Volvió a oírse el cerrojo y se abrió la puerta. Bonnet estaba allí de nuevo, con su pistola.
—Vale, es la hora —dijo.
Luc se colocó delante de Sara y dio un paso amenazante al frente.
—¿La hora de qué? —preguntó—. ¿Qué queréis de nosotros?
Los ojos de Bonnet carecían de brillo. Tenía el aspecto de un hombre cansado, harto, pero decidido a permanecer despierto.
—Ya lo veréis.
S
e encontraban en una cámara fría y sin ventanas del tamaño de un gimnasio escolar o un cine de pueblo. Era demasiado grande para tratarse del simple sótano de una de las casas. Si seguían en el pueblo, como Luc sospechaba, la cámara tenía que hallarse bajo la calle, sería una excavación accesible desde varias viviendas. Numerosos corredores parecían extenderse desde distintos puntos de su perímetro, y pensó que tal vez cada uno de ellos condujera a una vivienda.
Los muros eran de la omnipresente piedra caliza, pero los suelos estaban hechos de tablones de madera, lisos por el uso y cubiertos con un mosaico de alfombras, la mayoría grandes, orientales y elaboradas, en varios tonos de verdes, azules, rojos y rosas. La estancia se hallaba iluminada por fluorescentes industriales baratos fijados al techo de yeso. Tuberías de cobre descendían por las paredes.
Luc y Sara estaban sentados uno junto al otro en sendas sillas de madera apoyadas contra uno de los largos muros. Los dos tenían una mano esposada a una tubería.
En el muro de enfrente un antiguo tocadiscos hacía girar un disco de vinilo. La música metálica del acordeón en un antiguo
bal-musette
de tempo acelerado llenaba la habitación.
En el centro había una mesa plegable resistente. Bonnet y el doctor Pelay se afanaban frente a una enorme olla de aluminio colocada sobre un gran hornillo eléctrico al rojo vivo. La olla era como la que un cocinero del ejército utilizaría para guisar para doscientos hombres, y el cucharón también era extragrande. El vapor se elevaba del recipiente impregnando la habitación con un aroma dulce, casi afrutado.
Luc y Sara habían olido ese aroma antes, en la cocina de su campamento.
Bonnet mantenía un monólogo lento por encima de la música. La escena era incongruente: un chef ofrecía un espectáculo de cocina ante un público esposado.
—No tengo que deciros que estas plantas no se encuentran a lo largo de todo el año —decía Bonnet—. Tenemos que recolectarlas cuando son abundantes y almacenarlas para los meses de invierno. La temperatura aquí abajo es fresca y agradable, así que mientras las mantengamos secas se conservan bien. Las bayas, ningún problema. Lo peliagudo es la cebada. Si no tiene esos bultos negros o morados, no sirve. ¿Cómo llamáis a esos bultos?
—Esclerotia —replicó Sara de forma automática, con la voz ronca por el miedo.
—No te oigo. Habla más alto —dijo Bonnet.
—Ergots —le indicó Pelay.
—¡Sí! Eso es, ergots —contestó el otro—. Sin ellos, no sirve para nada. Inutilizable. Así que tenemos que encontrar las espigas con los bultos morados en las puntas. Entonces podemos ponernos manos a la obra. Tenemos que cocerlo y cocerlo, pero sin que llegue a hervir. A fuego lento, como un buen
cassoulet
. Cuando llevas tantos años haciéndolo como Pelay y yo, le coges el truco y siempre sale perfecto.
Luc alzó la voz.
—¿Cuántos años tienes, Bonnet?
El alcalde dejó de remover y se frotó la barba de varios días.
—Siempre tengo que pensarlo —respondió. Pelay se rió entre dientes—. No soy el más viejo, ¿sabéis? Duval, el de la granja de cerdos, es el más viejo. Tengo doscientos cuarenta y dos años, ¡pero mi mujer dice que no aparento más de ciento ochenta! —Pelay encontró el comentario divertidísimo, y se rió para sus adentros, como una mujer—. Aprendí a preparar el té de mi padre, Gustav. A él se lo enseñó mi abuelo, Bernard. Y él lo aprendió de mi bisabuelo, Michel Bonnet, quien, según me contaron, de joven fue monje en la abadía de Ruac, antes de abandonar la vida monástica en 1307, el año en que los templarios fueron aniquilados. No está mal, ¿eh? ¡Solo cuatro generaciones de Bonnets en setecientos años!
Había una bolsa de plástico encima de la mesa. Bonnet sacó un libro con la cubierta de cuero, el manuscrito de Ruac.
Luc sacudió la cabeza al verlo.
—¿Algún problema para leerlo, Bonnet?
—Lo cierto es que sí, salvo por el pequeño pasaje en latín que escribió en 1307, que encaja con la fecha familiar que acabo de mencionar. Quizá te convenzamos para que nos cuentes qué dice. Pero no importa si no lo haces. Creo que conozco bien su contenido. Una imagen, dicen, vale más que mil palabras. Imagino que mi bisabuelo y este tal Bartolomé, que tenía doscientos veinte años, eran viejos conocidos.
—¿Con qué frecuencia lo bebéis? —preguntó Luc.
—¿El té? Una vez a la semana. Siempre tarde, en plena noche, cuando no pueda molestarnos algún idiota que deambule por el pueblo. Tal vez podríamos tomarlo menos a menudo, pero es una tradición y, sinceramente, lo disfrutamos. Yo lo he tomado más de mil veces y no me canso. Ya lo veréis.
—No tenemos intención de acompañaros —dijo Luc.
—¿No? —respondió Bonnet encogiéndose de hombros. Metió un dedo en la olla y salió rojo. Se lo lamió y declaró—: Ya está listo. Té de Ruac de verdad. ¿Tú qué opinas, Pelay?
El doctor probó un poco del cucharón.
—No recuerdo haberlo probado mejor —rió—. Siento tener que esperar.
—Bueno, tú y yo, viejo amigo. Esta noche nosotros somos los guardianes. Guardianes especiales para invitados especiales. —Echó un vistazo alrededor—. ¡Jacques! —gritó—. ¿Dónde demonios estás?
Su hijo apareció por uno de los corredores.
—Estamos listos —le dijo Bonnet—. Comunícaselo.
Luc y Sara se dieron las manos libres. Ella la tenía fría y entumecida. Había poco que Luc pudiera decirle aparte de «Aguanta. Todo saldrá bien». Entonces se oyó el sonido amortiguado de una campana. Se prolongó durante no más de medio minuto y luego cesó.
Los habitantes del pueblo empezaron a llegar en grupos de tres y cuatro.
Ninguno aparentaba menos de veinte años. Aunque la mayoría de los hombres y las mujeres parecían bien entrados en años, Luc solo podía conjeturar acerca de su edad. Odile llegó y miró con aire culpable a la pareja esposada junto a la pared. Debía de haber treinta o cuarenta personas de su edad. La gente tendía a congregarse en grupos paritarios, susurrando, aparentemente incómodos por la presencia de extraños. En total, había al menos doscientas personas, pero Luc perdió la cuenta a medida que la sala se llenaba.
Bonnet golpeó la olla con el cucharón para atraer la atención de todos.
—Amigos —dijo—, venid y os serviremos. No os dé vergüenza. Ya sabéis quiénes son nuestros invitados. No les prestéis ninguna atención. Vamos, ¿quién será el primero esta noche?
Se colocaron en fila ordenadamente y cada uno recibió un vaso de papel lleno hasta el borde de té rojo y caliente. Algunos daban sorbitos, saboreándolo, como cualquiera se tomaría una taza de té normal. Otros, en especial los más jóvenes, se lo bebían de un trago.
A Luc se le antojaron una especie de mala imitación de una congregación de feligreses en fila para comulgar. Pero Bonnet no era ningún cura. Sonreía y bromeaba mientras servía el brebaje con el cucharón y parecía divertido cada vez que derramaba un poco en la mesa.
Cuando la última aldeana, una anciana de caderas anchas con el largo cabello gris recogido en un moño, hubo recibido su ración, le susurró algo.
—No, no —replicó Bonnet en voz alta—. Para mí, más tarde. Esta noche tengo algo que hacer. Pero acompáñame. Deja que te presente.
Bonnet condujo a la mujer junto a Luc y Sara.
—Esta es mi esposa, Camille. Estos son los arqueólogos de los que te he hablado. El profesor es un tipo atractivo, ¿verdad?
La mujer del alcalde le miró de arriba abajo y gruñó, y Bonnet le dio una palmadita en el trasero y le dijo que se lo pasara bien sin él. Luego acercó una silla y se sentó, justo fuera del alcance de Luc.
—Estoy cansado, ¿sabéis? —Suspiró—. Es tarde. Ya no soy tan joven. Permitidme que me siente un rato con vosotros.
Sara recorrió la estancia con la mirada. La gente se iba acabando el té y, pulcramente, tiraba los vasos en una papelera, todo muy limpio y civilizado. Se oía el barullo de las conversaciones, alguna risa educada, todo muy banal.
—Y ahora, ¿qué ocurre? —preguntó ella.
—Espera y verás. Algunos tardan quince minutos, otros, veinte. Observa. No te pasará inadvertido. —Llamó a Pelay, que se acercó desde la mesa plegable con dos vasos más de té en las manos.
Sara los miró y se echó a llorar.
—No, ¡te va a encantar! —insistió Bonnet—. No armes tanto alboroto. Confía en Pelay. ¡Es un buen médico!
—Dejadla en paz —amenazó Luc. Se levantó de su silla y tiró de la cadena, con lo que Bonnet se inclinó hacia atrás en un acto reflejo, a pesar de que se encontraba a una distancia segura.
Bonnet sacudió la cabeza cansinamente y sacó la pistola.
—Pelay, ofrécele un vaso a ella.
Bonnet miró a Sara y le dio una pequeña charla, como si fuese un director de colegio y ella su alumna.
—Si lo tiras, dispararé al profesor en el pie. Si escupes, le dispararé en la rodilla. No voy a matarle porque necesito su ayuda, pero derramaré su sangre.
—¡Sara, no le escuches! —gritó Luc.
—No, Sara —replicó Bonnet—. Sin duda deberías escucharme.
Ella cogió el vaso con mano temblorosa y comenzó a llevárselo a los labios, igual de trémulos.
—¡Sara! —gritó Luc—. No lo hagas.
Ella le miró, negó con la cabeza y se lo bebió de varios tragos.
—¡Excelente! —dijo Bonnet—. ¿Ves? Tiene un sabor bastante bueno. Ahora, profesor, te toca a ti.
—No pienso hacerlo —contestó Luc con firmeza—. Sara, si bebo eso no podré protegerte.
—Mira, estoy cansado de esto —dijo Bonnet al tiempo que volvía el arma hacia Sara—. Ahora voy a tener que dispararle a ella si no cooperas. Bébete el té y acaba con esto.
Luc hizo una mueca de angustia. ¿Cómo sabía que Bonnet no iba a apretar el gatillo? No cabía duda de que era violento. Pero si sucumbía y se bebía el té, estaría abandonando la única arma con la que contaba: su mente. Se maldijo por haber acudido sin gendarmes. Estaba resultando ser una decisión trágicamente mala.
Sara hizo un gesto hacia su mano libre y él se la tendió. Ella le apretó los dedos con fuerza y de repente alzó la vista como con un sobresalto.
—Dejadme hablar con él —le dijo a Bonnet—. Le convenceré. Solo dadnos un momento a solas.
—Vale, un momento. ¿Por qué no? —Se levantó, retrocedió unos pasos y se quedó de pie junto a Pelay, que miraba a Sara con lascivia.
Ella se inclinó e intentó acercarse a Luc todo lo posible, pero escucharían lo que fuera que iba a decirle.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Luc.
—Vamos, bébetelo —susurró Sara.
—¿Por qué dices eso? —susurró Luc a su vez.
—¿Confías en mí como persona?
—Sí, por supuesto.
—¿Confías en mí como científica?
—Sí, Sara, confío en ti como científica.
—Entonces bébetelo.
Pelay se acercó con sigilo lo suficiente para tender a Luc el vaso y retrocedió rápidamente
Sara asintió para darle ánimos, y Luc echó la cabeza atrás y se lo bebió de un trago.
—De acuerdo, Pelay —dijo Bonnet—, ve a cuidar del rebaño. Yo me quedaré aquí con nuestros amigos.
Volvió a sentarse, y Luc también se hundió en su silla, derrotado.
—¿Sabes? Es gracioso —dijo Bonnet—. Hemos tenido que obligarte a hacer algo que nosotros mismos hacemos con gusto y agradecidos. Vivimos en un mundo extraño, ¿no?
Luc reaccionó con un gesto de desdén.
—Lo que es extraño, Bonnet, es que puedas fingir que eres civilizado cuando no eres más que un asesino de mierda.
El anciano arqueó una ceja.
—¿De mierda? ¿Yo? No. Lo que hago lo hago para proteger a mi familia y a mi pueblo. He vivido mucho tiempo aquí, monsieur, y he aprendido algo importante en el camino. Tienes que cuidar de los tuyos. Si eso significa echar a otros del camino, entonces así será. Ruac es un lugar especial. Es como una flor rara y delicada en una casa caliente. Si se toca el termostato, la flor se muere. Tú llegas aquí, con tus científicos y tus estudiantes y tus cámaras y tus cuadernos, y en realidad lo que estás haciendo es tocar el termostato. Si dejamos que hagas eso, nuestro modo de vida se extinguirá. Se extinguirá. Lo que significa que para nosotros es una cuestión de supervivencia. Es matar o morir.
—Dios —murmuró Sara con indignación.
—Esas personas eran inocentes —repuso Luc entre dientes.
—Lo siento. Para nosotros, cada uno de ellos suponía una amenaza. Aquel de Israel nos sorprendió cuando comprobábamos qué tipo de seguridad teníais en vuestra preciosa cueva. ¡El tal Hugo tuvo las pelotas de colarse en casa de mi hija y bajar aquí una noche de té! ¿Qué esperaba? ¿Y lo del campamento el domingo pasado por la noche? Tuvimos que llevarnos los ordenadores y destruir los archivos. Había que hacer estallar la cueva para que dejarais de venir a Ruac de una vez por todas, y lo habríamos hecho si ese negro cabrón no hubiese matado a mi artificiero.
—¿Pierre está muerto? —preguntó Sara con voz lastimera.
—Sí, lo siento —respondió Luc—. Y Jeremy. Y Marie. Y Elizabeth Coutard. Y…
Sara rompió a llorar.
—Es horrible, horrible… —susurraba una y otra vez.
—¿Y cómo justificáis la violación de las mujeres? —Al ver la expresión de Sara, Luc deseó no haberlo dicho. Le contó el resto de la historia—: Los gendarmes dijeron que el esperma de los violadores era inmóvil.
Bonnet se encogió de hombros, como de costumbre.
—Son solo hombres.
—Eres un pedazo de mierda —le espetó Luc.
Aquello solo sirvió para alentar a Bonnet. Se animó, agitó el brazo.
—¡Pelay dijo que habría sido mejor que mis hombres os aplastasen a los dos como a cucarachas en Cambridge! Yo digo que lo que os va a ocurrir esta noche es mejor.
—¿Y la compañía de biotecnología? —preguntó Luc—. ¿También la hicisteis saltar por los aires?
—Eso no tuvo nada que ver con nosotros. —Bonnet volvió a encogerse de hombros—. Una grata coincidencia. Íbamos tras vosotros. ¿Qué sabemos nosotros de volar edificios? Pelay me convenció de que teníamos una oportunidad de deshacernos de vosotros antes de que nos causarais más daño. Si ocurría en otro país, la pista se perdería. Así que dije ¿por qué no? Cuando fracasamos y os separasteis a la mañana siguiente, decidimos hacer que ella te atrajera hasta nosotros. ¡Y menudos problemas nos habéis causado!