—¿Te refieres a aquellas cifras y nombres que deliraba tu madre?
—Sí. Eran nuestras deudas. Las deudas contraídas para poder sobrevivir, apuntadas en un papel. Se las sabía de memoria, y durante la fiebre le subían a la mente hasta impedirle cualquier otro pensamiento. A pesar de lo cual apuró los últimos préstamos con el objeto de tejer ese tapiz para vos, con la mejor lana que encontró.
Randa está sobrecogido, y se cubre el rostro con las manos, al lamentarse:
—¡Cuánta soledad, angustia y noches de insomnio pasaría Rebeca repasando esas cuentas! ¡Ella, que en su juventud había nadado en la abundancia! ¿Por qué compraste, entonces, la canela en rama, que tan cara va, si no teníais dinero?
—Porque ella me lo rogó con lágrimas en los ojos, diciéndome: «Es para ponérmela en la boca. No quiero que cuando llegue Raimundo, al besarme, sienta el hedor de la enfermedad. No quiero oler a muerta».
—¡Dios mío! —suspira Randa.
—Para cuando ella murió, ya habíamos tenido que poner nuestros bienes en almoneda. Todo se lo llevó la trampa, incluso las camisas y otros ajuares más íntimos. Hasta el telar y el tapiz que tejía para vos hubimos de verlos en la calle. Aún estaba allí, atravesada en la lana, la lanzadera con la que Rebeca lo trabajaba. No le dejaron terminarlo.
—¿Todo eso se subastó estando viva ella?
—Por decisión de Artal, se hizo estando viva, y aun moribunda. Hubo de oír desde el lecho como eran voceadas sus prendas por el pregonero. Y saber de la curiosidad malsana de los vecinos en la puja, revolviéndolas con sus manos. Aquella vergüenza de ver a las comadres, siempre tan caritativas, examinar los costurones, los remiendos que por fuerza hubimos de hacer en nuestras ropas, dadas las penurias que padecimos. Yo me mordía los puños al ver a los soldados vigilando los bienes que se exponían en la calle, e ir saliendo a la venta acá un brasero, allá un mortero, una rueca, un espejo de buena hechura que se vendió muy por debajo de su precio…
—¿Todos nuestros bienes se vendieron?
—Y lo que no se vendió, porque nadie lo quiso, quedó depositado, por orden de la justicia, en casa de un banquero. Como os dije, este hombre sólo ha permitido rescatar el telar, y eso tras mucho rogarle y hablar con él Juan de Herrera.
Hay un largo silencio, cargado de pesadumbre. A Randa le cuesta retomar el hilo, recordar el momento de su regreso a Antigua, su desesperación al saber la muerte de Rebeca. Y, sin tiempo para reponerse, el conocimiento de las gravísimas acusaciones que pesaban sobre él, la necesidad y urgencia de esconderse como una alimaña antes de que alguien le reconociese.
—¡Había pensado tanto en la llegada aquí durante mis viajes! ¡Me había servido tantas veces de acicate…! Y, de pronto, me encontraba contigo, solos los dos, sin tu madre, ni apenas tiempo para abrazarte. Y tú y Rafael explicándome, atropelladamente, que os habíais casado…
Al morir don Manuel, él y doña Blanca hubieron de dejar la Casa de la Estanca, que quedó así muy abandonada y mal mantenida. Juanelo nos ofreció vivir a los tres bajo su techo. Y entonces decidimos casarnos. ¿Dónde íbamos a ir? Además, de ese modo, podíamos ayudar a Turriano en sus economías, porque no tenía ni para comer y por el contrario, sí que disponía de sitio.
—¿Y el Artificio? ¿No se lo pagaron? —se extraña Randa.
—Juanelo logró terminarlo, y cumplió todo lo que era obligado de su parte. En cambio, la ciudad no le correspondió. Le habían ofrecido ocho mil ducados. Pero nada se le dio, aunque les requirió después muchas veces. Se excusaron diciendo que el beneficio del agua era, sobre todo, para el Alcázar de Su Majestad. Se dirigió entonces a la gente de palacio, pero, como luego hemos llegado a saber por Herrera, todos sus escritos fueron intervenidos por Artal de Mendoza, que era mortal enemigo suyo, pues tampoco le había pagado en su día la mano de plata que Juanelo le hizo. Discutieron mucho por ello, y por eso nunca quiso arreglársela cuando se le descomponía. Seis años anduvo Turriano en esos pleitos. Y como sus acreedores le fatigaron hartas veces, hubo de tomar prestados esos ocho mil ducados para pagar sus deudas. Y por no haber podido cumplir, se los cambiaron, recambiaron y rehicieron los intereses, con gran perjuicio. Hasta quedar completamente arruinado.
—¿No se pudo hacer nada contra tales atropellos?
—No sólo eso, sino que le fueron dando de lado en otros encargos, con los que podrían haberle compensado. Luego intentó Turriano que el arcediano al que había arrendado unas casas suyas le pagara los alquileres. Pero el clérigo se encastilló en sus privilegios eclesiásticos. Llegó a suplicar un empleo al rey, ofreciéndose a volver a Madrid con un mínimo sueldo de criado, aun sabiendo que si el Artificio dejaba de funcionar ya podía irse despidiendo de cobrar, pues se escudarían en eso para no pagarle nunca. En esos pleitos murió, dejando a sus herederos muy desamparados. Sólo Herrera le ayudó. Le costó mucho recuperar esas demandas que Artal bloqueaba. Tuvo que hablar para ello con Felipe II, y éste ordenó que se recogieran los papeles y trabajos de Juanelo, haciendo con ellos un inventario con el que tasar lo que se le debía, de modo que sus herederos no quedaran en la miseria y no murieran de hambre. Esa es la razón por la que está Herrera en Antigua, además de ocuparse del trazado de la Plaza Mayor que se disponen a edificar.
—¡Dios mío, qué amargura!
Reflexiona Raimundo sobre lo sucedido desde entonces, y pregunta al cabo a su hija:
—Así pues, Juan de Herrera ha sido el único capaz de enfrentarse a Artal. ¿Por qué me denunció, entonces?
—Ya os lo dije: para salvaros la vida —responde Ruth, perfectamente seria—. No es fácil de explicar, padre. A vuestro regreso, los acontecimientos se precipitaron y había que ganar tiempo. Fue pendencia larga y enrevesada, pero Rafael me lo ha confirmado. Y todo vuestro plan de fuga de esta noche lo ha concertado él con Herrera.
—¿Pues cómo fue eso?
—Recordaréis que, cuando os hubisteis repuesto de vuestro dolor por la muerte de mi madre, os contamos las acusaciones que pesaban contra vuestra persona, debido a los informes de Artal, que os daban como renegado. Y se os acusaba en ellos de ser amigo muy estrecho de dos de los más grandes enemigos del rey, el Tiñoso, Alí Fartax, y su lugarteniente Alcuzcuz, con quienes os habían visto en Argel en buena armonía. Y cuando vos os hubisteis hecho cargo de tan graves noticias, hablamos luego sobre el modo de encontrar ese tesoro de los godos. Vos nada queríais saber de él, pues era grande el abatimiento en que os encontrabais. Aunque al fin os repusisteis.
—No sólo por el dinero, que tan necesario nos era y es, sino por hacer justicia, dándole alguna utilidad a tanto esfuerzo y dolor. Además de demostrar mi inocencia y la vuestra, y desenmascarar a Mano de Plata. Pues, ¿cómo iba a creerme nadie, si no podía aportar pruebas tangibles de mis andanzas? Pero si encontraba ese tesoro tendría una moneda de cambio de gran valor, con la que rescataros a vosotros y a mí mismo.
—Lo sé, padre. Lo que no entiendo es por qué razón seguisteis vuestro extraño plan.
—Porque la Casa de la Estanca era impracticable. Eso nos obligó a buscar otras entradas a los subterráneos. Es decir, los otros edificios de la ciudad donde hubiera marcas y señales que coincidieran con el pergamino que yo había traído.
—¿No fue eso una imprudencia?
—Era lo menos arriesgado. Hallamos que el único modo de hacer esto sin levantar sospechas era contratar a una cuadrilla de albañiles que conociesen el modo en que trabajaban antiguamente los moriscos, y podían reconocer aquellas señales dejadas por los Toledano antes de partir el pergamino en doce gajos y ser expulsados del país. Además, con el mucho trajín de reparaciones que estos albañiles hacen aquí y allá, podían buscarlas de modo discreto por toda la ciudad. Entonces, para no comprometeros con mi presencia y tener noticia y control de sus averiguaciones, yo me escondí en casa de uno de ellos, el jefe de la cuadrilla, donde cada día me daban parte y consulta. Supe así en qué edificios había trazos en ladrillo como los del pergamino. Y resultaron ser los que rodeaban la plaza del mercado: el Alcázar, el convento de los Milagros y la catedral. Recordé lo que me dijera Rubén Cansinos en Fez sobre aquel pasadizo bajo tierra que unía esos lugares, hasta dar en un gran pozo que había en el centro, por donde se descendía hasta el tesoro. De donde dedujimos que por allí venía un conducto desde la Casa de la Estanca, y que tomándolo se llegaría desde el Alcázar hasta el convento, y desde éste a la catedral, y desde ésta al pozo. Y que este último se ha de comunicar con el río, por donde dicen que halla salida el agua de la Casa de la Estanca a través de un cauce subterráneo, que es el que salva este pasadizo.
—Entiendo —concede Ruth—. Dejadme ahora volver a las razones de Herrera para denunciaros. Los problemas empezaron con los albañiles de los que habláis. Con su mucha labor y rebusca, levantaron éstos el recelo de los espías e informantes de Artal, quien puso tras ellos a ese soldado fanfarrón, Centurio, para que siguiera sus pasos. Y notó éste que todos ellos eran familia entre sí. Y que nunca trabajaban los viernes, que es el día de fiesta de los musulmanes, como el domingo para los cristianos. Pidió este sicario noticias a otros contables de lugares donde habían obrado, revisó los libros de fábrica, y vio ser esto fijo y cierto: que los tales nunca iban a su tajo los viernes. Porque decía en el libro de obras: «El viernes no vinieron, pues llovió, y fue esto impedimento para su desempeño». Nunca parecía llover los jueves ni los sábados ni cualquier otro día de la semana. Lo que le hizo entrar en sospechas. Fue siguiéndolos Centurio y reparó en que había uno cabecilla o principal. Y que los viernes se reunían en su casa. La registraron en su ausencia, y hallaron una habitación oculta con mucha maña. Y en ella toda una librería morisca y los útiles de un taller de encuadernación, con su prensa, cuchilla, alisador y hierros para las molduras de la pasta. Y vieron que era un escritorio para copiar el Corán en letras arábigas, y que había allí una mezquita clandestina con muchas alfombras, donde se juntaban para orar en secreto.
—Allí estaba yo —recuerda Randa—. Ese día del registro de Centurio y sus secuaces tuve que esconderme en un falso doble suelo, y sentí sus pisadas sobre mí. Pues me tenían prevenido este escondite auxiliar, ya que ratón que no sabe más que un agujero, presto es cogido. Y yo bien sentí que algo se estaba torciendo, y por eso, cuando fuisteis a verme tú y Rafael os entregué aquellos gajos del pergamino que espero conservéis.
Así ha sido, padre, estad tranquilo. Lo que sucedió después, bien podéis imaginároslo. Artal detuvo a los moriscos, y les encontraron los otros gajos que vos les habíais prestado para reconocer las señales. Les sometió a interrogatorio Rengifo el Bárbaro, hombre cruel, así llamado porque se precia de haber dado tormento a más de mil personas. No tardó en dejarlos convertidos en guiñapos de carne renegrida, tullidos de brazos y piernas por la mancuerda, y sonsacarles dónde os escondíais. Con todas estas noticias en su poder, dudó Artal qué hacer, pues si erais detenido y terminabais en manos de la Inquisición escaparíais a su jurisdicción, podríais hablar, y contar sus traiciones y otras noticias muy comprometidas para él. Estaba pensando este canalla en otros planes, cuando Centurio se fue de la lengua en una de sus historiadas rondas por las tabernas. De ese modo, la detención de los moriscos, hasta entonces secreta, llegó a oídos de un familiar del Santo Oficio, quien lo puso en conocimiento del inquisidor, para que reclamase a los prisioneros. Entonces, temiendo que vuestra detención fuera cosa de horas, Artal decidió mataros para que no hablarais, haciendo los preparativos muy en secreto. De nada le valió, porque para entonces ya se había enterado Herrera de todo el percance.
—¿Y cómo lo logró?
—Gracias a Borrasquilla.
—¿El bufón enano?
—El mismo. Es gran amigo de Herrera, a quien presta su casa en El Escorial, como sabéis. Pues veréis lo que le sucedió. Es Borrasquilla muy galante, dado a faldas y amoríos. Estaba esos días en una alcoba del Mesón de la Encomienda, entretenido con una criada revolcadera que allí sirve. Le atendía ella con el mayor esmero, y ya estaba el enano desabrochándose los calzones, cuando oyó que la dueña la llamaba a grandes voces mientras subía la escalera para dirigirse a aquel aposento en el que estaban ambos. Salió la moza a toda prisa y se topó con la señora. Le preguntó ésta dónde se metía y le ordenó que preparase aquella misma habitación para unos caballeros que deseaban almorzar en privado. Volvió a entrar la criada, y no se le ocurrió otro modo de tapar su falta que esconder a Borrasquilla en un armario, que cerró con llave. Apenas lo había hecho, entraron los comensales.
—Quedó agazapado Borrasquilla en su armario. En cuanto oyó hablar al primero de ellos, que parecía llevar la voz cantante, no le costó al enano reconocerla desde su escondrijo. Era ronca e inconfundible: Artal, el Espía Mayor del rey. Conoció luego la de Centurio, que habló a continuación. Y notó que había, además, otros dos sicarios. Supo luego que uno era un tal Fragoso, mozo de mulas y forajido de muchos delitos, cuatrero que pasaba caballos de una comarca a otra. Dijo éste que contaba con una ballesta chica, de dos palmos, de las que se usan en Cataluña para matar hombres, que son más silenciosas que un pistolete, y aun mejores en el exterminio. Y que tenía doce flechas con sus hierros, y no las había usado para delito alguno, con lo que no era arma ni munición conocida de nadie. Y el otro era un matarife muy hábil con el cuchillo, que había violentado a su hermana y la había ahogado luego en el pozo de su casa, por lo que hubo de huir de su pueblo. Artal los había librado de la horca, colocando al uno en las caballerizas del Alcázar, y al otro de pinche en la cocina del rey. Y ambos le profesaban una fidelidad perruna. En esta conversación que se llevaban, insistió finalmente el Espía Mayor en que debían esperar a que él estuviese en Alcalá, donde invitarla a gente de calidad, para que le sirvieran de testigos. Y tendría buen cuidado en que se hicieran notar los correos que iban y venían al rey, para —llegado el caso— dar a entender que aquello se hacía con conocimiento de Su Majestad, aunque así no fuera. Y con todo esto quedó trazado el plan para asesinaros, y la muerte tendría lugar esa misma noche. Pero ni Artal ni Centurio dijeron en este conciliábulo del Mesón dónde os encontrarían, con lo que Borrasquilla y Herrera no tenían modo de poder avisaros. Porque; en cuanto hubieron almorzado aquellos bellacos y acudido la moza para sacarle del armario, Borrasquilla fue a buscar a Herrera y le hizo saber aquella conspiración. Este le dio muchas vueltas al asunto, ya que sabía que era aquélla gente muy peligrosa. Él y Borrasquilla hablaron con Rafael y conmigo para saber dónde estabais escondido. Fue a buscaros Rafael, por avisaros, y no os encontró.