor duda.
—Es una buena mujer.
Bernardo no dijo nada.
—La amo. Siempre la he amado.
El abad se removió, incómodo.
Abelardo pidió que lo dejaran a solas con Bernardo y, cuando Eloísa y Bartolomé se retiraron, le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Puedo hablaros con franqueza, como lo haría un amigo con otro?
Bernardo asintió.
—Sois un gran hombre, Bernardo. Cumplís con las tareas religiosas más difíciles. Ayunáis, guardáis vela, sufrís. Pero no soportáis las más fáciles, no amáis.
El anciano se dejó caer en una silla junto a la cama y las lágrimas le inundaron los ojos.
—Amor —dijo, como si la palabra le resultara desconocida—. Quizá, viejo amigo, tenéis razón.
Abelardo esbozó una sonrisa pícara.
—Os perdono.
—Gracias —respondió Bernardo con un leve regocijo—. ¿Os gustaría confesaros?
—No estoy seguro de disponer de suficiente tiempo para confesar todos mis pecados. No nos hemos visto desde esa noche en Ruac, cuando bebimos té juntos.
—Sí, el té.
Abelardo tuvo un ataque de tos y manchó el pañuelo de rojo. Cuando logró controlar la respiración dijo:
—Permitidme que os hable del té.
Abelardo murió al cabo de dos días.
Eloísa trasladó el cuerpo al Paráclito y lo enterró en un pequeño otero cerca de la capilla.
Ella aún vivió varios años más, y en 1163, de acuerdo con sus deseos, fue enterrada a su lado, para que ambos descansaran uno junto al otro para la eternidad.
Jueves al mediodía
E
l trayecto en taxi hasta el Palais-Royal fue breve y Luc no tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre lo que acababa de oír.
¿Era posible que existiera un vínculo entre el manuscrito de Ruac y el caos y la carnicería del presente? ¿Cómo podía ser que la descabellada historia de un monje del siglo XII sobre infusiones e intrigas monásticas hubiera sobrevivido al paso de los siglos y hubiera afectado a su vida?
Cuando Isaac acabó de traducir el texto en latín se mostró emocionado y dijo:
—Mira, Luc, no sé nada del brebaje sobre el que escribe Bartolomé, pero el relato independiente y en primera persona de la relación y el desenlace entre Abelardo y Eloísa es inestimable. Aquí tengo que sacar a relucir mi vena comercial: si se recupera el manuscrito, me gustaría gestionar la venta a un museo o al Estado.
—Espero que así sea. Pero eso dependerá de la abadía. Son ellos los propietarios.
Isaak asintió y le prometió que se pondría en contacto con él en cuanto le llegara el siguiente mensaje de correo electrónico del descifrador. No obstante, habían acordado que esa misma noche iban a cenar juntos para comer y beber por Hugo. Ambos querían que ese fuera el desenlace después de lo sucedido.
Llamó por teléfono a Sara una vez más en lo que se había convertido una rutina obsesiva e inútil. El tráfico a mediodía era bastante fluido. La place de la Concorde estaba despejada y tenía el mismo aspecto espléndido de siempre. Luc se miró los nudillos de forma distraída. Estaban menos rojos; las nuevas pastillas habían surtido efecto. Casi se había sentido culpable al tomarlas. Mucha gente había muerto, Sara había desaparecido, y él se preocupaba por algo tan trivial como una infección de la mano. Se enfadó consigo mismo y, en un abrir y cerrar de ojos, la ira se convirtió en melancolía. Se llevó las manos a la cara y sacudió la cabeza intentando librarse de sus demonios. Sin embargo no podía recrearse en lo mal que lo estaba pasando. Tenía trabajo que hacer.
Maurice Barbier había aceptado verlo a pesar de que le había avisado con tan poca antelación. Su pelo al estilo Einstein y el pañuelo en el cuello le habían conferido cierto aire de dandy durante la madurez, pero ahora que era un hombre mayor esa imagen se ajustaba a su personalidad. Su despacho del ministerio también era un ejercicio de ornamentación natural: un surtido abarrotado de objetos arcaicos y arte preclásico en préstamo de los armarios de almacenamiento del Louvre, un espectáculo extravagante que parecía menos ridículo cuanto mayor era Barbier.
El arqueólogo se mostró tranquilo y serio. Puso una mano en el hombro de Luc y lo guió hasta el dorado minibar.
Luc se relajó cuando vio que iban a estar a solas.
—¿Creías que le iba a pedir a Marc Abenheim que nos acompañara? —preguntó Barbier.