—Dios mío —murmuró Luc—. Dios mío. ¿Quién puede haber hecho esto?
—Eso me preguntó yo —dijo Toucas—. Los encontraremos, puede estar seguro de ello.
Habían desvalijado la oficina. Los ordenadores habían desaparecido, así como el equipo científico, los microscopios y los monitores medioambientales. Habían vaciado los archivadores y los cajones en una gran pila, y a juzgar por el aspecto que tenía, los intrusos le habían prendido fuego. Alrededor de una cuarta parte de los papeles estaban quemados o chamuscados.
—¿Por qué han quemado los archivos? —preguntó Luc, aturdido.
Toucas señaló los restos chamuscados.
—Quizá intentaron utilizar los papeles para prender fuego al edificio y quemar las pruebas. El fuego debió de consumirse. Estas carpetas forradas no prenden fácilmente. No hay signos de que hayan usado combustible. Encendieron una cerilla, prendieron fuego, huyeron y el fuego se consumió. Eso es lo que creo que ocurrió.
Un agente asomó la cabeza.
—El coche no está aquí, coronel.
—¿Dónde está ese tal Pierre? ¿Cómo se apellida, profesor?
—Berewa.
—¿Qué apellido es ese?
—Es un chico de Sierra Leona.
—Ah —dijo Toucas con recelo—, es africano.
—No, es francés —replicó Luc.
Toucas esbozó una sonrisa.
—Bueno, tenemos que encontrar a Pierre Berewa. ¿Tiene su número de móvil? ¿Puede llamarlo?
El teléfono de Luc se había quedado sin batería. Utilizó el del coronel, pero no tuvo suerte. De pronto miró hacia su escritorio. Habían sacado los cajones.
—Guardábamos una copia de la llave de la puerta de la cueva en ese cajón.
—Intente encontrarla —dijo Toucas—, pero póngase estos guantes, por favor. —Señaló una caja de guantes de látex que habían dejado los forenses—. Huellas.
Luc empezó a hurgar entre las carpetas.
—¿Cuántas llaves tenían? —preguntó Toucas.
—Dos. La de Pierre y la mía.
—Ah, Pierre de nuevo.
Tras una búsqueda exhaustiva, Luc confirmó que la copia de la llave había desaparecido y dijo:
—Creo que deberíamos ir a echar un vistazo a la cueva.
—De acuerdo, hagámoslo.
El teniente Billeter condujo el coche. Durante el trayecto, Toucas recibió una llamada, pero apenas abrió la boca. Cuando colgó, se volvió hacia Luc.
—El forense me ha dicho que ha encontrado algo interesante en las muestras relacionadas con la violación que ha tomado de las víctimas femeninas.
Luc no quería escucharlo, pero Toucas no era tan susceptible como él.
—El violador tenía un esperma anormal. Colas cortas, al parecer no eran buenos nadadores. El doctor ha utilizado el término «inmóvil». Quizá nos sirva de algo, ya veremos.
Luc se imaginó a Marie y a Elizabeth. Por primera vez en todo el día, empezaron a correrle las lágrimas por la cara.
Al final del camino vieron el coche rojo de Pierre en la zona de aparcamiento de grava. Luc echó a correr.
—¡No toque nada! —le advirtió Billeter.
Miraron en el interior, pero estaba vacío.
Luc fue el primero en bajar por la escalera. Al llegar a la cornisa vio la puerta abierta de par en par, lo que le puso hecho una furia.
—¡Alguien ha entrado! ¡Joder!
Billeter pidió refuerzos por el walkie-talkie.
—Guíenos al interior, profesor —dijo Toucas, que desabrochó la rígida pistolera de cuero.
En la entrada de la cueva había una caja de cartón con fundas para zapatos. Luc apretó el interruptor general y toda la cueva se iluminó, desde la entrada hasta el fondo.
—Deberíamos ponernos trajes de protección —murmuró Luc.
—¿Para protegernos? —preguntó Toucas.
—Para proteger la cueva.
—Teniendo en cuenta la situación actual, no es algo que me preocupe demasiado —dijo el coronel.
Parecía que a Toucas y Billeter les molestaba el arte rupestre, como si lo hubieran puesto ahí para complicar la escena de un crimen. Luc avanzó con cautela, examinando cada tesoro, con temor a encontrar alguna pintada o una gamberrada. Todo aquel capaz de degradar la vida humana sería capaz de algo así.
—¿Qué es esto? —preguntó Toucas, señalando el número romano III pegado a la pared.
—Hay diez salas en la cueva. Esta es la tercera, la Sala del Ciervo Rojo.
—¿Cuál es la más importante?
—Todas lo son. Pero si quiere que responda, diría que la décima.
—¿Por qué?
—Ya lo verá.
Llegaron a la Sala 9. Luc se tranquilizó al comprobar que las pinturas estaban intactas, perfectas como siempre.
Entraron en el túnel a gatas.
Cuando llegaron a la décima sala y la Bóveda de las Manos, Luc vio de inmediato el largo brazo de Pierre en la Sala de las Plantas.
—¡Pierre! —gritó, y fue corriendo hasta él.
Estaba tumbado boca abajo.
Su piel negra estaba fría como el suelo de la cueva. Billeter intentó encontrarle el pulso y les comunicó que ya tenía rígor mortis.
—Regístralo —ordenó Toucas.
Billeter se puso guantes y obedeció, mientras Luc se agachaba para observar aquella escena de pesadilla.
Otro estudiante asesinado.
A los pies del hombre pájaro.
En ese lugar místico.
Las palabras del abad Menaud resonaron en su cabeza: «Me temo que no hay supervivientes».
Billeter dijo algo que no alcanzó a oír. Luc alzó la mirada y le pidió que lo repitiera.
—Ha dicho que tenía una llave en el bolsillo. ¿Es la original o la copia?
—Es la original. Está en mi llavero.
Billeter prosiguió con la inspección.
—Tiene una herida de arma blanca en el costado derecho. Ya veremos qué dice el forense, pero parece la causa más probable de la muerte.
—¿Qué significa todo esto, las plantas y ese hombre o lo que sea con la erección? —preguntó Toucas.
—No sé si llegaremos a averiguar qué significan —respondió Luc, cansado—. Estoy convencido de que habrá diversas teorías.
—Y ¿cuál es la suya?
—Ahora mismo no sabría qué decirle. Mi mejor estudiante ha muerto. Mi equipo ha muerto. Las mujeres…
Toucas no fingió sentir empatía.
—No estamos de cháchara, profesor. ¡Estoy realizando una investigación! ¿Quiere justicia? ¡Estoy convencido de que es así! ¿Conocía bien a este hombre? —Señaló a Pierre con la barbilla.
—Lo conocía muy bien. Estuvo cuatro años conmigo. Era un buen arqueólogo. Podría haber llegado a ser un gran experto.
—¿Dónde estuvo antes de ser su estudiante?
—En París. En la Universidad de París. Era parisino.
—De África.
A Luc no le pasó por alto el estilo acusatorio que empleó Toucas.
—¿Y qué?
—¿Recibió la visita de algún amigo o familiar?
—No.
—¿Tenía algún vicio, drogas?
—No. No que yo sepa.
—¿Problemas de dinero?
—¿Aparte de los que tienen todos los estudiantes? No lo sé. ¿Adónde quiere llegar?
Toucas se frotó sus mejillas carnosas con la base de la mano; un gesto de cansancio o tal vez de exasperación.
—Se ha cometido un crimen. Un gran crimen. Y todos los crímenes tienen móviles y oportunidades. ¿Por qué cree que Pierre Berewa se encontraba en esta cueva, profesor?
—No lo sé. No debería haber estado aquí.
—De acuerdo. Tenemos un móvil. Se ha perpetrado un robo. Su equipo científico ha desaparecido, los monederos y las carteras de las víctimas también. Se ha cometido una agresión sexual. Tal vez no premeditada. Las mujeres estaban ahí. Los autores eran hombres. Las cosas son así. Y Pierre tenía una llave de la cueva. Quizá… —Hizo una pausa lo bastante larga para reaccionar a la ira cada vez mayor de Luc, que se había puesto en pie y ahora se alzaba por encima del coronel, con la cara encendida por la ira—. Tan solo quizá, profesor, escúcheme, por favor, este estudiante tenía algunos negocios turbios con gente poco recomendable. Quizá fue su oportunidad. No podemos descartar ninguna opción.
—¡Había otra llave! —gritó Luc, y sus palabras resonaron en la sala—. Ha desaparecido. Quizá Pierre solo intentaba evitar… No sé qué.
—Bueno, quizá. Obviamente, existen otras explicaciones. Una banda de traficantes. Vagabundos. Gitanos. No era ningún secreto que estaban realizando una excavación. Los científicos son ricos. Tienen equipos caros. Sé cómo piensan los delincuentes. La excavación era un objetivo fácil, tanto si Pierre Berewa estaba implicado como si no.
Luc escuchaba y miraba de forma distraída al teniente mientras este levantaba a Pierre por el hombro para ver si había algo bajo su cuerpo. Fue Luc quien, gracias a su ojo de arqueólogo, vislumbró algo.
—¿Qué es eso?
—¿Dónde? —preguntó Billeter.
—Lo que tiene cerca de la mano izquierda.
Toucas se acercó para mantener el hombro y el tronco de Pierre erguidos, Billeter iluminó debajo con la linterna y cogió un bloque de una sustancia compacta marrón, del tamaño de una docena de lápices atados.
Toucas se puso un guante para cogerlo y lo olisqueó.
—¿Qué es esto, profesor?
Luc no lo sabía y dijo que no estaba relacionado con la excavación.
—Tengo algunas ideas, pero preferiría no expresarlas de momento —dijo Toucas—. Tendremos que analizarlo. Lo analizaremos todo, no le quepa ninguna duda.
—Debe saber una cosa —le advirtió Luc de repente.
—Dígame.
—Anoche estaba en Inglaterra, en Cambridge. Alguien intentó atropellarme y se dio a la fuga.
—Y ¿qué opina la policía?
—Creen que probablemente fue un conductor borracho.
Toucas se encogió de hombros.
—Hoy por la mañana —prosiguió Luc— estaba de camino a una cita con un científico que colabora en este proyecto y hubo una explosión en el parque científico poco antes de que yo llegara. Ha habido muchos heridos.
—Algo he oído en la radio. He tenido una mañana muy ajetreada —dijo Toucas con desdén—. Aparte del hecho de que últimamente no ha tenido muy buena suerte, profesor, ¿por qué me lo cuenta?
—Porque quizá exista alguna relación. Todos estos hechos no suceden porque sí.
—¿Por qué no? Este tipo de cosas suceden muy a menudo. Los teóricos de la conspiración se ganan la vida ensartando hechos al azar como cuentas de tamaños distintos para hacer un collar feo. Y yo no me dedico a eso.
—¿Podría al menos hablar con la policía inglesa? —preguntó Luc. Sacó una tarjeta de la cartera, la que le habían dado los agentes de Cambridge.
Toucas la cogió y se la guardó en el bolsillo de la camisa, como si no tuviera intención de volver a mirarla jamás.
Oyeron que alguien los llamaba desde el interior de la cueva.
—A pesar de todo —dijo Luc con tristeza—, vamos a tener que proteger la integridad de la cueva. No podemos permitir que la gente entre aquí libremente.
—Sí, sí —admitió Toucas en tono displicente—. Puede ayudarnos a alcanzar un equilibrio entre nuestras necesidades y las suyas, estoy seguro. Tal vez podríamos crear un protocolo.
Una cabeza asomó en el túnel, pero no era un miembro de la gendarmería.
Se trataba de Marc Abenheim.
Su rostro excesivamente celoso lucía una mirada agridulce. A pesar del horror que los rodeaba, había algo que le gustaba.
—¡Ahí estáis! —Luc se estremeció al oír su voz petulante—. Me habían dicho que estabais aquí. —Miró alrededor, parpadeando de forma nerviosa, y al ver el cadáver de Pierre exclamó—: ¡Oh, Dios! —Luc recordó que cuando Marc había visitado la excavación le costó mirar a la gente a la cara—. No me imaginaba que iba a volver tan pronto. Me alegra ver la cueva de nuevo, pero no en estas circunstancias. ¡Qué tragedia! La ministra envía su pésame.
—Gracias, Marc. No era necesario que vinieras desde París. Es un problema que afecta a las autoridades.
Abenheim intentó apartar la mirada del cuerpo de Pierre. Luc sabía que se conocían. Le había pedido a Pierre que hiciera de guía a Abenheim en la visita obligada de cortesía.
—Me temo que sí era necesario que viniera. ¿Podemos hablar en privado?
Se dirigieron a la bóveda adyacente. Las manos brillantes, casi alegres, que los rodeaban eran discordantes y rayaban en lo absurdo teniendo en cuenta las circunstancias.
—Parece que solo te veo en ocasiones desafortunadas —dijo Abenheim.
—Eso parece.
—Este tipo de sucesos no tienen precedentes en la arqueología francesa. Una excavación, muchas muertes. Es un asunto muy grave.
—Te aseguro que soy consciente de ello.
—El profesor Barbier está preocupado. La ministra está preocupada. Existe el peligro de que estas tragedias humanas dañen la imagen de este espectacular monumento nacional.
A Luc casi le resultó gracioso que Abenheim repitiera las palabras que él había pronunciado en la reunión ministerial: «espectacular monumento nacional».
—Estoy seguro de que no será más que una nota a pie de página en todos los informes y artículos que se publiquen sobre Ruac en el futuro —contestó Luc—. Es inevitable, estoy seguro de ello, pero también estoy seguro de que ahora mismo no es el mejor momento para pensar en estas cuestiones.
—¡El ministerio confía en que sea yo quien piense en estas cuestiones!
—¿Qué quieres que hagamos, Marc? ¿Qué quieres que haga?
—Quiero que dimitas como director de la excavación.
A Luc le pareció que las manos estaban en movimiento, que rotaban lentamente como un remolino en el sentido de las agujas del reloj.
Se oyó a sí mismo respondiendo a ese llorica hijo de puta.
—El accidente de Zvi Alon. El accidente de coche de Hugo Pineau. Los asesinatos del campamento. Son sucesos que ocurren por azar. Son horribles, pero son fruto del azar. —Se detuvo un momento para escuchar su propio argumento. Tan solo unos minutos antes intentaba convencer al coronel Toucas de que no se cerrara en banda a la posibilidad de que los hechos estuvieran relacionados. Al final, exasperado, le preguntó—: ¿Y mi dimisión servirá para explicar algo o para que los afectados puedan dar el asunto por zanjado?
—¿Hechos que ocurren al azar? Quizá. Pero están unidos por un vínculo, Luc, y no podemos pasarlo por alto.
—¿Qué vínculo?
—Que todos sucedieron cuando tú estabas al mando. Debes asumir la responsabilidad. Debes irte. La comisión me ha nombrado nuevo director con efectos inmediatos.