La luz en casa de los demás (22 page)

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Authors: Chiara Gamberale

Tags: #Narrativa

BOOK: La luz en casa de los demás
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Y ya que estás, ¿te pasas por la joyería para ver qué estará haciendo tu tío? Ese hombre es un inútil, llevará el negocio a la ruina… Nos llevará a todos a la ruina…


No te preocupes, mamá.


Bravo, estás hecho todo un hombrecito. Pronto te ocuparás tú del negocio, y entonces yo podré estar tranquila.


Adiós, mamá.


Adiós, mi vida.

• • •

Pero mis días preferidos en el tercer piso eran aquellos en los que lo que se celebraba era una manifestación.

—¿Quieres ir al colegio o venir con nosotros? —me preguntó Paolo una mañana.

Después de la noche de la tormenta de cojines, trataba de evitarlo al máximo, como se hace con alguien a quien, entrando en el baño, hemos pillado sentado en el váter porque se le ha olvidado correr el pestillo de la puerta. No contábamos en absoluto con verlo desnudo: sin embargo, desde ese momento, cuando nos lo encontramos completamente vestido, seguimos imaginándolo así: desnudo.

Es necesario entonces que el apuro nos lo quite él: me refiero a lo de estar sentado en el váter. Y que, en un momento dado, quizá sin darse cuenta siquiera, vuelva a dirigirse a nosotros con el tono de siempre. Así, como si nada: porque entonces haberlo visto desnudo dejará de ser importante, si es él quien nos autoriza a olvidar el incidente.

—¿Quieres ir al colegio o venir con nosotros? —me preguntó.

Y, en un instante, volvió a ser Paolo de nuevo, el Paolo que necesitaba yo. Dueño de sí, infalible, absolutamente seguro de no ser mi padre y capaz de tirar del carro del tercer piso él solo.

Por supuesto, no me lo pensé dos veces y le dije que iría con ellos, aunque no supiera exactamente dónde ni a hacer qué. Pero en cuanto me vi en una plaza llena de gente que hacía ondear banderas de colores, me di cuenta de que estar ahí para mí no tenía sólo que ver con la posibilidad de perder un día de colegio: esas personas, por lo que alcanzaba a entender, estaban furiosas por motivos idénticos a los míos. Fundamentalmente, reclamaban tener una familia. Que se las considerara iguales a los Demás (De Su Edad o De Edad Diferente).

Se me aclararon las ideas unas semanas después cuando, con motivo del cumpleaños de Michelangelo, Paolo se presentó en casa con tres billetes de avión con destino a Nueva York.

Era una ciudad que no se acababa nunca. Lo primero que pensé fue que, en un sitio así, hasta
Mundoperro
se habría sentido pequeño: y quizá habría renunciado a ser peligroso, derrotado por la evidencia de que los seres humanos, ya sean buenos o malos, son bien poca cosa comparados con un rascacielos.

Paolo y Michelangelo me llevaron enseguida a pasear por Greenwich Village que, según ellos, era la zona en que Nueva York más se esforzaba por ser única en el mundo. Nos perdimos por un laberinto de calles con portales de colores pastel, entramos en un montón de tiendas llenas de cachivaches que no servían para nada, cenamos en un restaurante medio italiano, medio vietnamita, y luego tomamos por una calle que se llama Christopher Street hasta llegar a una estatua de dos chicos abrazados.

—¿Sabes, Mandorla? —se puso a explicarme Paolo—, hace más de treinta años, justo aquí, la policía irrumpió en un bar, el Stonewall Inn, transformado hoy en el monumento nacional que tienes ante los ojos.

—¿Qué habían hecho las personas que estaban dentro de ese bar? —quise saber yo.

Entonces intervino Michelangelo que, por lo general, acostumbraba a rumiar monosílabos en lugar de hablar; esta vez en cambio parecía incapaz de callarse:

—De eso se trata precisamente, Mandorla. El motivo oficial de la redada policial era que en ese bar se vendía alcohol sin licencia, ya ves tú. Pero el motivo real era otro: la policía detuvo a todo el personal y a tres transexuales porque, abre bien los oídos, se consideraba ilegal (ilegal, Mandorla, ¿entiendes?) no llevar puestas al menos tres capas de ropa correspondiente a la identidad sexual de uno.

Sabía bien quiénes eran los transexuales: en la primera manifestación a la que había ido con Paolo y Michelangelo había conocido a Alfredo, que desde hacía unos años prefería hacerse llamar Candy Candy. Tenía la misma voz que Lorenzo Ferri y un peinado como el de Cate: era obvio a quién me recordaba.

A mí.

Con las bailarinas, los pantalones militares y todo lo demás. Seguro que la policía me habría detenido de haber estado yo también en el Stonewall Inn, pensé (sin imaginar que, pocos años después, ocurriría, al final pasaría una noche en la cárcel).

—Pero la gente que presenció aquello no se quedó cruzada de brazos, mirando —proseguía Michelangelo—. No te imaginas qué trifulca se armó, Mandorla. ¡Todos se pusieron a tirar piedras y cubos de basura contra el coche de la policía, no había quien pudiera contenerlos! Es un hecho que, esa noche, algo terminó: «Los maricas han perdido su mirada herida», como escribió alguien.

—Algo terminó pero, a la vez, todo empezó —añadió Paolo—. Porque fue entonces, Mandorla, cuando de verdad tomó forma la idea de un movimiento que reivindica para los homosexuales los mismos derechos de los que goza el resto de la gente.

Era la ocasión adecuada para hacerle a alguien la pregunta que, por culpa de Eva Brandi, Matteo Barilla y todos los ONME en general, me rondaba por la cabeza día tras día:

—¿Y se puede saber de qué derechos goza el resto de la gente?

Michelangelo y Paolo se echaron a reír, pero no como cuando estaban alegres porque celebraban algo, no: se reían serios, si es que se puede decir así. Y me explicaron que, precisamente porque los derechos de la gente no son especiales, sino que atañen a cosas naturales como casarse y tener hijos, es justo que se les concedan a todos, incluidos los hombres que aman a otros hombres y las mujeres que aman a otras mujeres.

—Porque la verdadera familia es la que uno elige formar —sentenció Michelangelo.

Dada mi situación, no podía más que mostrarme de acuerdo con él, pero en algún lugar dentro de mí me dije: si así son las cosas, o sea, si todos tienen que tener el derecho de formar una familia con quien les parezca, ¿por qué mi madre no tuvo el derecho de formar una familia con Paolo y Michelangelo? ¿Por qué tendría que haberse «buscado un marido» como me dijo Paolo aquella vez? ¿Tenía quizá algo que ver esa historia de que Paolo necesitaba que Michelangelo fuera «suyo»? Pero «las otras personas», las que les impedían a Paolo y a Michelangelo casarse y tener hijos, ¿no pensaban quizá lo mismo: es decir, que el matrimonio y los hijos eran una propiedad exclusiva «suya»? Algo no cuadraba, o quizá es que estaba destinado a no cuadrar.

«Me gustaría que te convirtieras en una persona especial, como una jirafa en la ciudad, pero con el instinto doméstico de un perrito (que es algo que yo nunca he tenido)», había escrito mi madre en su carta. De modo que, por lo general, había que elegir: o la libertad de ir por el mundo como si fuese una sabana, o el instinto doméstico, un collar con tu nombre y alguien que te lleva al veterinario. Pero todo el mundo sabe que la libertad es algo bello y correcto: entonces, el instinto doméstico, si la excluye, ¿qué es? Algo feo y equivocado. Pero ¿qué significa exactamente eso del instinto doméstico? Me lo sigo preguntando esta noche, en esta celda. ¿Cómo sabes si lo tienes o no lo tienes? Y si lo tienes, ¿por qué tienes que renunciar a la aventura de la sabana?

Si de verdad es como dice Paolo, que la verdadera familia es la que uno elige formar, ¿no habrían podido casarse los tres, mi madre, Paolo y Michelangelo? ¿No habría sido ésa una manera de ser jirafas y perritos a la vez? ¿Para corretear a tu aire todo el día en la sabana y tener un lecho asegurado para la noche?

Pero preferí quedarme callada y fingirme absorta en la contemplación de esas dos estatuas, como Paolo y Michelangelo, como contemplaba también Tina el crucifijo del Cristo negro, como contemplaba Samuele a Lars, como contemplaba Lidia a Lorenzo, como se contemplaban los Barilla el uno al otro, como yo, maldita sea, no lograba contemplar nada ni a nadie.

Julio de 1983

Michelangelo tiene quince años, tres meses y un día cuando se da cuenta de que no le basta con cortarse el pelo de punta, comprarse camisas dos tallas más grandes y poner acento del norte para parecerse a ese tío de Milán que cada día se pasea por la playa abrazado a una chica distinta. Comprende sobre todo que aunque le bastase con hacer todas esas cosas, de todas maneras no sería suficiente. Porque no es parecerse al chico de Milán lo que le interesa. Pero entonces ¿qué es lo que quiero de él?, se pregunta. ¿Qué es eso que me colma y a la vez me hace sentir que me falta algo cada vez que él pasa delante de mi sombrilla y me saluda? Por lo general se aburre de sus dudas mucho antes de poder resolverlas. Pero esta vez la respuesta le estalla, impertinente y autónoma, dentro de los calzoncillos.

• • •

Cuando el agua hierve, entonces se puede echar la pasta: me lo ha enseñado Paolo.

Cuando hay escrita una fecha en el vasito de yogur, y ya ha pasado esa fecha, hay que tirar el yogur: esto también me lo ha enseñado Paolo.

Cuando el gato no está, los ratones bailan: Paolo también (a propósito de sus empleados, que si no fuera él a trabajar, cerrarían la joyería a las siete y media en lugar de a las ocho).

Pero ¿cuándo ocurre que aquel al que mortifican empieza él también a mortificar a otros? Esto también, justo esta noche y justo aquí, me lo pregunto todavía. ¿En qué grado de ebullición quien se siente considerado peor que los demás empieza a sentirse mejor? ¿Por qué no consigue pensar que es distinto a los demás y ya está? ¿Por qué necesita creerse especial? ¿Quién tiene la culpa? ¿El que ha empezado? ¿El que no consigue parar? Para mi madre era todo muy sencillo: «Me gustaría que si tus compañeros de clase se burlan de ti por la razón que sea, tú pienses que los que se equivocan son ellos, no tú.» Fácil y lógico. ¿Entonces por qué, día tras día, algo me convencía de que tenía que demostrarle a Eva Brandi que había perdido la ocasión de conocer a una persona de verdad excepcional y que esa persona se llamaba Mandorla? ¿Por qué, en lugar de cogerle manía, no me buscaba otra amiga? ¿Por qué, si por ejemplo Tina me regalaba un estuche nuevo, lo único que quería era que Eva Brandi lo viera, y de no ser así, yo no habría sabido qué hacer con él?

Esto Paolo no me lo aclaró nunca.

Probé a preguntárselo una mañana de julio, poco antes de mi último verano con él y con Michelangelo.

—Paolo, ¿adónde vamos?

—Al
piazzale
Ostiense, Mandorla.

—¿A qué?

—Al Gay Pride.

—¿Y qué significa «pride»?

—Significa «orgullo». Vamos a manifestar nuestro orgullo de ser diferentes. Nuestra felicidad.

—Pero si tan felices somos, ¿para qué queremos que todo el mundo lo sepa? Tina dice que cuando las cosas te van bien trae mala suerte decírselo a la gente.

Estaba claro que esa mañana no había tiempo que perder. Paolo levantó los ojos al cielo y me dijo:

—¿Te quieres dar prisa?

Tenía razón: había que coger el metro y llenar una plaza.

Y cuando llegamos a esa plaza, había ya mucha, muchísima gente. Cien veces más que la que había visto en el funeral de mi madre. No, cien no, mil veces más. O quizá dos mil.

Menos mal que, aunque tuviera ya trece años, pesaba lo bastante poco para que me subiera a hombros Candy Candy, y gracias a que estaba tan alta no me perdí nada. Los colores, las caras, la música, las cosas divertidas y aquellas por las que había que luchar: ¿era eso el orgullo?, me preguntaba. Si lo era, era una cosa que durante un segundo parecía fantástica pero, un segundo después, un poco ridícula, y otro segundo después, más bien inútil, luego absolutamente necesaria y después de nuevo fantástica.

Y que, pese a todo, hacía que dentro de mí creciera, acuciante, el deseo de ser una de las pancartas que Paolo y Michelangelo agitaban.

Oh, pancarta,

hagamos un intercambio:

dame tu certeza de tener razón,

y yo te doy mi certeza de estar equivocada,

equivocada siempre,

porque en efecto

Eva Brandi

hizo bien

y los ONME

(espléndidos, sin defectos)

tienen razón

cuando dicen:

¿qué sentido tiene

ponerse bailarinas con pantalones militares?

Ningún sentido,

y lo mismo pasa con muchas cosas que hago

(o que me son familiares).

Volvimos a casa en el último metro y, aunque era tardísimo, estábamos los tres demasiado nerviosos por lo que acabábamos de vivir como para conciliar el sueño. Paolo se puso incluso a sacar la ropa de invierno de los armarios para dejar sitio a la de verano, de tanta electricidad como tenía que eliminar.

—Anda, Mandorla, vamos a ver un documental —propuso en cambio Michelangelo, como siempre.

En la pantalla aparecieron dos ciervos con los cuernos entrelazados.

—¿Qué hacen? —le pregunté a Michelangelo.

—Pelear —me contestó él.

—¿Por qué?

—Porque de vez en cuando todos necesitamos hacerlo.

—¿Por qué? —No es que hubiera desarrollado, con retraso, el terrible vicio de los porqués: qué va, no tenía el pasado adecuado para podérmelo permitir. Pero si querías tener la más mínima conversación con Michelangelo tenías que hacer así: incitarlo a hablar a base de preguntas. Ya me había quedado claro a esas alturas.

—Para cambiar las cartas que te han tocado en la partida, creo —me contestó, después de quedarse pensando un momento—, y hacerte así la ilusión de que, además de las cartas, cambiamos también nosotros.

—¿Y luego?

—Entonces nos damos cuenta de que el problema no eran las cartas, sino la partida.

—¿Entonces se puede hacer las paces?

—Hacer las paces es difícil y cansado. Hace falta fuerza.

Me pareció que era extraño que dijera eso alguien que lleva de pie veinticuatro horas y se ha pasado el día desfilando, gritando y blandiendo pancartas que pesan toneladas. Pero quizá una cosa sean las plazas de las ciudades, y otra, las habitaciones de las casas, me dije. Pero, ahora que lo pienso, ésa fue la primera y única vez que, a su manera, Michelangelo me habló de mi madre.

«Me gustaría que encontraras un amigo, como lo es para mí mi amigo Michelangelo —había escrito ella—, alguien que, mientras todo lo demás se mueve y cambia, se quede quieto y esté siempre ahí.»

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