Authors: Máximo Gorki
—¿Qué alegrías has conocido tú? ¿Puedes decirme qué ha habido de bueno en tu vida?
Ella escuchaba y movía tristemente la cabeza: experimentaba el sentimiento de algo nuevo que no conocía, alegría y pena, y esto acariciaba deliciosamente su corazón dolorido. Era la primera vez que oía hablar así de ella misma, de su vida, y aquellas palabras despertaban pensamientos vagos, dormidos hacía mucho tiempo; reavivaban dulcemente el sentir apagado de una insatisfacción oscura de la existencia, reanimaban las ideas e impresiones de una lejana juventud. Contó su niñez, con sus amigas, habló largamente de todo, pero, como las demás, no sabía más que quejarse: nade explicaba por qué la vida era tan penosa y difícil. Y he aquí que su hijo estaba allí sentado, y todo lo que decían sus dos, su rostro, sus palabras, todo aquello llegaba a su corazón, la llenaba le orgullo ante su hijo que comprendía tan bien la vida de su madre, le hablaba de sus sufrimientos, la compadecía.
No suele compadecerse a las madres.
Ella lo sabía. Todo lo que decía Paul de la vida de las mujeres era la verdad, la amarga verdad; y palpitaban en su pecho una muchedumbre de dulces sensaciones, cuya desconocida ternura confortaba su corazón.
—Y entonces, ¿qué quieres hacer?
—Aprender, y luego enseñar a los otros. Los obreros debemos estudiar. Debemos saber, debemos comprender dónde está el origen de la dureza de nuestras vidas.
Era dulce para la madre ver los ojos azules de su hijo, siempre serios y severos, brillar ahora con tanta ternura y afecto. En los labios de Pelagia apareció una leve sonrisa de contente, mientras en las arrugas de sus mejillas temblaban aún las lágrimas. Se sentía dividida interiormente: estaba orgullosa de su hijo, que tan bien veía las razones de la miseria de la existencia; pero tampoco podía olvidar que era joven, que no hablaba como sus compañeros, y que se había resuelto a entrar solo en lucha contra la vida rutinaria que los otros, y ella también, llevaban. Quiso decirle: «Pero, niño…, ¿qué puedes hacer tú?»
Paul vio la sonrisa en los labios de su madre, la atención en su rostro, el amor en sus ojos; creyó haberle hecho comprender su verdad, y el juvenil orgullo de la fuerza de su palabra, exaltó su fe en sí mismo. Lleno de excitación, hablaba, tan pronto sarcástico como frunciendo las cejas; algunas veces, el odio resonaba en su voz, y cuando su madre oía aquellos crueles acentos, sacudía la cabeza, espantada, y le preguntaba en voz baja:
—¿Es verdad eso, Paul?
—¡Sí! —respondía él con voz firme.
Y le hablaba de los que querían el bien del pueblo, que sembraban la verdad y a causa de ello eran acosados como bestias salvajes, encerrados en prisión, enviados al penal por los enemigos de la existencia.
—He conocido a estas gentes gritó— con ardor: son las mejores del mundo.
Pero a su madre la aterrorizaban, y preguntaba una vez más a su hijo: «¿Es verdad eso?»
No se sentía segura. Desfallecida, escuchaba los relatos de Paul sobre aquellas gentes, incomprensibles para ella, que habían enseñado a su hijo una manera de hablar y de pensar, tan peligrosa para él.
—Va a amanecer pronto: debías acostarte —dijo ella.
—En seguida. —E inclinándose hacia ella, preguntó—: ¿Me has comprendido?
—¡Sí! —suspiró la madre. De nuevo brotaron lágrimas de sus ojos, y añadió en un sollozo:
—¡Te perderás!
El se levantó y dio algunos pasos por la habitación.
—Bien, ahora sabes lo que hago y adónde voy: te he dicho todo… Y te suplico, madre, que si me quieres no me retengas…
—¡Cariño! —exclamó ella—. Quizá hubiera sido mejor no decirme nada…
Le tomó una mano que él estrechó con fuerza entre las suyas. ;
A ella la conmovió la palabra «madre», que él había pronunciado con tanto calor, y aquel apretón de manos, nuevo y extraño. —No haré nada por contrariarte —dijo jadeando—. ¡Solamente, ten cuidado!, ¡ten mucho cuidado!
Sin saber de qué debía guardarse, añadió tristemente:
—Cada vez adelgazas más…
Y envolviendo su cuerpo, robusto y bien hecho, con una cálida mirada acariciadora, le dijo rápidamente y en voz baja:
—¡Que Dios te proteja! Haz lo que quieras, no te lo impediré. No pido más que una cosa: sé prudente cuando hables con los otros. Hay que desconfiar: se odian entre sí. Son ávidos, envidiosos… Les gusta hacer daño. Si empiezas a decirles tus verdades, a juzgarlos, te detestarán y te perderán.
De pie junto a la puerta, Paul escuchaba sonriendo estas amargas palabras:
—La gente es mala, sí. Pero cuando supe que había tuna verdad sobre la tierra, se volvieron mejores.
Sonrió de nuevo.
—Yo mismo no comprendo cómo ha ocurrido esto. Desde que era niño, tuve miedo de todo el mundo. Cuando crecí, me encontré odiando a unos por su cobardía, a otros no sé por qué, ¡por nada…!
Y ahora se han vuelto diferentes para mí: siento piedad por ellos, creo… no sé cómo, pero mi corazón se enternece desde que he comprendido que no todos son responsables de su bajeza…
Se calló un instante, pareciendo escuchar algo dentro de sí mismo: luego continuó, pensativo:
—¡He aquí cómo sopla la verdad!
Ella alzó los ojos hacia él y murmuró:
—¡Cómo has cambiado, y qué miedo tengo, Dios mío!
Cuando su hijo estuvo acostado y dormido, la madre se levantó sin ruido, y se acercó dulcemente a su lecho. Paul dormía sobre la espalda, y en la blanca almohada se perfilaba su rostro tostado, obstinado y severo. Las manos cruzadas sobre el pecho, descalza y en camisa, la madre se mantuvo junto a la cama de su hijo, sus labios se movieron en silencio y de sus ojos corrieron lentamente, una tras otra, gruesas lágrimas de angustia.
Y la vida continuó para ellos, silenciosa: de nuevo se sentían lejanos y próximos.
Un día de fiesta, a la mitad de la semana, Paul dijo a su madre al salir:
—El sábado tendré invitados de la ciudad.
—¿De la ciudad?—repitió la madre…, y repentinamente estalló en sollozos.
—Vamos mamá, ¿por qué lloras? —preguntó Paul, disgustado.
Ella suspiró, enjugándose el rostro con el delantal.
—No sé…, por nada.
—¿Tienes miedo?
—Sí —confesó.
El se inclinó sobre ella y dijo con voz irritada como la de un niño:
—¡Todos reventamos de miedo! Y los que nos mandan, se aprovechan de ese miedo para asustarnos todavía más.
La madre gimió:
—¡No te enfades! ¡Cómo podría no tener miedo! Lo he tenido toda mi vida.
El respondió a media voz, apaciguado:
—Perdóname. No puedo hacer otra cosa.
Y salió.
Ella tembló durante tres días: su corazón dejaba de latir cuando recordaba que «aquella gente» iba a venir a su casa: extraños, que debían ser terribles. Eran los que habían mostrado a su hijo la senda que ahora seguía…
El sábado por la tarde, Paul volvió de la fábrica, se lavó, se cambió de ropa y salió de nuevo, diciendo a su madre, sin mirarla:
—Si vienen, diles que volveré en seguida. Y no tengas miedo, por favor…
Ella se dejó caer sobre el banco, sin fuerzas. Paul frunció las cejas y le propuso:
—¿Quizá… prefieres salir?
Ella se sintió herida. Sacudió negativamente la cabeza.
—No. ¿Por qué iba a salir?
Era el final de noviembre. Durante el día había caído, sobre el suelo helado, una nieve fina y en polvo, que ahora ella oía chirriar bajo los pasos de Paul, que se iba. En los cristales de la ventana se agolpaban las tinieblas espesas, inmóviles, hostiles, al acecho. La madre, con las manos apoyadas en el banco, permanecía sentada y esperaba, la mirada en la puerta.
Le parecía que, en la oscuridad, seres malvados con extrañas vestiduras, convergían de todas partes hacia la casa: marchaban a paso de lobo, encorvados y mirando a todos lados. Pero alguien caminaba verdaderamente alrededor de la casa, palpaba la pared con las manos…
Se oyó un silbido. En el silencio era un hilo delgado, triste y melodioso, que erraba meditabundo en el vacío de las tinieblas: buscaba algo, se acercaba. Y de pronto, desapareció bajo la ventana, como si hubiese penetrado en la madera del tabique.
Unos pasos se arrastraron en la entrada: la madre se estremeció y, con los ojos dilatados, se puso en pie.
La puerta se abrió. Primero apareció una cabeza tocada con un gran gorro de felpa, luego un cuerpo largo, encorvado, se deslizó lentamente, se irguió, levantó sin apresurarse el brazo derecho y, suspirando ruidosamente, con una voz que salía de lo más hondo del pecho, dijo:
—¡Buenas noches!
La madre se inclinó sin decir palabra.
—Paul, ¿no está?
El hombre se quitó lentamente su chaquetón forrado, levantó un pie, hizo caer, con el gorro, la nieve de la bota: repitió el mismo gesto con la otra, arrojó el gorro en un rincón y, balanceándose sobre sus largas piernas, entró en la habitación. Se acercó a una silla, la examinó como para convencerse de su solidez, se sentó al fin y, llevándose la mano a la boca, bostezó. Tenía la cabeza redonda y pelada al cero, las mejillas afeitadas, y largos bigotes cuyas puntas caían. Inspeccionó el cuarto con sus grandes ojos grises y salientes, cruzó las piernas y preguntó, columpiándose en la silla:
—¿La cabaña es vuestra o la tenéis alquilada? Pelagia, sentada frente a él, respondió: —Alquilada.
—No es gran cosa —observó él.
—Paul volverá pronto: espérele —dijo ella débilmente.
—Es lo que estoy haciendo —dijo tranquilamente el largo personaje.
Su calma, su voz dulce y la sencillez de su expresión, devolvieron el valor a la madre. El hombre la miraba francamente, con aire benévolo: una alegre lucecita jugaba en el fondo de sus ojos transparentes, y en toda su persona angulosa, encorvada, de largas piernas, había algo divertido y que predisponía en su favor. Iba vestido con una camisa azul y pantalones negros, metidos en las botas. La madre tuvo ganas de preguntarle quién era, de dónde venía, si hacía mucho tiempo que conocía a su hijo, pero súbitamente, el forastero balanceó el cuerpo y le preguntó:
—¿Quién le ha hecho ese agujero en la frente, madrecita?
Su tono era familiar, y había una buena y clara sonrisa en sus ojos. Pero la pregunta irritó a Pelagia. Apretó los labios, y tras un instante de silencio, respondió con fría cortesía:
—¿Qué puede importarle eso, mi querido señor?
El volvió hacia ella todo su largo cuerpo.
—¡Vamos, no se incomode! Se lo preguntaba porque mi madre adoptiva tenía también un agujero en la frente, como usted. Fue su cónyuge, un zapatero, quien se lo había hecho con una lezna. Ella era lavandera y él zapatero. Cuando ella me había adoptado ya, encontró no sé dónde a aquel borracho, para su desgracia. Le pegaba, no le digo más. Yo tenía un miedo de todos los diablos…
La madre se sintió desarmada ante aquella franqueza, y pensó que, sin duda, Paul se irritaría por el mal humor que manifestaba con respecto a aquel ser original. Sonrió con aire contrito:
—No me enfadaba, pero usted me preguntó así…, de pronto… Fue mi marido quien me hizo este regalo. Dios tenga piedad de su alma. ¿No es usted tártaro?
Las largas piernas se sobresaltaron, y el rostro se iluminó con una sonrisa tan amplia que incluso las orejas se estiraron hacia la nuca. Luego dijo, muy serio:
—No, todavía no.
—¡Pero su modo de hablar, no parece ruso! —explicó ella, sonriendo y comprendiendo la broma.
—Es mejor que el ruso —gritó alegremente el visitante moviendo la cabeza—. Soy Pequeño Ruso, de la ciudad de Kaniev.
—¿Está aquí desde hace mucho tiempo?
—Vivo en la ciudad desde hace casi un año, y ahora hace un mes que he venido a la fábrica. He encontrado en ella gente buena, su hijo y otros… Quiero quedarme aquí, dijo retorciendo su bigote.
Le gustaba, y agradecida a la buena opinión que tenía de su hijo, experimentó el deseo de demostrárselo:
—¿Quiere tomar el té?
—¡Pero no voy a regalarme yo solo! —respondió él, alzando los hombres—. Cuando todos estén aquí, nos hará usted los honores…
Volvió el miedo.
«Con tal que todos sean como él …», deseó calurosamente. Volvieron a oírse pasos en el vestíbulo, la puerta se abrió vivamente y la madre se levantó. Pero, con gran asombro, vio entrar a una muchacha, más bien menuda, con un sencillo rostro de campesina y una espesa trenza de cabellos claros.
—¿Llego tarde?
—¡En absoluto! —respondió el Pequeño Ruso, que había permanecido en la habitación—. ¿A pie?
—Por supuesto. ¿Usted es la madre de Paul? Buenas noches: me llamo Natacha.
—¿Y el nombre de su padre?
—Vassilievna. ¿Y usted?
—Pelagia Nilovna.
—Bien, pues ahora ya nos conocemos.
—Sí —dijo la madre con un ligero suspiro; y sonriendo examinó a la muchacha.
El Pequeño Ruso la ayudó a quitarse el abrigo.
—¿Hace frío?
—Sí, en el campo mucho frío. Sopla el viento…
Su voz era sonora y clara, su boca pequeña y carnosa, toda su persona era redonda y fresca. Después de quitarse el abrigo, frotó vigorosamente las sonrosadas mejillas con sus pequeñas manos, rojas de frío, y entró rápidamente en el cuarto haciendo sonar sobre el piso los tacones de sus botines.
«No tiene chanclos», pensó la madre.
—Sí…, sí… —dijo la muchacha, arrastrando las palabras y temblando—. De verdad que estoy helada.
—¡Voy en seguida a prepararle un poco de té! —dijo vivamente la madre, dirigiéndose hacia la cocina—. Esto la calentará.
Le parecía que conocía a la joven desde hacía mucho tiempo, y que la quería como una madre bondadosa y comprensiva. Sonriendo, prestó oído a la conversación en el cuarto.
—No tiene el aspecto alegre, Nakhodka.
—Así, así… —respondió el Pequeño Ruso a media voz—. Esta viuda tiene los ojos dulces, y pensaba yo que quizá los de mi madre son parecidos. Ya sabe que pienso frecuentemente en mi madre, y creo siempre que está viva.
—¿No dice que está muerta?
—No, esa es mi madre adoptiva. Yo hablo de mi verdadera madre. Me figuro que pide limosna en cualquier parte, en Kiev. Y que bebe vodka… Y cuando está borracha, los «polis» le parten la cara.
«¡Pobre hombre!», pensó la madre, y suspiró.
Natacha se puso a hablar de prisa, con calor pero en voz baja. Después, resonó de nuevo la voz sonora del Pequeño Ruso: